Uno de los pilares sobre los que se asienta la recuperada democracia argentina consiste en el unánime consenso en el juicio y castigo de quienes desde el Estado y con los recursos del aparato estatal, perpetraron sistemáticamente crímenes de lesa humanidad.
Dicho consenso, sin embargo, no se extiende hasta los crímenes cometidos en violación de los derechos humanos por parte de organizaciones clandestinas que desafiaron los poderes legítimamente constituidos, sembrando el terror y la lucha armada. La ausencia de un consenso en la sociedad argentina sobre este punto se manifiesta mediante un marcado disenso, una acentuada aprobación, o una suerte de desentendimiento sobre el que se prefiere no hablar.
Los sucesivos gobiernos en democracia desde 1983 fueron adoptando decisiones políticas sobre distintos aspectos de esta problemática, sin que hasta la fecha se haya llegado a encarar la cuestión entera en su complejidad.
Debidamente salvadas las diferencias de responsabilidad entre los agentes del Estado y los promotores de la violencia revolucionaria, quienes critican la denominada “teoría de los dos demonios” desconocen u ocultan parte de la verdad histórica e inducen a simplificar un problema, haciendo más difícil su solución. En realidad los demonios fueron legión.
Subsiste entonces en todo caso una cuestión abierta, una grieta o una herida que no ha cicatrizado, a pesar de las décadas transcurridas desde la época salvaje del terror, el plomo y la impiedad indiscriminada. Ello es así, por más que buena parte de nuestra sociedad prefiera ignorarla y a más de uno convenga que las cosas queden como están.
Si nuestra sociedad, en su conjunto, se acostumbrara a vivir ignorando verdades incómodas, debilitaría la base ética, necesaria para crecer en unión y libertad.
La Iglesia Católica no podría quedar ajena a estas tensiones.
En dos oportunidades los obispos pidieron perdón, en forma genérica, por lo ocurrido en aquellos años, cosa que otros sectores se han abstenido de hacer en forma institucional.
Sin embargo, subsisten dentro de la Iglesia quienes, desde una u otra lectura sesgada de la historia, critican el papel o la omisión de la jerarquía durante los años álgidos de la violencia. No son pocos, entonces, los que consideran que los pedidos de perdón de la Iglesia deberían ser más específicos, toda vez que en aquellos años, dentro de la misma Iglesia, mientras algunos pastores justificaban y bendecían crímenes en clave anticomunista, otros daban legitimidad a los actos de terrorismo indiscriminado, amparándose en la doctrina de la resistencia al tirano.
Para acercarnos a la ecuanimidad, debería también surgir un reconocimiento del accionar ilegítimo y criminal por parte de quienes participaron de los distintos grupos armados que se alzaron contra las autoridades constitucionales y cometieron actos de violencia con efectos indiscriminados en la población civil. En este sentido, la reciente admisión del diputado Carlos Kunkel representa un signo auspicioso, que debería ser alentado y multiplicado.
Millares de personas fueron criminalmente hechas desaparecer. La Iglesia se une al corazón de los familiares y les reconoce el derecho de saber “quién se los llevó, de dónde y a dónde”, como acertadamente formula el P. Domingo Bresci. También subsiste el drama de una cantidad de niños nacidos de madres que siguieron esa suerte, sustraídos a sus familias. Los poderes del Estado y distintos organismos de la sociedad civil ya lo han reclamado oportunamente, sin éxito. Por otra parte, no se cuenta aún con un protocolo que facilite el acceso a esa información -donde ella aún pudiera existir- sin que quien estuviera dispuesto a suministrarla, no se viera enfrentado a ulteriores penas. Parte insoslayable de nuestra deuda con la realidad es también la situación de víctimas de actos terroristas que no han recibido una reparación, o la discriminación de que son objeto los presos ancianos a quienes no se les reconoce el derecho a la detención domiciliaria.
Nuestra experiencia es sin duda diferente a la de Colombia o Sudáfrica, donde se cometieron crímenes horribles en los que también el Estado estuvo involucrado, pero donde se supo encontrar un camino hacia el encuentro.
Es en este complejo contexto que en la Argentina aparece cuestionada la palabra reconciliación. No se concibe que pueda haber reconciliación entre un victimario pertinaz y una víctima inocente. Pero como podemos ver, la realidad muestra matices que no siempre son reconocidos y es en su contexto que la reconciliación ausente se hace necesaria.
