¿Justicia y/o misericordia?

Sobre la compleja y necesaria complementariedad entre el derecho y las virtudes cristianas en la vida social, donde la prudencia es maestra. 

“…no cargues todo el rigor de la ley al delincuente; que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo… muéstrate piadoso y clemente; porque, aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia” (Consejos de Don Quijote a Sancho para el buen gobierno de la Ínsula, L° II, Cap. XLII)

El Jubileo Extraordinario de la Misericordia recientemente concluido ha significado una oportunidad privilegiada para centrarnos en la misericordia. En la misericordia de Dios, ante todo, que “se ha hecho viva, visible y ha alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret”(1); pero también, a partir de esa experiencia, en la dimensión horizontal de la misericordia, en la misericordia del hombre para con el hombre, ya que estamos llamados a “dar testimonio de la misericordia de Dios” (2), a ser “signo eficaz” de ella (3). Justamente, el lema elegido para el Año Santo ha sido éste: “Misericordiosos como el Padre” (4).
He aquí entonces nuestra tarea, hoy: ser testigos, signos eficaces de la misericordia de Dios entre los hombres. ¿Cuándo?, como ejercicio cotidiano. ¿Cómo?, de múltiples maneras, como lo evidencia tradicional enunciación de las “obras de misericordia”, corporales y espirituales. ¿Dónde?, en todos los ámbitos de la vida social: familia, educación, trabajo, política, Iglesia.
Pero en ese ejercicio cotidiano de la misericordia nos encontramos con la cuestión de la justicia, siempre presente en la convivencia humana. ¿Es justo respetar la vida y la conciencia ajena? ¿Es justo cumplir los compromisos libremente asumidos? ¿Es justo reparar el daño causado a otro? ¿Es justo pagar los impuestos legalmente establecidos? ¿Es justo que los gobiernos construyan las bases necesarias para un desarrollo integral de las personas, con igualdad de oportunidades? ¿Es justo evitar discriminaciones arbitrarias? ¿Es justo todo ello? ¿Siempre, en qué condiciones? He aquí preguntas insoslayables, en esas y otras situaciones semejantes, si no se quiere que la vida social quede librada solo a la pasión, el interés y el poder. Pero en tal caso, ¿qué papel corresponde a la misericordia y cuál es su relación con la justicia?
Según la clásica definición de Ulpiano, recogida por Santo Tomás de Aquino, la justicia es la “perpetua y constante voluntad de dar a cada uno su derecho”(5). Se halla en juego, pues, el derecho de cada uno, lo suyo de cada cual, como medida de lo justo. Por ello la justicia no es el campo del don, de lo gratuito; es el campo de la obligación, de hacer o de no hacer lo que es debido. Y posee gran amplitud. Comprende lo debido entre los individuos (la justicia conmutativa), lo debido por el individuo a la comunidad (la justicia legal) y lo debido por la comunidad al individuo (la justicia distributiva). Todos los ámbitos de las relaciones sociales pueden así estar sometidos a las exigencias de la justicia.
La palabra misericordia, de origen latino, une dos términos: miseri (miseria, pobreza) y cor, cordis (corazón). Sugiere así tener corazón con la pobreza y posee análogo significado que otras palabras semejantes del mismo origen, como conmiseración, compadecer, conmover, condolencia. Pero cristianamente la misericordia es mucho más: es expresión del amor. Este puede manifestarse ante la riqueza o la pobreza del otro. Ante su riqueza, y es entonces gozo y celebración; o ante la pobreza de ese otro, en cuyo caso el amor es misericordia. Por lo tanto, la misericordia no es mero sentimiento ante el dolor ajeno ni puro acto de comprensión de esa pobreza, como tampoco aceptación lisa y llana de situaciones inaceptables; es amor traducido en compromiso concreto con la persona del otro para socorrerlo en sus necesidades, cualquiera sea su índole (material, social, física, moral), manifestándose de distintas maneras según las situaciones. Juan Pablo II habla del “amor que prevalece” sobre la miseria (DM, 4).
Entonces, ¿cómo juega la misericordia, en cuanto expresión del amor, en las situaciones regidas por la justicia y por ende por el derecho y el deber?
Para responder a esta pregunta conviene detenerse en tres etapas que pueden encontrarse en el camino que lleva a la justicia. Primera, la determinación de lo justo; segunda, el cumplimiento de lo justo; tercera, la restauración de la justicia violada. Detengámonos en cada una de esas etapas.
En la primera, concerniente a la determinación de lo justo, es preciso tener presente que esta medida posee su propio fundamento y su propia lógica, dados , en general, por el derecho natural y la ley. No puede ser confundido, pues, con el fundamento y la lógica de la misericordia, dados por el amor. Lo justo es tal objetivamente, con arreglo al derecho natural y la ley positiva, y no en virtud de un gesto de misericordia. Respetar la vida y la conciencia ajena, cumplir los compromisos libremente asumidos, reparar el daño causado, pagar los impuestos legalmente establecidos, promover la igualdad de oportunidades con vistas a un desarrollo integral de todas las personas y evitar discriminaciones arbitrarias son en principio exigencias de la justicia, no frutos de la misericordia. En esta instancia la misericordia no equivale entonces a la justicia ni debe sustitución. Es más, esa sustitución podría llevar al encubrimiento de grandes injusticias.
