Desde un punto de vista socio-económico, el emergente de Donald Trump es, para algunas visiones, una consecuencia de determinados efectos de la organización económica global, auspiciada por los propios Estados Unidos desde los ’80. La globalización se fue consolidando con la desregulación financiera de Reagan y cuando Clinton globalizó el capitalismo financiero y expandió el crédito mundial. En consecuencia, creció la inversión extranjera directa a medida que el proceso se expandía: un boom de comercio global.
Las multinacionales norteamericanas y europeas invirtieron en China y Asia Pacífico, en menor medida en México, aprovechando los bajos costos laborales y las regulaciones flexibles. De este modo, comenzaron a “exportar” empleo y descartar inversiones dentro de sus países de origen, al dejar de producir internamente.
El proceso entró en crisis en 2008 con las hipotecas impagas, y sus efectos se extendieron a la economía mundial hasta hoy, con la ralentización del alto crecimiento de China y otros países de Asia. El presidente Obama heredó esta crisis, y tuvo que realizar un ajuste fiscal de proporciones, con grandes recortes en armamento y presencia global, infraestructura y cierre de escuelas públicas, por citar algunos ejemplos.
En 2016 el panorama en el Midwest y el cinturón industrial norteamericano mostraba una realidad distinta a la de las dos costas, más intensivas en servicios de alto y bajo salario. El ajuste fiscal y la profundización de la apertura hacia la firma de nuevos tratados de libre comercio, como el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés) con países de Asia y América, eran dos señales inequívocas del Partido Demócrata. El desempleo inferior al 5% era poco valorado, pues incluía alto empleo de baja calificación y bajo salario en los servicios para la ex clase media industrial. Detroit, por ejemplo, perdió el 65% de su población en los últimos cuarenta años y entró en default en 2013, dejando de ser un símbolo de la inversión automotriz, repartida por el resto del mundo. La inequidad es otro dato: la participación del decil más rico en el ingreso nacional creció de 35% en la década de 1970 a 45-50% en la de 2010.
Una candidata demócrata identificada con las reformas de los ’90 –incluido su apellido, que también llevaron a esta situación, era parte del riesgo. También un presidente saliente, apoyando una mayor integración global. Enfrente, las promesas de lo nuevo, que siempre seducen.
El slogan “Make America great again” de Trump significaba mayor proteccionismo, mayor inversión local, menos capitales de empresas americanas en el exterior, crecimiento del empleo en la construcción –vía promesa de plan de infraestructura y reemplazo de inversiones en el exterior por inversiones en el propio país–, y una recuperación del orgullo nacional, en detrimento de la inserción global. Estas medidas implicarían aumento del déficit fiscal para financiar la obra pública, con mayor empleo y mejor salario, y la reactivación de inversiones industriales con salarios más altos que los pagados por los servicios no calificados. Propuesta ideal para las dos regiones señaladas precedentemente, y para tantos trabajadores blancos postergados en todo el país.
Con todo, Trump presidente amenaza, entre líneas, con cambiar el orden global: no se sabe si desde Bretton Woods o desde la desregulación de los ’80. Esto puede tener efectos económicos globales relevantes. A mayor déficit fiscal cabe esperar una política monetaria más contractiva de la Fed. Si suben mucho más las tasas –el diferencial ya es elevado–, los capitales volverán a los Estados Unidos, a financiar su crecimiento interno, y saldrán del resto del mundo. El comercio mundial se enfriaría. Con ello, las exportaciones chinas a todo el mundo caerían, y la sobreproducción de ese país se potenciaría, quedando a las puertas de una crisis económica.
La grieta social
El disenso intemperante, sectario, violento señala casi desde el principio de su historia uno de los rasgos fuertes de los Estados Unidos. La violencia, explícitamente amparada en la Segunda Enmienda constitucional que habilita a los ciudadanos a portar armas, es una terrible carga cotidiana que pesa sobre toda la sociedad. El país de Madison, Jefferson y los padres fundadores es también el del KKK, el fundamentalismo religioso, los Unabombers, las matanzas en masa, el integrismo creacionista, la xenofobia y los racismos más violentos. Se advierte, en una generalización injusta, los polos opuestos de la cultura abierta de las costas y el insularismo cerrado del país profundo.
La pregunta inquietante se refiere a lo que pueda pasar cuando en un pueblo de estas características, donde las grietas sociales han sido muy pronunciadas a lo largo de su historia, su Presidente, en lugar de oficiar como moderador –tal como hicieron la mayoría de sus predecesores–, es el líder de los fanáticos, el fogonero de los enfrentamientos. Un sujeto que desde su investidura no cesa en sus invectivas contra jueces, periodistas, refugiados y diversas minorías; con evidentes carencias éticas y probables desequilibrios emocionales, plantea un escenario de riesgo histórico cierto cuando impulsa el antagonismo descalificador casi como única forma de referirse al que piensa distinto.
Tan profundo es el quiebre social producido por Trump que, como llamaradas, surgieron insólitas reacciones antidemocráticas. Aparecen en las multitudinarias manifestaciones de la oposición consignas como: “Trump no es mi presidente” y “No aceptamos al presidente electo”; en la prensa, artículos que anticipan una primavera estadounidense, diversos métodos para terminar con el mandato antes del 2020 y sobre cómo ejercer una resistencia activa; mientras renacen también las (utópicas) expectativas secesionistas de California con el movimiento Calexit. Cuando asumió Nixon, ochenta legisladores demócratas boicotearon el acto no presentándose como queja por la guerra de Vietnam. En el caso de Trump, fueron setenta los que no lo hicieron, pero esta vez porque no estaban de acuerdo con el Presidente electo. La diferencia de causas no es sutil. Uno de ellos, John Lewis, con tres décadas en el cargo, expresó que Trump no es un “Presidente legítimo”.
