La política en un mundo sin certezas

Reseña del libro Abismos de la Modernidad. Reflexiones en torno a Hannah Arendt, Claude Lefort y Leo Strauss, de Claudia Hilb (Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2016).

Los ensayos que integran este libro están unidos por un común interrogante acerca de los problemas políticos y morales surgidos tras el advenimiento del totalitarismo y la dificultad de examinarlos en un mundo vacío de certezas, interrogante que en Hannah Arendt, Claude Lefort y Leo Strauss habría de recibir respuestas disímiles pero igualmente caracterizadas por un modo de pensar sin concesiones ni prejuicios. El abismo de la Modernidad alude precisamente a ese tiempo de sombras, el siglo XX, de cuyo seno emergió un régimen inaudito, de una maldad resistente a toda tipificación y que nos obligó a revisar y cuestionar nuestras antiguas categorías, so pena de anestesiar mortalmente nuestra capacidad de juicio.
En el capítulo I, Hilb indaga la distinción entre violencia y poder al explicar cómo Hannah Arendt ubicó el fenómeno político bajo la égida de la acción plural, el poder mancomunado y el consentimiento, en desmedro de la comprensión estandarizada que lo asocia a los conceptos de violencia legitimada, dominación y mando-obediencia. En efecto, para Arendt el poder “se genera en la acción en común”, exige el acuerdo recíproco asentado en promesas, mientras que la violencia puede ser ejercida por uno solo y necesita de instrumentos almacenables y cuantificables. De este modo, la violencia no sería connatural a la política.
La “deriva de la Modernidad” significa el empobrecimiento progresivo de la posibilidad para la acción plural, es decir, para la verdadera política. En su lugar, nuestros Estados de bienestar, limitados a la buena administración, han erigido el trabajo, el consumo, el entretenimiento o la productividad como las actividades más excelsas, provocando que la acción mancomunada y el poder que la acompaña se vean desplazados por manifestaciones puntuales e infructuosas de violencia colectiva, incapaces de instituir nada duradero. Sólo el poder puede ser “reificado” en instituciones perdurables. La violencia colectiva, episódica y estéril –concluye Hilb– son los “estertores de muerte” de la acción, o lo que queda de ella, en nuestro mundo.
El capítulo II aborda la cuestión del elemento último que concede legitimidad a lo político, en un tiempo de ausencia de todo fundamento extrínseco y trascendente. Hilb rastrea magistralmente la noción de principium y discierne ante todo el uso “montesquievino” del término, como “principio de intelección de una forma política” y como energía semántica orientadora de la praxis. La forma novel del régimen totalitario exige prolongar la clasificación de Montesquieu; su esencia es el “terror” y su principio, obviamente defectivo, es la “ideología”, que extingue en los hombres la capacidad de la acción libre y la reemplaza por el comportamiento automatizado.
Pero, en clave agustiniana, principium coincide con el don de la libertad; remite a la acción inaugural y fundacional despojada de toda sanción de una fuente trascendente. Frente a la circunstancia del “abismo”, Hannah Arendt enaltece el fenómeno de la Revolución como institución de un orden que “no puede hallar su legitimidad por fuera de la propia capacidad humana de comenzar”. Este principio “que inspira la acción instituyente” persiste como “ley de la acción”, orienta una “forma de coexistencia de la pluralidad humana” y será “reconocido como la pauta última para juzgar los actos y las omisiones de una comunidad”. En este sentido, el Mayflower Compact constituiría el caso ejemplar, cuyo principio persistió en el tiempo e inspiró tanto la experiencia colonial como revolucionaria en los Estados Unidos.
Los capítulos III al VI están dedicados enteramente a Leo Strauss. Más allá de sus contenidos específicos, todos ellos están cruzados por su conocido diagnóstico sobre la ruptura moderna con el pensamiento antiguo, cuyo primer responsable habría sido Maquiavelo. Es que, para Strauss, el pensador florentino habría revelado en voz alta aquello que los clásicos silenciaban, por considerarlo destructivo para la vida política, a saber: “que la mejor ciudad es imposible por naturaleza, y que la moral de la ciudad no posee un fundamento trascendente, un fundamento que pueda trascender a su propia politicidad”.
