La centralidad de Irán en Medio Oriente –y más allá– es una realidad que importa e inquieta a los protagonistas de la escena internacional. En primer término a los Estados Unidos, con un prolongado historial de confrontación nunca resuelta con Teherán. También a Rusia, que cultiva una antigua amistad, muy activa en el presente: para Vladimir Putin los principales apoyos concretos de su país en la región son Irán y la ahora muy castigada Siria. Acuerdos para sostener al régimen de Bashar al-Assad fueron suscriptos por Rusia, Turquía y Teherán este año. Ningún país en la crítica geografía de Oriente Medio es indiferente a lo que suceda en Irán y el caso más visible es Arabia Saudita, la potencia sunnita que confronta con el Irán shiita. El alegado califato del terrorista Estado Islámico o Daesh, ahora en retirada acaso definitiva, representa ante todo a ese enemigo sunnita. El atentado en la capital iraní, en junio pasado, contra el Parlamento y el mausoleo del Ayatollah Khomeini, con un saldo de 33 muertos, fue atribuido por Teherán al grupo fundado por el elusivo Abu Bakr Al Baghdadi.
Ahora mismo, Arabia Saudita e Irán confrontan, detrás de la escena, en la guerra civil que viene desangrando a Yemen sin que se encuentre una salida que conforme a todos. Ya mucho antes, entre 1980 y 1988, ocurrió la increíble guerra entre Irak e Irán. Iniciada por una alegada cuestión de límites en Shatt al-Arab, fue en realidad una jugada de Saddam Hussein que temía la eventual penetración del shiismo iraní en Irak, algo que podría alterar el frágil equilibrio entre sunnitas, shiitas y kurdos en su país. La guerra concluyó sin definición y con un número enorme e impreciso de vidas perdidas, entre medio y un millón.
En años recientes Irán consolidó su influencia en Medio Oriente y la expandió fuera de la región. Desde Teherán, la onda expansiva shiita pasa por Irak (60% shiita), sigue por Siria (gobierno shiita alauita), y se afirma en el Líbano, también shiita, donde Irán y Siria son los soportes de Hizballah, la guerrilla fundamentalista shiita libanesa cuyo objetivo declarado es la destrucción de Israel. Al mismo tiempo presta apoyo a Hamás, el movimiento extremista palestino que controla la Franja de Gaza y explícitamente rechaza la existencia de Israel. Más allá, asoma en América Latina, principalmente en la Venezuela chavista; toma contacto con Bolivia y opera en la Triple Frontera (Argentina, Brasil, Paraguay).Esa incursión avanzó en la conversión de tribus aborígenes como los wayuu en Venezuela y los totxiles en México.
Más allá de la insegura y escasamente controlada Triple Frontera, la nunca del todo transparente relación entre Irán y la Argentina en años recientes condujo al Memorándum de Entendimiento entre ambos países (2013), impugnado por el fiscal Alberto Nisman, muerto en circunstancias no esclarecidas (2015) y que se dejó caer ese mismo año. El tema sigue en la justicia e incluye la denuncia de un acuerdo entre la Argentina e Irán destinado a dar inmunidad a iraníes acusados por los atentados contra la embajada de Israel (1992) y la AMIA (1994). Un asunto de extrema gravedad que excede los límites de este artículo.
Mirando hacia adentro de Irán, una corriente de fuerte impronta tradicionalista y conservadora remite tanto a las raíces del milenario Imperio Persa como a la implantación del islamismo (siglo VII dC). Ese legado convive con el mucho más reciente impulso hacia la apertura y modernización del país, un proceso activado entre otros por el Shah Reza Pahlevi (en el poder entre 1941 y 1979). En ambos casos, tradicionalismo y aperturismo se manifiestan con intensidad diversa, lo que cuestiona la idea simplificadora de un Irán “dividido en dos partes”, inevitablemente antagónicas.
Una expresión de la convivencia de ambas corrientes es el hecho perceptible de que el régimen fundamentalista implantado por el Ayatohllah Khomeini, cuando regresó del exilio en 1979, sufrió transformaciones que explican los gobiernos aperturistas y moderadamente reformadores de Mohammed Hatami y Hassan Rohani(1). Ese delicado equilibrio permite comprender algunos sucesos que de otro modo resultarían inexplicables. Por ejemplo, el 11 de septiembre de 2001 la noticia de los atentados contra las Torres Gemelas en Nueva York llegó rápidamente a Teherán; al caer la noche una manifestación recorrió las calles portando velas en señal de duelo. Nadie intentó disolverla; sin duda el clima interno estaba cambiando.
En mayo último, Asan Rohani fue reelegido presidente con un 57% de los votos. Se lo considera un moderado y aperturista que integra el Partido Moderación y Desarrollo (casi una síntesis de su visión) y es egresado de la Glasgow Caledonian University, de Escocia. Un dato no menor: fue aceptado por el omnipotente Consejo de Guardianes de la Revolución, acaso la prueba más evidente de que soplan vientos de cambio. El mismo Consejo, para esas elecciones, rechazó la candidatura del extremista y xenófobo ex presidente Mahamud Ahmadinayad, otra señal.