Pero lo justo debe ser determinado y ello implica un proceso en el cual la misericordia puede encontrar su lugar. Los grandes principios del derecho natural deben ser especificados prudencialmente por la ley positiva, y en esa tarea el legislador tiene amplio margen de acción, en especial tratándose de la justicia legal y distributiva. Asimismo, en la aplicación de esos principios y preceptos generales a los casos concretos, los miembros de la comunidad cuentan, en el marco de la autonomía de la voluntad particular, con suficiente libertad para definir los términos de sus propias relaciones jurídicas; y también los jueces, en el ejercicio de sus facultades discrecionales, al resolver los conflictos de derecho que se plantean. En todos esos momentos la misericordia puede estar presente en la determinación de lo justo. La solidaridad, valor jurídico que puede exigir asumir como propias cargas ajenas, constituye un punto de encuentro entre la justicia y la misericordia.
A su vez, en la segunda etapa, relativa al cumplimiento de la justicia, la misericordia puede jugar al menos de dos maneras: como motivación del acto justo y en tanto permite ir más allá del mismo, enriqueciéndolo.
En efecto, obrar con justicia es arduo. No siempre es fácil determinar lo justo en concreto; y aún logrado, tampoco son menores los obstáculos exteriores e interiores que conspiran contra su realización. Entre estos últimos, la indiferencia, el egoísmo, la enemistad y el odio frustran con frecuencia esa voluntad constante y perpetua de dar a cada uno lo suyo que es propia de la virtud de la justicia, según la caracterización antes recordada. La misericordia puede entonces reforzar esa voluntad de dar a cada uno lo suyo. Como amor que prevalece frente a la miseria ajena, ella descubre de manera viva el rostro de ese otro a quien es preciso reconocer su derecho, más allá de abstracciones, distancias y resistencias. Cuando hay misericordia, es más fácil ser justo, sobre todo con el pobre, visto no solo como deudor o acreedor sino como persona necesitada. El derecho de familia, el derecho laboral y el derecho penal son campos fértiles para esa presencia motivante de la misericordia, así como el amplísimo campo de la justicia social.
Por otro lado, la misericordia permite ir más allá de la justicia. Esta responde a la lógica de la igualdad, la equivalencia, la proporcionalidad. La misericordia, en cambio, como expresión del amor, es esencialmente don. Trasciende así esa lógica de la justicia y permite llegar hasta la renuncia del derecho propio o a dar más de lo debido, con dignificación tanto del que da como del que recibe. En tal sentido, Juan Pablo II ha escrito: La experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, sin no se le permite a esa forma más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones. Ha sido ni más ni menos la experiencia histórica la que entre otras cosas ha llevado a formular esta aserción: summun ius, summa iniuria. Tal afirmación no disminuye el valor de la justicia ni atenúa el significado del orden instaurado sobre ella; indica solamente, en otro aspecto, la necesidad de recurrir a las fuerzas del espíritu, más profundas aún, que condicionan el orden mismo de la justicia”. Y más adelante añade: Así pues, la misericordia se hace elemento indispensable para plasmar las relaciones mutuas entre los hombres, en el espíritu del más profundo respeto de lo que es humano y de la recíproca fraternidad. Es imposible lograr establecer este vínculo entre los hombres si se quiere regular las mutuas relaciones únicamente con la medida de la justicia. Esta, en todas las esferas de las relaciones interhumanas, debe experimentar por decirlo así, una notable ‘corrección’ por parte del amor” (6).
La tercera de las etapas mencionadas remite al papel de la misericordia cuando la justicia ha sido violada. Cuando ello ocurre y se ha causado un daño injusto, la misericordia puede ganar un nuevo espacio y lleva un nuevo nombre: perdón.
La justicia supera la irracionalidad de la venganza, pero exige la reparación del daño causado. A quien lo ha sufrido directamente, mediante el resarcimiento; a la sociedad cuyo orden ha sido alterado, a través del castigo, para restablecer el imperio de la ley como regla de convivencia. En cambio, el perdón, palabra de origen latino que une dos términos (per, a través de; donare, regalo), como manifestación de la misericordia responde a otro principio: el don, la gratuidad. El perdón puede llegar así hasta la renuncia a la condena merecida por el responsable de la injusticia; a la condena interior, en el fuero interno del ofendido, y a la condena exterior, traducida en la reparación del daño mediante el resarcimiento o el castigo. No significa olvido, como si lo sucedido no hubiese sucedido; y tampoco significa transformar la naturaleza de la falta, convirtiendo lo malo en bueno. El perdón supone la existencia y la índole de esa falta; pero incide sobre lo que podría ser su consecuencia, la condena al culpable, renunciando a ella. No desconoce la comisión de la falta ni altera su naturaleza; libera al responsable de lo que sería una justa condena. Va así más allá de la justicia.