Strauss sostenía que para el pensamiento clásico toda sociedad necesita creer en la supremacía de los principios y valores sobre los cuales se asienta el orden político, cuyo carácter indemostrable sería sólo accesible a los filósofos. Dicho de otra manera, el derecho natural es necesario puesto que, en su defecto, careceríamos de un estándar superior para juzgar acerca del bien y del mal, de lo justo o injusto por naturaleza. Por eso la filosofía clásica, para mantener unida a la sociedad y a resguardo de verdades peligrosas, no negó que los valores de la ciudad tuvieran un fundamento fehaciente sino que los convalidó de forma exotérica, sin poder dar crédito de su existencia. Así, con notable solvencia, Hilb analiza el modo como Strauss vio en la filosofía clásica una manera de exponer el carácter “interrogativo” del problema de la justicia y la moral sin obstruir su acceso o negarlo dogmáticamente, como harían la filosofía y la ciencia modernas con su pretendida neutralidad axiológica. He ahí, explica Hilb, la manera con que Strauss distinguió por un lado un interrogante filosófico no susceptible de una solución definitiva, que trasciende el orden de la ciudad, de una respuesta política que, bajo el rostro de una “mentira noble” o de un “mensaje edificante”, se circunscribe a sus límites.
Hilb repasa detenidamente las lecturas straussianas de Hobbes, Locke, Roussseau y Burke. Asimismo, dedica un capítulo al análisis de ese maravilloso texto titulado La persecución y el arte de escribir, donde Strauss explica cómo en la escritura del filósofo deben ocultarse, “bajo una apariencia anodina”, verdades pasibles de ser leídas por muchos pero cuyo “carácter disruptivo” sólo comprenderá una minoría de destinatarios, dispuestos a acompañar al filósofo en su búsqueda y a quienes éste se dirigirá valiéndose de “llamativos errores, contradicciones inesperadas, repeticiones ligeramente modificadas y otros artilugios” con el fin de despistar al lector superficial.
Particularmente reveladoras resultan las páginas donde Hilb explica cómo fue posible que ella misma, siendo “mujer, demócrata liberal, de izquierdas e igualitarista”, pudiera convertirse en lectora (especialista renombrada, en rigor) de Strauss, y sentirse interpelada por las preguntas acerca del bien y del mal y la superioridad, al cabo, de la vida filosófica. La respuesta, añade Hilb, estaría dada por el aporte que para ella supuso la obra de Claude Lefort, hacia quien manifiesta “una afinidad sin reservas”. A ese diálogo entre dos pensadores cuya apreciación sobre la Modernidad y sobre la revolución democrática resulta, en apariencia, diametralmente opuesta, Hilb dedica el capítulo VII, relativizando esa interpretación estandarizada y señalando que el cruce entre ambos tendría más bien su centro en la interpretación de Maquiavelo y en su “ruptura epistemológica”.
En efecto, tanto Strauss como Lefort sostienen la “esencial naturaleza dividida de lo político”: decir que la ciudad “no coincide consigo misma” significa que, por naturaleza, no es posible una perfecta reconciliación entre lo bueno o lo justo político, y lo Bueno o lo Justo en sí mismo. El mejor régimen posible es una utopía y “la perfecta realización del derecho natural es imposible por naturaleza”. Pero la distancia decisiva entre ambos se verá en el valor respectivamente adjudicado a la Modernidad y a la democracia de masas. Para Strauss, esa “escisión interna de la ciudad” es el gran descubrimiento de la filosofía griega, cuyo mérito habría consistido en ocultarla a los ojos de la mayoría, pero que hoy se diluye en las “aguas del liberalismo e historicismo” y finalmente en la democracia contemporánea, cuya oscuridad pone en línea con una “segunda caverna platónica”, esto es, con “la caverna debajo de la caverna”: el relativismo que agudiza todos los males del proverbial antro de República.
Como dijimos, la “ruptura epistemológica” de Maquiavelo no consistió en negar dicha división interna de la ciudad, sino en haberla des-ocultado y expuesto a la luz pública. Desde la Modernidad, la irresolución connatural a lo político es patrimonio de todos. Sin embargo, para Lefort, la “deriva” de la Modernidad es una verdad a medias, y Strauss sólo habría visto “un lado de las cosas” al no percibir “la dinámica” (la interacción, el intercambio, las libertades, las negociaciones) de una comunidad que busca definir sus propias reglas “en ausencia de una norma extrínseca”. Para el pensador francés, entonces, “la experiencia de la indeterminación última constituye (…) no un secreto a ser preservado por los más sabios (…), sino la textura misma de la libertad política, que se despliega en el entramado de la democracia moderna”.
Al concluir sus reflexiones sobre Lefort, Claudia Hilb vuelve al tema straussiano de la escritura esotérica que permite a todo gran autor expresar entrelíneas sus posiciones más audaces y entablar así en forma subrepticia, elusiva o sugestivamente, el diálogo más fecundo con sus lectores. Al respecto, confiesa Hilb, todos podemos verificar esta experiencia si como lectores nos ocurre lo que a Strauss cuando leía a Maquiavelo, que lo hacía “sonreír al menos una vez por página”. Más allá de los encuentros y desencuentros de los tres grandes pensadores del siglo XX reunidos en este libro, el lector que quiera adentrarse en su pensamiento seguramente sonreirá sutilmente al capturar lo que está entre velos y coincidir en los gustos, las intuiciones y los discernimientos más finos, sobre todo aquellos que no pueden ser demostrados con evidencias irrefutables.

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