El arribo al poder de Rohani tiene, como queda dicho, antecedentes: en mayo de 1997 Mohamed Khatami, un clérigo joven y aperturista con fuerte llegada a los jóvenes y en especial a las mujeres (para muchos el principal factor de cambio en el país), alcanzó a la presidencia. Con una gestión exitosa, fue reelegido en 2001; era evidente que gran parte de la población apoyaba una reforma que cuando menos aliviara el asfixiante fundamentalismo inaugurado por Khomeini. Sin embargo, en las elecciones de 2005 ganó el ya mencionado Ahmadinajad, que entre otras cosas impulsó el programa nuclear, declaró que Israel debía ser “borrado del mapa” y puso en duda la existencia de la Shoah. En su momento se plantearon serias dudas acerca de la transparencia de esos comicios.
Esto hace pensar que tal vez el solo triunfo de Rohani podría no ser suficiente: el líder espiritual, ayatollah Alí Khamenei tiene, hasta donde se sabe, el poder supremo. Un poder, cierto, acotado por las muchas instancias creadas con la Revolución de Khomeini, con la evidente misión de generar controles cruzados. Es posible especular que un grado significativo de aceptación mutua existe entre Alí Khamenei y Rohani; hasta dónde alcanza esa lealtad recíproca es algo que muy pocos deben saber… o imaginar. Khamenei ni Rohani son las únicas instancias con peso en la intrincada estructura de poder del país. Lo que tal vez pueda afirmarse es que, en esas instancias hay un nivel significativo de confrontación pero, al mismo tiempo, una suerte de coincidencia en procurar que el disenso no se haga en exceso evidente, porque nadie saldría ganando si eso ocurriera.
Mirando hacia el plano internacional, Irán, con el respaldo de fuerzas armadas poderosas, confronta con Israel y los Estados Unidos. La raíz del desencuentro se relaciona con el programa nuclear de Teherán. En esencia, Washington busca certezas acerca del nivel de enriquecimiento del uranio. Ahora mismo el presidente Donald Trump es muy crítico del acuerdo suscripto por su antecesor Obama en 2015, aunque por el momento lo mantenga vigente.
Entre tanto, y a pesar de advertencias de Washington, Teherán prosigue sus ensayos con misiles balísticos como el Shabab 3, con un alcance del orden de mil kilómetros. Ese fue el punto en que el presidente israelí, Benjamín Netanyahu (Likud, derecha), discrepó frontalmente en su momento con Obama. La discusión, en rigor, nunca concluyó: el mandatario norteamericano insistió, como prioridad, en avanzar hacia la creación de un estado palestino. Netanyahu mantuvo su planteo de tratar, ante todo, la cuestión de los misiles y los avances iraníes en materia nuclear. No fue posible llegar más allá. ¿El argumento de Israel? Hoy contamos con armamento nuclear en condiciones de neutralizar a Irán si fuera necesario. Si no se actúa a tiempo Teherán podría estar en condiciones de alcanzar a Israel con armas nucleares.
Un informe reciente (2) sobre esta cuestión indica que la política de buena voluntad hacia Irán, aplicada por el gobierno de Obama, está siendo revisada. El llamado “Iranfirst” se basó en la idea de que la aproximación dará mejores resultados que la confrontación. En abril de 2016 John Kerry, ex secretario de Estado norteamericano, argumentó contra el “peligro” de nuevas sanciones. “Nuestra belicosidad los está arrinconando y la imposición de nuevas sanciones, luego de que las anteriores fueran aligeradas con la política de Obama, podrían ser vistas como una provocación por parte de Irán” advirtió. Su anterior contraparte, el ex ministro de Relaciones Exteriores iraní, Javad Sharif, siguió esa línea al calificar a eventuales nuevas sanciones como “repugnantes”.
“Increíblemente –prosigue el informe– el senador demócrata Tom Harper pidió no avanzar en esta cuestión. Desplegando su falta de comprensión del régimen de los Mullahs, sostuvo que si estuviéramos en sus zapatos, apreciaríamos ese gesto. Uno se pregunta por qué el senador Carper y sus colegas continúan pidiendo gestos de buena voluntad hacia Irán, que infaliblemente mostró hostilidad hacia los Estados Unidos”. Una clara muestra del peso relevante de Teherán en el mundo y del azaroso camino que falta recorrer para alcanzar un modus vivendi aceptable para todas las partes.
El autor es Profesor de Análisis Internacional en la Universidad Austral.
(1) http://www.seguridadinternacional.es, un muy documentado análisis sobre la reelección de Rohani, por Bernardo Rodríguez, Universidad de Granada.
(2) Rachel Ehrenfeld, Iran Sanctionsto Reverse Obama´s “Iran-First” policy. En American Center forDemocracy, info@acdemocracy.org, 13/VI/17.