Hace dos siglos san Marcelino Champagnat fundó la congregación de los Hermanos Maristas cerca de Lyon, Francia. Hoy nos preguntamos: ¿Por qué sólo de hermanos, cuando son necesarios tantos sacerdotes? ¿No quedan así en situación de inferioridad en la Iglesia?
Para comprender el espíritu de una congregación religiosa debemos comenzar por la fuente, es decir, por el fundador. Marcelino Champagnat nació en el sudeste de Francia en 1789, dos meses antes de la Revolución Francesa. A raíz de las persecuciones, su familia debió continuar con la práctica religiosa en forma un tanto oculta. Una tía monja fue exclaustrada del convento por el gobierno revolucionario pero se mantuvo fiel a su consagración. El papá de Marcelino adhirió al comienzo a los ideales de la Revolución, pero luego fue tomando distancia, ante los excesos cometidos. Era funcionario del gobierno pero en ese pueblo no se ejecutó a nadie ni se quemó ninguna iglesia. El niño heredaría la tensión entre los nobles ideales y la historia de violencias de la época.
Los soldados podían ser reclutados entre los labradores analfabetos. Los oficiales, en cambio, lo eran entre los maestros, por su capacidad para redactar informes militares. Esto afectó a la educación en general. Marcelino asistió poco tiempo a la escuela. En una ocasión, viendo que un maestro aplicaba un rudo golpe a otro alumno, optó por no asistir más a clase, en desacuerdo con ese sistema. Pero cuando después ingresó al seminario, padecería la falta de formación, una cruz que arrastraría toda su vida. Además, él hablaba en dialecto y tenía problemas en la lectura y escritura del francés, lo que dificultaba su aprendizaje del latín. Un cuñado suyo, maestro, le dio clases particulares durante unos meses, pero viendo que los progresos eran muy lentos, le aconsejó un día que abandonara los estudios.
La “banda alegre” de seminaristas
Marcelino estaba convencido de su vocación e ingresó al seminario. Pero al concluir el primer año, el rector le comunicó que no lo veía capacitado para el sacerdocio. Finalmente revocó su decisión y le permitió continuar. El joven aún debía madurar, porque pasó a formar parte de “la banda alegre”, integrada por seminaristas que recorrían las tabernas en las horas libres, lo que los distraía del estudio. Pero el deseo de salir adelante le permitió concentrarse para llegar a la meta. En 1814 Francia se vio convulsionada por la abdicación de Napoleón. En el seminario, recuerda uno de sus alumnos, se hablaba más de política que de teología. Para algunos fue un “año maldito”. Pero Marcelino y otros mantuvieron el recogimiento, entre ellos su compañero Juan María Vianney, el futuro santo Cura de Ars.
Marcelino no era un intelectual pero llegaba a la gente. Cuando todavía era seminarista enseñaba el catecismo y tanto adultos como jóvenes permanecían largo tiempo escuchándolo sin aburrirse. No era un predicador que arrastrara multitudes sino un experto en la dinámica grupal. Iba así emergiendo el futuro educador. También se caracterizaba por no soñar solo sino en equipo, lo que lo llevará a la fundación de una congregación religiosa. En el seminario de Lyon surgió un movimiento piadoso centrado en la devoción a la Virgen María, al cual se integró Marcelino. Él consideraba que en esa Sociedad de María debía haber una rama integrada por hermanos educadores. A sus compañeros no les entusiasmaba la idea, pero dejaron en sus manos la realización del proyecto. Existían los Hermanos de La Salle, concentrados más bien en áreas urbanas, y él soñaba con llevar la educación a los más pobres y a las aldeas de las montañas.
Marcelino fue ordenado sacerdote en julio de 1816. Al día siguiente fueron doce en peregrinación al santuario de la Virgen Negra. Allí todos renovaron sus promesas y consagraron sus vidas a María. Ese grupo de compañeros y amigos integraba un movimiento, más que una sociedad. De momento iban a donde los enviaban. Marcelino fue destinado a colaborar en una parroquia aislada, en la región montañosa. El párroco estaba enfermo y bebía en exceso, por lo cual la comunidad se encontraba en estado deplorable. El joven sacerdote no llegó allí como reformador sino como colaborador. Además de las prácticas religiosas, estudiaba teología, preparaba sus sermones y hablaba en el lenguaje de la gente. Donde mejor se desempeñaba era en el confesionario. A pesar del rigorismo de la formación recibida, se mostraba comprensivo ante las debilidades humanas. La atracción que ejercía despertó los celos del párroco, quien se opuso a todos sus proyectos.
