Leonard Cohen murió con la misma discreción con la que cuidó su vida más allá de los escenarios. El poeta que le cantó al amor y al misterio fue uno de los íconos de la cultura canadiense y, seguramente, junto a Bob Dylan –polémico reciente premio Nobel de Literatura–, una de las más vigorosas influencias en el cruce con el cual el rock se amalgamó con la literatura.
A diferencia del autor de Like a Rolling Stone, el premio Príncipe de Asturias otorgado al canadiense fue celebrado en todo el mundo, tal como sus sentidas y bellas palabras de agradecimiento: “Solamente cuando leí, aunque traducidas, las obras de Federico García Lorca, comprendí que tenía una voz. No es que haya copiado su voz, yo no me atrevería a hacer eso. Pero me dio permiso para encontrar una voz, para ubicar una voz, es decir, para ubicar el yo, un yo que no está del todo terminado, que lucha por su propia existencia”. Una existencia que pasó a otro plano el 7 de octubre pasado, pero su familia esperó tres días para hacer pública la noticia. No habría fotógrafos, empujones ni llantos frente al sepelio. Cohen murió como vivió, en comunión con el espíritu y en la búsqueda del misterio. Seguramente esa influencia se hizo mucho más intensa en 1994, cuando dejó la música para abrazar el budismo en un monasterio californiano.
Nacido en 1934, en el seno de una familia judía dedicada al comercio textil, nunca renunció al judaísmo pero tampoco dejó de señalar la enorme importancia que Jesucristo había tenido en su formación de mano de su niñera irlandesa y católica (El arzobispo de Brisbane, Mark Coleridge, consideró que “Cohen fue profundamente judío y por lo tanto bíblico, y una de las voces de la era, muy antigua y siempre nueva”). Esa tranquilidad espiritual lo ayudó en el tránsito por el alcohol, el sexo y las drogas, que eran cotidianos en la escena musical de la cultura pop a fines de los ’60, y que incluso se trasluce en un tema como “Sisters of Mercy” de su primer disco Songs of Leonard Cohen: “He estado donde tu cuelgas/ Creo que puedo ver cómo estás clavado / Cuando no te sientes santo / Tu soledad te dice que has pecado”. El camino al reconocimiento fue arduo y tardío: había escrito dos novelas –la primera titulada El juego favorito (1963)–, y cuatro libros de poemas desde Comparemos mitologías (1956), donde indaga el conflicto entre sexualidad y religión. Pero sólo de la mano de la música consiguió ser reconocido, aunque primero en Europa y luego en países de lengua inglesa como Inglaterra o los Estados Unidos. Su carrera fue extensa, con canciones inolvidables (“So long”, “Marianne”, “Hallelujah”, “Suzanne”, “I’m your man”, “Everybody knows”, “Closing time”, por citar algunas), y en su último disco, You want it darker, publicado hace sólo dos meses, había profundizado su reflexión sobre la muerte. Voz insospechada, la del primer ministro canadiense Justin Trudeau: “La música de ningún otro artista sonaba o se sentía como la de Leonard Cohen. Así, su trabajo resonó a través de las generaciones. Canadá y el mundo lo extrañarán”. Quizás sea una síntesis lograda para despedir al narrador de lo bello.