Conozco a Maurice Bellet desde hace veinte años. Lo encontré en París, su lugar de residencia. Sacerdote, psicoanalista, filósofo y teólogo, es autor de más de treinta libros. Si bien ha sido traducido en todo el mundo, su valiosa obra es muy poco conocida en nuestro país. Ahora, a los 93 años, vive en una casa de retiro para religiosos ancianos. En mi última visita lo noté un poco contrariado: “Aquí todos hablan del pasado, Fernando –me decía–, ¡pero a mí me interesa el futuro!”. No son meras palabras. Lo demostraba escribiendo allí dos nuevos libros, y algunos textos para su blog. Hace unos meses lo llamé desde Buenos Aires para comunicarle que me habían ofrecido traducir uno de sus últimos libros, Nuestra fe en lo humano, que será editado próximamente. Se alegró mucho.
Leer ese trabajo es una experiencia: algo nos sucede, algo fuerte, y esperanzador. Como lo hace habitualmente, Bellet nos conduce sin rodeos al corazón de una problemática contemporánea: aquí, la necesidad vital de una fe común a toda
la humanidad. Sin ella, la especie corre el riesgo de extinguirse, de autodestruirse. Y desde el comienzo nos dice que la palabra fe no debe entenderse en sentido religioso. Se trata de una convicción inteligente, de una decisión lúcida a favor de una vida mejor entre nosotros, los humanos. Consiste en descubrir y querer una vida común posible, que no puede sino aspirar a la universalidad. Es también una tarea colosal, en la que hay que enfrentar decididamente la gran amenaza de una tentación arcaica y poderosa: la fascinación por la muerte, generadora de una violencia primordial capaz de filtrarse en todo lo humano, hasta en lo más noble y valioso; es “la fuente negra”, a la que Bellet alude repetidas veces y cuyo objetivo es destruir el nacimiento de la humanidad del hombre. Ve los efectos devastadores de esta violencia especialmente en los horrores de las dos guerras en las que Europa se suicidó.
La hermenéutica histórica que nuestro autor ofrece incluye una mirada crítica sobre la modernidad, centrándose especialmente en el conflicto entre la fe moderna en el hombre (antropocentrismo) y la fe en Dios, esencialmente en el Dios de los cristianos. Su propuesta, la de la fe en lo humano, pretende superar la oposición entre razón y fe, entre hombre y Dios. Para ello, evoca la época del Concilio Vaticano II, la novedad de una Iglesia que se abría finalmente al hombre contemporáneo. Los cristianos se comprometían en la construcción de un mundo mejor, entrando como levadura en la masa de las grandes cuestiones sociales, políticas, culturales. Pero subraya un hecho: el progresivo diluirse de la fe en Dios que se dio en las generaciones sucesivas. Se intentó superar ese grave problema “agregando a Dios”. Para Bellet esta no fue una solución satisfactoria. No sólo no resolvía el viejo conflicto de la modernidad, recién señalado, sino que tampoco nos aproximaba a esa fe común que necesitamos para vivir, y vivir bien, en este mundo.
¿Pero es posible otra solución? Sí, afirma resueltamente el autor. Cuando el ser humano se libera de la violencia que envenena su vida con el gusto de la muerte, entonces alborea una humanidad cuya principal ocupación es la vida, el amor mutuo, el cuidado por el otro, el respeto por su identidad, la no exclusión, la no condenación del diferente, diferente por su raza o religión, por su cultura; el cuidado del pobre, del enfermo, del descartado. ¿Pero hay algún humano que haya logrado superar la muerte, atravesar la fuente negra, para hacer de la vida un lugar de plenitud afectiva y creadora, de gozo de vivir junto a otros? Sí, afirma Bellet, hay uno, que se llamó Jesús y que, a la vez, es todo humano que acepta vivir dando la vida, dejando atrás la violencia primordial. Por eso, concluye, “la fe en el hombre no se resigna jamás, y siempre es posible actuar”.
El autor es teólogo y autor de varios libros sobre Mozart.
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Join discussionDeseo dejarles mi deseo de vincularme con un correo con este hombre, pues coincido en que el hombre debe acceder a ejercerse como persona humana desde la universalidad: la filosófica como la del mismo Jesús, desde la propia vida íntima, desde la intimidad familiar y desde ese acto de encuentro de persona a persona, en el respeto a Dios, por sobre todo. Y coincido en que carecemos de esa indistancia para ser felíz, fecundo, armónico, ejerciendonos al hacerlo con lo que el mismo Dios dice que es Su imágen y Su semejanza: el alma espiritual y en ella la racionalidad que con el lenguaje, solemos vernos traicionados o mal expresados o secos ante la belleza de la realidad, de la creación siempre presente en La Presencia. Mi propósito es sostener un diálogo en esa mirada que siempre que varía la singularidad cambia el todo, y por lo mismo, la necesidad de bucear en la universalidad de la unidad que somos, aún ante nosotros mismos. Les agradezco la substancialidad de sus artículos, desearía no dejaran de mostrarme, ante lo real, consecuencias cuando afirman un juicio o describen un argumento, son como llaves que luego puedo entreveer si abren mis puertas empecinadamente consistentes, y si las dejan con el rostro del cuestionador sorprendido… ¿cómo ser o ubicar los ojos, si mis puertas cerradas fueran las mejores llaves y me nombraran:-cómo te cuesta reconocer que soy un parpado y que el otro, siempre ha de estar en vos, y abierto a toda abertura y cerrazón, en oración.? Gracias de Dios. Ricardo