El perdón no goza hoy de especial beneplácito. Sin embargo, está cargado de sentido dado el valor humano y el valor cristiano que encierra. Valor humano, ante todo, en tanto libera de ataduras nacidas de resentimientos e intereses, dignifica a quien perdona y a quien es perdonado y permite reconstruir vínculos destruidos para bien de los implicados en el conflicto y de la comunidad en general. Pero sobre todo valor cristiano. Jesús enseña rezar el Padre Nuestro pidiendo a Dios perdón por nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden (Mt 6, 9/15; Lc 11, 1/4); interrogado por Pedro sobre si las ofensas deben ser perdonadas hasta siete veces, responde: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21/2; Lc 17, 4); y en la cruz, antes de morir, exclama: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Por ello dice Francisco: “El perdón de las ofensas deviene la expresión más evidente del amor misericordioso y para nosotros cristianos es un imperativo del que no podemos prescindir (MV, 9). Por cierto, el perdón es arduo y de ahí la importancia del pedido de perdón, para facilitarlo. Pero es posible.
Pueden distinguirse dos dimensiones del perdón: personal, por parte de quien ha sufrido el agravio; social, cuando la sociedad es la afectada por el desorden que genera el delito. La primera responde a un acto de misericordia por parte del ofendido hacia la persona del ofensor. La segunda implica más bien una actitud colectiva encarnada en la opinión y en las costumbres, así como en las instituciones a través de las decisiones de sus órganos.
Lo dicho antes sobre el valor humano y cristiano del perdón vale ante todo para su dimensión personal; pero también, mutatis mutandi, como expresión social concretada en la opinión y en las costumbres. Es más, es posible afirmarlo cuando el perdón nace de decisiones institucionales. En principio, el Estado debe velar por el bien común; por ello el castigo, como modo de restablecer el imperio de la ley como regla de convivencia y en virtud de su ejemplaridad, para desalentar reincidencias, amén de la función sanadora que debería cumplir en el culpable. No obstante, ese mismo bien común puede tornar conveniente la renuncia al castigo a fin de lograr otros valores, como verdad, reconciliación, concordia, paz. Históricamente ello ha sido así con distintos instrumentos: gracias reales, amnistías, indultos, conmutación de penas, prescripción de la acción penal y más modernamente con la así llamada justicia restaurativa y los programas de justicia transicional como los adoptados en Sudáfrica y Colombia . En definitiva, el asunto remite a una cuestión prudencial , dependiente de variadas circunstancias como la gravedad del delito y el tiempo transcurrido, entre otras. Plantea asimismo serios interrogantes: ¿todo delito es perdonable? ¿algunos no lo son? ¿cuáles? ¿los delitos cometidos por el crimen organizado? ¿los que proceden de la corrupción? ¿los delitos de lesa humanidad? Y aún en estos casos, ¿nunca son perdonables, cualquiera sea el tiempo transcurrido? Será siempre una cuestión abierta, a resolver prudencialmente en cada situación. Sobre el punto, invitan a pensar las siguientes palabras de Juan Pablo II, un hombre que en su Polonia natal vivió bajo los regímenes nazi y comunista, experimentando sin duda heridas propias y ajenas difíciles de curar: Un mundo del que se eliminase el perdón sería solamente un mundo de justicia fría e irrespetuosa, en nombre de la cual cada uno reivindicaría sus propios derechos respecto de los demás; así los egoísmos de distintos géneros, adormecidos en el hombre, podrían transformar la vida y la convivencia humana en un sistema de opresión de los más débiles por parte de los más fuertes o en una arena de lucha permanente de los unos contra los otros” (7).
En suma, son muchas las situaciones sociales regidas por la justicia en las cuales, sin embargo, el reconocimiento del derecho se muestra insuficiente ante la pobreza del otro y sus consecuentes necesidades, materiales o espirituales. Tales situaciones piden justicia pero también misericordia; y ésta puede jugar un rol importante en las distintas etapas del camino que lleva a esa justicia: en la determinación de lo justo, como motivación y superación del obrar justo, y como perdón cuando media una injusticia. Se trata de la concurrencia de dos valores, dos exigencias, dos compromisos, que no son incompatibles sino complementarios. Pero cada uno de ellos y el equilibrio entre ambos requerirá siempre prudencia, prudencia humana y prudencia cristiana.

NOTAS

1) Misericordia vultus, 1
2) Dives in misericordia, VII
3) Misericordia vultus, 3
4) Misericordia vultus, 14
5) Suma Teológica, II-II, c. 58, a. 1
6) Dives in misericordia, 12 y 14
7) Dives in misericordia, 14

No hay comentarios.

¿ QUIERE DEJAR UN COMENTARIO ?