También en el frente político interno, habrá que esperar la reacción del Partido Republicano y la definitiva conformación del Gabinete presidencial, donde siempre hay algunos funcionarios con más influencia que otros. Temas como el cambio climático o la educación ya han creado tensiones en el país del norte.
Primeras reacciones en la Argentina
Ciertamente América latina rara vez integró las prioridades de las administraciones norteamericanas y la actual no es la excepción. Por ejemplo, Trump todavía no expresó un curso de acción concreto sobre Cuba, más allá de lo que permitirían imaginar las declaraciones de la campaña electoral y sus expresiones sobre Fidel Castro tras su fallecimiento.
En este contexto, la solidaridad con México ya expresada por el presidente Mauricio Macri consolida la relación de la Argentina con un país importante de la región y con la región misma.
Mientras tanto, la Cancillería, que incorporó en la actual gestión un grupo de funcionarios de carrera dedicados al policy planning, debería continuar imaginando posibles escenarios. Por ejemplo, la búsqueda de mercados alternativos a partir de un Mercosur fortalecido –teniendo en cuenta lo que pudiera suceder con la política comercial exterior de los Estados Unidos– debería continuar como prioridad de la agenda. El reciente llamado telefónico de Trump a a Macri y la invitación a la casa Blanca no sólo envía una importante señal de confianza al Gobierno argentino sino que reconoce un dato de la realidad: la mayor estabilidad política de nuestro país en el ámbito sudamericano.
El peligro de la guerra
Conviene destacar las primeras reacciones ante los dichos y las decisiones iniciales de Trump, y sus posibles consecuencias en el escenario internacional. Lo importante y definitorio es que tales percepciones son mucho más alarmantes que las reacciones parciales, tal como la construcción del muro en la frontera con México, el abandono de la alianza del Pacífico, la pretensión de rechazar el ingreso de extranjeros provenientes de algunos países, y el maltrato desconsiderado a algunos líderes de aliados como México y Australia.
La gravedad de la alarma es porque se ha introducido nuevamente, luego de una ausencia prolongada, la cuestión liminar, la más importante de todas: la guerra. No guerras locales, por más graves que fueren, sino una guerra que puede llegar a ser mundial. No habría que dejar caer en saco roto algunas advertencias, por ejemplo, la de Gorbachov o la de medios oficiales de información chinos. Tampoco las de analistas tenidos en cuenta en los Estados Unidos y en Europa. Resulta gravísimo que se haya perdido la memoria de lo que fue la guerra fría y el terror nuclear.
Si el presidente Trump lleva al mundo a un peligro claro y actual será responsabilidad de quienes no admiten la posibilidad de semejante salto al vacío, es decir, no atinar a evitar a tiempo la confrontación. Hoy, a partir de la presencia en la Casa Blanca del presidente Trump, ese peligro parece más evidente que hasta hace sólo pocos meses. Se trata del regreso de un conflicto de verdaderos gigantes (Rusia, China, Japón, los países de la OTAN), no de naciones que, aunque grandes y difíciles (Irán, Corea del Norte), no serían capaces, por ellas mismas, de desencadenar un choque global de proporciones inimaginables.
Los Estados Unidos, más que ninguna otra nación, precisamente por su descomunal envergadura militar, no pueden ni deben rehuir la responsabilidad que conlleva su portentoso poder. Y la forma de hacerlo –política, diplomática, militar– es parte del contenido de esa responsabilidad ineludible. Un error de cálculo, que puede ser de palabras, o de hechos no percibidos a tiempo, podría llevar a situaciones de casi imposible control.
La historia es maestra en ejemplos de esta naturaleza. Los numerosos libros publicados en los últimos años, cuando se conmemoraron el centenario de la primera guerra mundial y nuevos aniversarios de la segunda, eximen de mayores comentarios. A ello debe sumarse el peligro que implica no tener ya presentes, transcurridos apenas pocos años, las varias crisis que llegaron al borde de una catástrofe (Berlín, Corea, Cuba, Vietnam).
La prudencia obliga a recordar que el primer Roosevelt presidente de los Estados Unidos (Teodoro, no Franklin), a inicios del siglo XX, sugirió: “Hablar amablemente y tener un gran garrote” (Speak softly, but carry a big stick). Trump, que por cierto lleva consigo más que un gran “garrote”, ni siquiera habla con suavidad. Y los Estados Unidos, que son, o debieran ser, líder de Occidente, no pueden darse el lujo de ponerse a casi todo el mundo en contra. No se trata sólo de moderar palabras, acciones, estilos sino sobre todo de superar el inmediatismo y evaluar sus consecuencias en el mediano y largo plazo.
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Join discussionAmigos,
Es notable el flaco análisis del Concejo de Redacción a la situación Argentina frente a la realidad Trump. Esto ocurre porque hay verdades que es mejor no decirlas. Son verdades sustanciales, ideológicas; verdades políticamente insoportables.
Mauricio fue el candidato de los poderes reales, devenido a presidente democrático, Trump no. Se presenta como el candidato opuesto del establishmen, e intenta legitimar su presidencia enfrentando a una resistencia activa y poderosa.
Mauricio es “apertura al mundo” e inserción en el “mundo global”, Trump es todo lo contrario: proteccionista y cerrado a los tratados de libre comercio que Mauricio pretendía cautivar.
Digamos que Mauricio queda pedaleando en el vacío, con la urgente necesidad de posicionarse políticamente e ideológicamente.
Ciertamente que la solidaridad de Macri con México no es un “apoyo” explícito de Argentina, en contra de Tump.
Es muy probable que Mauricio, y el “poder real” argentino, repitan la historia de “relaciones carnales” con un “God blizziu, mister presiden”. Ahora sin tonada riojana.