Pablo Capanna es filósofo, docente y ensayista; nacido en la ciudad de Florencia y radicado en la Argentina desde sus 10 años. Gran parte de su obra explora temas y autores de la ciencia ficción. Ha colaborado en distintas publicaciones como El Péndulo, Minotauro, Revista Ñ y Página/12. Fue editorialista y vicedirector de CRITERIO y en la actualidad sigue colaborando con artículos.
Que una revista cultural se encamine a cumplir noventa años de publicación ininterrumpida, es algo tan insólito que merecería el dudoso honor de figurar en el Guinness. Y si la revista es argentina, será más improbable aún, considerando nuestra crónica inestabilidad y lo efímero de nuestras publicaciones.
Como sobreviviente del equipo que hizo la revista en la etapa anterior, me han pedido un testimonio de ese tiempo. CRITERIO nació once años antes que yo y quizás me dedicará unas líneas cuando deje este mundo, porque doy por seguro que me sobrevivirá. Mi paso por CRITERIO abarcó treinta años, entre 1971 y 2001. De las etapas previas sólo me llegaron tradiciones orales, pero me consta que en los años que me tocó vivir la revista pasó por varias crisis, nunca dejó de tener problemas económicos, cambió varias veces de dirección y hasta de personería jurídica, pero con la ayuda de Dios logró sobrevivir.
Como nadie conocía el importe de los “sueldos” casi simbólicos que ganábamos los redactores, las teorías conspirativas arreciaban. “¿Quién banca esta revista?” me preguntó Osvaldo Soriano, quien me vino a ver a CRITERIO poco antes de exiliarse. Era la pregunta que se le ocurría a muchos, y que sólo los más audaces se animaban a hacer.
Las hipótesis que circulaban eran bastante pintorescas, según el estilo de la paranoia argentina. Para la derecha CRITERIO vivía “del oro de Moscú y de una fundación polaca”; para la izquierda dependía “del oro del Vaticano”, que seguramente había hipotecado la Capilla Sixtina para mantenerla. Conociendo por dentro la revista y la precariedad de sus finanzas uno se tentaría de pensar que su sponsor era el Espíritu Santo. De no ser porque este último se dedica más a iluminar las conciencias que a sostener revistas culturales.
A pesar de lo que muchos creían, la publicación tampoco era el vocero de la jerarquía eclesiástica. Quienes la hacíamos éramos casi todos laicos. Algunos miembros de la jerarquía sentían gran estima por ella, pero los más populistas la despreciaban por sus posturas liberales.
Evaluar las huellas que dejó CRITERIO en la sociedad durante esos años es tarea de los historiadores, que ya han puesto manos a la obra. Por lo que a mí respecta, diré que apenas tuve un papel de reparto en una obra escrita y dirigida por otros. Es por eso que prefiero dejar los juicios de valor para quien tenga una perspectiva más distanciada, y limitarme a hablar de mis experiencias.
Llegué de la mano del padre Enrique Fabbri, un jesuita a quien mucho le debo. Hacía pocos años que había egresado de Filosofía, y tenía publicado un libro que recién sería reconocido cincuenta años más tarde: el mío no era un curriculum demasiado brillante. Fabbri me recomendó a Fermín Fevre para que hiciera crítica de libros, esa tarea que todos evitaban. Hay que recordar que entonces el país tenía la mitad de habitantes que ahora, pero se publicaba el doble de libros, y los lectores solían hacerle caso a la crítica.
Al poco tiempo me animé a presentar algún artículo de filosofía, y pasé a frecuentar cada vez más la redacción. Un día recibí un llamado telefónico del director, el futuro cardenal Jorge Mejía, quien me invitó de manera formal a integrar el Consejo de Redacción. Apostar por un joven como yo era bastante arriesgado, pero con el tiempo me di cuenta de que entonces todos éramos bastante jóvenes, y que CRITERIO estaba por entrar en otra etapa.
A fines de 1971 asistí a la primera de las reuniones de los martes. El primer y el tercer martes de cada mes se planeaba qué diría la revista en su próxima entrega, y se decidía quién habría de escribir el editorial y los comentarios de actualidad. Los martes restantes eran para leer, criticar y editar el texto definitivo. También se definía qué artículos se incluirían en el próximo número: la mayoría eran originales, aunque había muchos traducidos (a veces por mí) de La Civiltá Cattolica, de Êtudes y otras publicaciones.
En las circunstancias actuales, el ritmo de la información no admite pausas para la reflexión, de modo que las redacciones se han convertido en talleres de montaje donde se ensambla el material que llega por correo electrónico. A muchos les costará creer que todavía se discuta en torno a una mesa.
Recuerdo el primer editorial que le escuché leer a Carlos Floria. Carlos era por entonces el decano de los consejeros, pero atendió respetuosamente la única objeción (creo que gramatical) que me animé a hacer. El tema era nada menos que “China, el gigante que despierta”: algo que hace más de cuarenta años parecía decididamente fantástico. Basta repasar la colección para encontrar cosas tan sorprendentes como esa: desde la propuesta de crear la figura del ombudsman y las sugerencias de reformas constitucionales hasta los mejores análisis electorales de cada momento.
