En los últimos dos años se verificaron duras críticas a la idea de globalización tal como fuera concebida en las décadas finales del siglo XX. Con consignas sencillas, cargadas de nacionalismo que se pensaba perimido, Donald Trump insiste y le hace saber a las empresas norteamericanas que deberán producir en los Estados Unidos. Alega también que los inmigrantes le restan trabajo genuino a los locales, siendo éstos los que tienen un verdadero derecho a un empleo digno.
El Brexit en el Reino Unido, y ciertos cimbronazos en Europa que no llegaron a materializarse, terminan de componer la situación de ataque a la globalización. Francia dará su veredicto en breve.
Si tomamos como hipótesis al Consenso de Washington como el inicio de la aceleración del proceso globalizador, en donde América del Norte, Europa y Asia construyeron crecimientos sostenidos con un fundamento estratégico y estructural en la globalización, que incluyó como “triunfo ideológico” la caída del muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, 2008 fue el cimbronazo que puso en duda el crecimiento exponencial de las economías globalizadas. Curiosamente, un hijo del Consenso de Washington (George W. Bush) fue quien sufrió las consecuencias de la crisis, dando lugar al triunfo de un outsider (Barack Obama), que trabajó en dos frentes: (i) poner en marcha la economía con el llamado Plan Estímulo; y (ii) mantener y profundizar la idea de la globalización, incorporando regulaciones densas y complejas en el mundo financiero, de manera de obturar la “borrachera” (como la llamó acertadamente Julio María Sanguinetti) de las hipotecas subprime.
A todo esto debemos agregar en este período el aumento de la relevancia de Asia (con China a la cabeza) en el comercio mundial, la carrera alcista que parecía no tener fin en los precios de los commodities (basta recordar, con alguna melancolía, el precio de la tonelada de soja en 2007, que orillaba los US$ 600), lo que generaba crecimientos sostenidos en los mercados emergentes.
Ahora bien, el espíritu de Obama no fue suficiente para evitar que triunfe aquel que denostó y denosta de manera sistemática la globalización, que piensa que la economía debe cerrarse, que la inmigración debe evitarse y que el contacto con el mundo tiene que hacerse exclusivamente si comporta un beneficio para los Estados Unidos.
El Brexit parece seguir la misma lógica, aunque se desconocen sus resultados finales. Europa unida, en esta coyuntura, tiene sus propios e intensos problemas, en donde la amenaza de la derecha xenófoba y populista acecha en cuanta elección sucede. No hubo crisis en Holanda ni en Austria y –como dijimos– está por verse qué ocurre en Francia.
La globalización, como todo proceso dinámico, no es lineal. Genera asimismo severos inconvenientes que los Estados deben intentar solucionar. Si en la década del 80’, con Reagan y Thatcher a la cabeza, el concepto era liberar las fuerzas de la economía, reduciendo la injerencia del Estado, todo lo cual fuera continuado –con matices progresistas– por Clinton y Blair, pareciera que la crisis de 2008 y su coletazo europeo en 2009 generaron el efecto contrario, tanto en Europa como en los Estados Unidos: regulaciones densas, pesadas e incremento sustancial de la burocracia, que parecen ser una de las causas por las cuales, junto con la inmigración, los ciudadanos pretenden conjurar apelando a líderes anti globalización. También son indudables los aspectos positivos de este fenómeno, como los avances en la salud y los procesos de innovación, así como la constitucionalización de los derechos del hombre.
Por otra parte, este proceso está atravesado también por un robusto aumento de la desigualdad. Thomas Piketty señala en La crisis del capital en el siglo XXI que en los Estados Unidos, el 1% más rico absorbió cerca del 60% del crecimiento entre 1997 y 2007. En efecto, se produjo el estancamiento de los ingresos de las clases populares y medias. En otras palabras, la globalización (controlada o no), genera empleo, crecimiento sostenido y una inequidad inquietante. Cabe preguntarse si estos datos son el resultado accidental del proceso de globalización o si, por el contrario, es inherente al mismo.
En esta coyuntura, el proceso globalizador parece tironeado (si se nos permite la expresión) por varias fuerzas opuestas: la idea de libertad, sustancial y constitutiva de la persona; la idea de igualdad, bandera del siglo XX; la aversión a la inmigración; y finalmente la constitucionalización, en Europa y América Latina principalmente, de los llamados derechos sociales que pretenden garantizar ciertos pisos de igualdad estructural de oportunidades.