Evangelizar a los jóvenes
Hubo un episodio que lo conmovió profundamente y lo encaminó hacia la fundación de la congregación. Con sólo tres meses de sacerdote, lo llamaron para atender a un joven de 17 años, muy enfermo y abandonado, que ignoraba todos los misterios de la fe. Marcelino le impartió una catequesis elemental y lo escuchó en confesión. Un rato después le avisaron que el joven había fallecido. Tomó entonces la decisión de fundar una congregación para evangelizar a los jóvenes. Dos muchachos mostraron interés en ayudar a Marcelino, viviendo con él. Nació así la nueva congregación, en forma tan sencilla que no llamó la atención. No labraron un acta ni pusieron un aviso en el boletín parroquial; sólo rezaban y trabajaban juntos. La sencillez será una de las virtudes características del fundador. Los dos jóvenes “cofundadores” carecían de preparación. Marcelino los iba formando en el arte de la docencia. En ratos libres, fabricaban clavos para el sostenimiento de la comunidad. Además de la sencillez se caracterizaban por la pobreza evangélica.
Los padres de uno de ellos no estaban de acuerdo con ese proyecto y enviaron a otro de los hijos, desde el poblado cercano, para que trajera de vuelta a su hermano menor. Pero ocurrió todo lo contrario. El enviado, viendo cómo vivía el pequeño grupo, se entusiasmó y se quedó con ellos, convirtiéndose en un nuevo miembro de la comunidad. Se dice que nadie es cristiano a partir de una idea sino de un sentimiento o experiencia de relación con Jesús. De modo similar, nadie ingresa a una congregación religiosa a partir del estudio de ella sino de un contacto amistoso con el fundador o sus continuadores.
El “Acordaos” en la nieve
A medida que aumentaba el número de hermanos, casi todos muy jóvenes y con buen humor, Marcelino los iba enviando de a dos a trabajar en las escuelas de distintas aldeas. Se llamaban “Hermanitos de María”, posteriormente “Hermanos maristas”, por la gran devoción que le tenían. En una ocasión había enfermado de gravedad uno de ellos y Marcelino fue a visitarlo, acompañado por el hermano Estanislao. Hicieron a pie los veinte kilómetros y, al regresar, los atrapó una feroz tormenta de nieve. Se perdieron en la noche y estaban agotados. El hermano, caído, ya no podía dar un paso, con las piernas congeladas. Marcelino le propuso que rezaran un “Acordaos” a la Virgen María y, al concluirlo, vieron la luz de un farol, ya que estaban a pocos metros de una casa. Todos los chicos de los colegios maristas oyen hablar del “Acordaos” en la nieve, como elemento clave del relato fundacional. Por un lado, percibimos la confianza en la Providencia que infundía Marcelino. Por otro, el espíritu de compañerismo, ya que Estanislao sintió que el fundador no lo abandonaba.
El movimiento marista, integrado por varias ramas, entre ellas la de Padres y la de Hermanos, no se redujo a la región de Lyon. Se expandió pronto por toda Francia y partieron misioneros hacia Oceanía. Marcelino se ofreció, pero su misión principal estaba en formar a los jóvenes misioneros. En una ocasión dijo: “Un hermano es un hombre para quien el mundo no es suficientemente grande”.
Cuando nació, la Revolución Francesa conmovió a la sociedad. Cuando murió, a los 51 años, estaba surgiendo otra sociedad y otra Iglesia. Como escribió el hermano Seán Sammon, anterior superior general, Marcelino “llevaba dentro de sí la grandeza y las limitaciones de la gente de su generación”. La primera les permitió a sus hijos superar las limitaciones. La educación fue la base de su proyecto, pero no quedaron limitados a ella.
Maristas musulmanes
Un ejemplo de la actitud de vanguardia lo encontramos hoy en la ciudad de Alepo, Siria, devastada por la guerra. Allí trabaja un pequeño grupo de hermanos maristas, ayudando a los heridos y huérfanos, a todos los que sufren. Llevan un guardapolvo o delantal azul, en memoria del uniforme original de la congregación. Se les han unido otros, hombres y mujeres, solteros y casados, todos con el delantal azul, por lo cual se los denomina “los maristas azules”. Y ya cuentan con mártires bajo un fuego generalizado.
Otro ejemplo lo descubrimos en Camboya, Asia, donde poseen algunos colegios. Los alumnos pertenecen a diversas religiones, con el uno por ciento de cristianos. Los hermanos se dedican a educarlos, no a “convertirlos”. Esto no les impide hablar con alegría de su fe en Jesús, cuando alguno manifiesta interés. Los ayudan a todos a vivir su propia fe. Incluso forman a los catequistas de esas religiones, lo que en la Argentina resultaría algo extraño. Los alumnos se sienten identificados con el estilo de vida marista, con su actitud de servicio y fraternidad. Dado que no son sacerdotes, no los ven como representantes jerárquicos de la Iglesia. Perciben en ellos un humanismo común a todas las religiones. Se habla así, en aquel país, de maristas hindúes, budistas, musulmanes. Nadie entremezcla las religiones. Simplemente descubren, gracias a los hermanos, que todos pertenecemos a una misma familia humana, la familia de los hijos de Dios. La pregunta inicial, sobre una supuesta situación de inferioridad por no ser sacerdotes, encuentra aquí una respuesta original.
El autor es Profesor en la Facultad de Teología de San Miguel