Es lógico y natural que una organización como la Iglesia tenga archivos con informaciones confidenciales sobre cuestiones propias de su vida interna y de sus relaciones con otras entidades. En este sentido, la pretensión de abrir indiscriminadamente los archivos a terceros no tiene por qué ser admitida. En este sentido, es loable que la Iglesia haya aprobado recientemente un protocolo de acceso a sus archivos, para los familiares de las personas que fueron hechas desaparecer. Al mismo tiempo, sin embargo, sería aconsejable que las autoridades de la CEA dispusieran la realización de un estudio histórico profesional cuya posterior publicación permitiera sacar a la luz aciertos y yerros que la institución debiera asumir en honor a la verdad.
Por otra parte, se ha criticado a la jerarquía por no haberse presentado en su momento como querellante en el asesinato del padre Carlos Mugica y de otros sacerdotes; religiosos y laicos. De hecho, en la causa de Mons. Angelelli, la diócesis de La Rioja está constituida como querellante. No existe en este terreno una obligación que lo hubiera hecho exigible jurídica o moralmente. También en estos casos, una investigación histórica podría ayudar a dilucidar los elementos de juicio que en cada caso fueron tenidos en cuenta, posibilitando un juicio histórico.
Quienes integran hoy el episcopado argentino, al incluir estos temas en su agenda de trabajos, se han abierto a la comprensión de una zona oscura de nuestra historia, que algunos de ellos vivieron ya como adultos. Al hacerlo, pueden ofrecer un servicio adicional a la sociedad: “la verdad os hará libres” (Juan 8,32).
Finalmente, la Iglesia son también los fieles laicos y no sólo la jerarquía. Laicos hubo entre los agresores y los agredidos, entre los ideólogos y los indiferentes, entre los que miraron y fingieron no ver, entre los que pudieron construir y quienes se desentendieron. Hoy y cada día se reabre la posibilidad de redescubrir las múltiples facetas de una verdad esquiva y necesaria, de la que todos somos apenas una parte.
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Join discussionEsta cuestión es difícil de abordar y será siempre difícil de superar. ¿Qué justificación había en 1970 para poner en marcha una lucha armada para tomar el poder? Desde el punto de vista económico-social la Argentina (condiciones de vida, distribución del ingreso, pobreza) distaba de ser una sociedad perfecta, pero de ninguna manera una que reclamara una revolución. Desde el punto de vista político, en cambio, la proscripción del peronismo sí pudo haber dado justificación para una resistencia civil, pero jamás para una lucha armada. Una vez lanzada esta de manera simultánea por los grupos de izquierda (porque fueron ellos y no todo el peronismo los que lo hiceron), la dirigencia política del país y el mismo Perón dieron una lamentable muestra de incompetencia y falta de miras al justificar la violencia con expresiones como «la violencia de arriba genera la violencia de abajo», criticar la represión y el juzgamiento de los terroristas con todas las garantías legales y amnistiar – en mayo de 1973 – a todos los encausados y condenados. Estos hechos y el posterior recrudecimiento de la violencia y el terrorismo fueron los que convirtieron a decenas de oficiales militares en víctimas, primero, y victimarios, después. Siendo hijo de un militar de aquellas épocas (Tte. Gral. Julio Alberto Lagos, 1901-1975) y habiendo conocido a muchos otros, puedo afirmar que esos oficiales no eran monstruos y que, por el contario, eran personas compatibles con una sociedad normal. Su conversión en represores sin reglas ni límites fue el resultado de los hechos anteriores, especialmente la amnistía indiscriminada votada en mayo de 1973 por aclamación y bajo la presión de la calle. Por supuesto que esos oficiales militares pueden y deben explicar su comportamiento y ser capaces de manifestar un arrepentimiento. Pero quienes en primer lugar deben hacerlo por ser los iniciadores y responsables primarios de la violencia, son los jefes de los grupos subversivos que en 1970 lanzaron una totalmente injustificada lucha armada.
Pero por favor, no podemos seguir justificando conductas plenamente contrarias a la humanidad. No hay atenuantes para tan atroces hechos. La responsabilidad de los actos se asumen personalmente y siempre habrá mayor responsabilidad cuando se posee una responsabilidad institucional. Estimado Martín, por favor pensa bien lo que decis. Gracias.