No hace muchos años que hemos visto jerarquizar las figuras del editorialista y del columnista, que entonces eran casi anónimos. Por el contrario, en CRITERIO el editorial era (y sigue siendo) un espacio privilegiado pero sin firma, al que sólo circunstancialmente accedía algún especialista invitado. Discutir su contenido, sus argumentos y conclusiones era todo un ritual, que culminaba la semana siguiente con un acabado análisis del texto, que recién se mandaba a componer.
En todos esos años tuve que escribir muchos editoriales. La tarea siempre me demandó el doble de esfuerzo que cualquier otro texto, porque implicaba ser el vocero de mis colegas, escribiendo del modo más impersonal posible. Sin embargo, tanto ese ejercicio como la necesidad de ocuparme de temas poco transitados me ayudaron a formar un estilo.
El otro rito, tan importante como el editorial, era definir con mucha anticipación el tema al cual la revista le dedicaría su número especial de Navidad. Éste era un verdadero libro: una colección de ensayos en torno a un mismo tema, que solía contar con prestigiosas firmas. La gestión de todo ese proyecto, que iba desde formular las invitaciones hasta editar el material recibido, corría por cuenta de Marcelo Montserrat, quien se ocupaba de la tarea durante casi todo el año. Detrás estaba el invisible pero imprescindible apoyo de Elena Kiyamu, quien nunca dejó de cuidar la edición de la revista, una responsabilidad de la cual todos solíamos desentendernos.
Durante la mayoría de esos años, la dirección corrió por cuenta del padre Rafael Braun, pero de hecho era casi colegiada: estaba a cargo del triunvirato de politólogos que formaban Braun, Natalio Botana y Carlos Floria.
Nunca llegamos a ponernos de acuerdo para decidir si CRITERIO debía ser una revista de política y economía con una buena sección sobre religión, o bien una revista religiosa con buenas columnas de política y economía. No encontramos la fórmula del equilibrio perfecto, quizás porque era inalcanzable. Tampoco faltaban los lectores veteranos que lamentaban la decadencia de la revista y los lectores jóvenes que esperaban de ella cosas muy distintas. Pero a pesar de las discusiones, siempre tan corteses como cordiales, creo que logramos un equilibrio aceptable.
En lo personal, era casi inevitable que mi presencia fuera un tanto anómala dentro del grupo, siendo el único que vivía en el conurbano y se las arreglaba con un magro sueldo de profesor universitario. La mayoría de mis colegas eran de otra condición social, pero siempre me sentí tratado como un par, y creo que si alguien tuvo algún prejuicio se cuidó de no mostrarlo.
Conservadores y progresistas coincidían en acusar a CRITERIO de liberalismo, más por sus posturas económicas que por sus actitudes en cuanto a política y cultura. Sólo les faltaba reconocer que CRITERIO también practicaba la tolerancia, que es la mejor virtud del liberalismo. Se dirá que la tolerancia es apenas el umbral del diálogo y que éste, para ser fecundo, debe sumar otras actitudes. Pero en un país como el nuestro, con una lamentable historia de autoritarismo, la tolerancia sigue siendo un valor tan deseable como escaso.
Muchos de los intelectuales que conocí a lo largo de mi vida eran incapaces de aventar las habituales fantasías anticlericales y se extrañaban al enterarse de mi paso por CRITERIO. Más de una vez me preguntaron si nunca había sufrido censura, pero quedaban más perplejos aun cuando les explicaba que eso era desconocido en la revista. Siempre me habían dado espacio para escribir sin condicionamientos sobre temas poco comunes, que jamás hubiese admitido cualquier otra revista “de interés general”.
Si hay algo que habría que lamentar es el clima de frialdad académica que reinaba sobre las relaciones personales. El diálogo siempre estaba limitado a los temas de la revista y parecía de mal gusto hablar de las vicisitudes personales, incluso fuera de las reuniones. Carlos Floria dijo alguna vez que la redacción era una suerte de club inglés con muchos caballeros y una sola dama. El Consejo tenía una periferia por la cual pasaba gente que dejábamos de ver por un año y reaparecía un buen día para reanudar el diálogo como si nada. Algunos nos fuimos en silencio sin que nadie llegara a darse cuenta, mientras que unos cuantos otros aparecieron y desaparecieron sin dejar huellas.
Con todo, en momentos difíciles sentí la solidaridad de la gente de CRITERIO, y allí trabé un par de amistades perdurables. Pensemos que todos pertenecíamos a una generación que había sido educada de ese modo; a todos nos habían enseñado a reprimir los sentimientos y a relacionarnos en un nivel más formal que empático. Las nuevas generaciones tendrán otros defectos, pero me atrevería a decir que por lo que nos cabe, hicimos todo lo que pudimos.