Por primera vez desde el cambio de gobierno se realiza el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Aunque con el mismo equipo de años anteriores, y por fortuna con la fundamental presencia de su director, José Antonio Martínez Suárez, el evento sigue su senda, conformando la identidad propia del gran encuentro señero de la Argentina.
En tal sentido, el presidente del INCAA, Alejandro Cacetta, y el propio Martínez Suárez indicaron que la búsqueda estará en línea con el cine latinoamericano, intentando que Mar del Plata sea su gran vidriera, y abriendo la posibilidad de establecer coproducciones (quizás gracias a la cercanía del mercado del cine Ventana Sur, realizado en Buenos Aires inmediatamente luego junto al Marché du Film de Cannes). De esto puede desprenderse que la película elegida para la apertura del Festival haya sido Neruda, del chileno Pablo Larraín. Otro punto destacado en la conferencia de prensa fue la profusa cantidad de libros que se presentaron, entre los que destacamos Los caminos de Alfredo Alcón, de Mario Gallina; y Arendt, Von Trotta y la banalidad del mal, de Agustín Neifert. Obras profundas, de notable rigor documental y sabio análisis. Se sabe, nunca es fácil publicar un libro, y quizás desde Miramar o Bahía Blanca, que es de donde son los autores, lo sea aún menos.
Pero no es tarea de esta breve reseña dar cuenta de la organización, de los aciertos o falencias, sino destacar que llegaron buenas películas, muchas de la mano de grandes nombres: Olga, del ruso Andrei Konchalovsky (que el lector recordará por la potente Siberiada), con el deseo y la perversión en tiempos del nazismo –fulgurante título de la competencia internacional–; Kékszakállú y una singular memoria de viaje en la costa uruguaya, donde Gastón Solnicki (Süden) toma como punto de partida la ópera El castillo de Barbazul, compuesta por Béla Bártok en 1918; El ejercicio de la memoria, de la paraguaya Paz Encina (Hamaca paraguaya), y su relato sobre Agustín Goiburú, tenaz opositor al dictador Stroessner. También Austerlitz, la potente mirada del bielorruso Sergei Loznitsa a los usos y costumbres de los turistas que visitan el antiguo campo de concentración nazi de Sachsenhausen; la fantástica curiosidad de Los 4 golpes, corto así titulado por el mismo François Truffaut en su visita a Mar del Plata, donde lo rodó; y particularmente –en una crónica limitada para tamaña cantidad de títulos– Paterson, la última indispensable gema poética del genial
. Paterson es un chofer de una línea de colectivos de la ciudad del mismo nombre. A diferencia de los colectivos porteños, o de los personajes del cine posmoderno, es amable, feliz con su trabajo, escribe poesía en sus tiempo libre y pasea al perro por las noches. ¿Parece poco? Jarmusch consigue la sensibilidad de lo simple. “El rigor de la belleza es la búsqueda”: así comienza Paterson, el libro del poeta norteamericano William Carlos Williams, y esa búsqueda puede ser por el mismo camino aunque, como descubrimos con notable belleza, siempre el tránsito es otro.