El denominado “estado de bienestar” en Europa quedó impreso en sus textos fundacionales, mientras que en los Estados Unidos, en tanto reflejado a nivel legal, es parte del debate político. Hoy, el objetivo prioritario de Trump, rayano en la obsesión, es la derogación o modificación del Obamacare, bandera de los demócratas, que no contó con los votos republicamos. Sin consenso, esta política genera una grieta aún mayor en la sociedad norteamericana.
Claramente, la libertad en sentido amplio, y la de comercio especialmente, parecen fuerzas inexorables y fundamentales. Resulta sumamente difícil imaginar la economía mundial volviendo a una idea perimida de mercantilismo o, parafraseando a Aldo Ferrer,“vivir con lo nuestro”. No obstante, también resulta inevitable el avance en materia de derechos, especialmente en Europa y América Latina, y las exigencias que se le requieren al Estado para garantizar la igualdad estructural de oportunidades.
Pareciera entonces que la globalización requiere de liderazgos reformistas, por oposición a revolucionarios. Exige, si se quiere, una sintonía fina a partir de la situación actual luego de la crisis de 2008: las fuerzas de la libertad con el ímpetu necesario para continuar dinamizando la economía, sin perder de vista que los derechos han encarecido el costo de mantener al Estado. En efecto, la ciudadanía demanda servicios, jubilaciones, salarios mínimos, educación de calidad, acceso a la vivienda, salud, y la lista sigue. En esta coyuntura, los impuestos son la vedette, que también resultan inexorables y pocos están dispuestos a pagar.
La globalización trajo consigo la innovación, o viceversa, no lo sabemos. Ya nadie podría cuestionar que la innovación permite que la economía gane en productividad, lo que nos aleja de Malthus, y esto lleva a mejorar la calidad de vida de millones de personas en todo el mundo. No obstante, los efectos no queridos de este proceso están a la vista: no sabemos lidiar con el problema de la inmigración; grandes regiones del mundo (África) no gozan de sus efectos por razones no sólo atribuibles a la globalización, por cierto; la desigualdad resulta patente.
Otro capítulo clave es la seguridad internacional, amenazada por el terrorismo y los crecientes peligros de guerra. En este mismo aspecto, el riesgo de conflictos nucleares mantiene en vilo a gran parte del mundo.
El espíritu reformista, entonces, surge como el necesario para continuar caminando en esta dinámica. Parece claro que la solución propiciada por las sirenas del populismo, la xenofobia y la economía cerrada no son la salida. No obstante, si no prevalece la combinación de libertad e igualdad estructural de oportunidades, que podría incluir una meditada reforma impositiva con alcances mundiales para gravar principalmente el patrimonio y no la producción, el proceso globalizador puede verse seriamente afectado.
2 Readers Commented
Join discussionComparto en parte el artículo y que una reforma impositiva puede hacer cambios sustanciales, si hubiera voluntad política. Creo, empero, que todo eso puede sumar a una transición que debe ser, necesariamente, civilizatoria. No podemos seguir apostando al crecimiento y al empleo, como en la perimida sociedad salarial. Ya en el 2000 Viviane Forestier lo explicito en «El horror económico». Por último me llama la atención que no haya mencionado en el escrito la encrucijada ecológica que ya nos mantiene en vilo a todos. Entiendo que una ética de los bienes comunes, una educación ambiental y los nuevos paradigmas del conocimiento deber{ian forma parte de una agenda global, implementándola desde lo local. El periodismo puede ayudar mucho en esta tarea de todos y en ese sentido celebro la nota que comento.
Veo que hay tendencia a hacer de la «globalización» la causa de todos los males y beneficios ocurridos a la humanidad. Y esto es, opino, un error.
El mundo es un globo, ciertamente, que se pincha o se infla según la acción de una multitud de liderazgos. Hay buenos y malos líderes que influyen directamente en el avance de la humanidad hacia un nivel superior de coexistencia.
Si lográsemos mejorar el proceso de selección y desecho (si fuera el caso) de nuestros líderes, la globalización sería un éxito indiscutible, independientemente de cualquier contenido ideológico.