Mi conentario no justifica nada. Califique a los militares como represores sin reglas ni límites. ¿No es suficiente? ¿Quieres que los califique de genocidas? Lo que trato de hacer, porque fui testigo de los hechos, es encontrar una explicación del hecho detonante (la lucha armada) que transformó a oficlales normales en monstruos. No lo eran antes de ser acribillados por los guerrilleros y abandonados en 1973 por la sociedad civil.
Buen día, ciertamente el concepto de «normalidad» es lo que te lleva a mirar tan «benevolamente» el accionar de la Fuerzas Armadas. Tal vez el lugar desde donde «presenciabas» las cosas te impide ver la totalidad. Pero bueno, esta bien, No podremos ponernos de acuerdo en ello. Lo que si podemos acordar, creo, es que hoy están donde deben estar, por lo que ellos libremente decidieron hacer, aún sabiendo que era contrario a la ley.
¿oficiales normale? que no obedecían a la Constitución Nacional que no oían al pueblo en el argentinazo(no cordobazo),oficiales contra el pueblo,fueron los que ocultaron a los soldados de Malvinas y los torturaron
que onganía se querá quedar 20 años
los golpes de Estado y proscripción también son actos de violencia
El artículo me parece equilibrado y justo.
La lucha de esas décadas no puede analizarse dejando de lado el contexto internacional , con dos visiones ideológica contrapuestas.
Como en todo enfrentamiento hubo quienes obraron a impulso de sus ideales y quiénes se aprovecharon de la situación.
La aproximación a la verdad de los hechos históricos es un camino que es necesario recorrer.
El texto de Vicente sin dudas puede servir como orientación.
Deseo recordar el significado mismo de la noción «crímenes de lesa humanidad». El término «lesa» proviene del latín e indica ofensa o agravio. O sea que se trata de delitos que lastiman a la humanidad en su conjunto. Su primera formulación contemporánea data de la Declaración de las Naciones Unidas de 1942, más específicamente del Estatuto de Londres del Tribunal Militar Internacional (1945) que iba a regir los juicios de Nuremberg. Este tribunal sería competente para castigar los crímenes de guerra, contra la humanidad y contra la paz. Y ello con independencia de que estos crímenes hubieran constituido o no una violación del derecho interno del país donde fueron perpetrados. Como diría años después la Corte Suprema argentina, «la calificación de los delitos contra la humanidad no depende de la voluntad de los Estados (…) sino de los principios del ius cogens del derecho internacional». Aclaro que el ius cogens alude al carácter imperativo de una serie de normas del derecho internacional que aparecen como la encarnación jurídica de la conciencia moral de la comunidad de naciones (Convención de Viena sobre los Tratados, 1969, art. 53).
Tortura, desapariciones, apropiaciones de bebes, venta de propiedades y apropiaciones de bienes pertenecientes a los desaparecidos, violaciones, (sexualmente hablando), fosas comunes, (incluyendo cadáveres de niños atados con alambre de púas, ver nota sobre el Cementerio San Vicente en Córdoba), son claros dispositivos que aún en estado de guerra están prohibidos y luego juzgados y castigados por tribunales internacionales, ejemplo claro la posguerra como en Camboya al caer el régimen sanguinario de Pol Pot, ya que no dañan a un sector social sino que es un atentado a lo universal.
Equiparar este tipo de dispositivos violatorios de la condición y dignidad humana a otro tipo(s) de violencia(s), es al menos reduccionista.
Coincido, “La Verdad nos hace libres”. (Juan 8,32)
Estimado Señor Jose Luis Rasente,
Muchas gracias.
Sólo desde el saber puede haber alguna esperanza.
Permítame agregar: «La verdad nos hace justos».
Primero memoria, después verdad, y finalmente Justicia.
Es sencillo: para que pueda hablarse de reconciliación, los que manejaron el estado entre 1975 y 1983 deben dar con detalle los nombres de los ejecutados, y el destino dado a sus cuerpos. Asimismo, los datos de filiación de las criaturas nacidas en cautiverio. Tenían en sus manos la suma del poder público, por lo que no podían ni debían comportarse como simples forajidos. Y si no pueden hacerlo, no hay ni habrá reconciliación, ya que ellos no consideraron a los ajusticiados como personas, sino como cosas, ni siquiera como animales. En consecuencia…