“Un gobierno no debe movilizar un ejército por ira
y los jefes militares no deben provocar la guerra por cólera”
Sun Tzu – Circa 544-496 aC
Pareciera que revisitar a Von Clausewitz en los actuales hechos bélicos en Medio Oriente causados por la irrupción del Estado Islámico (EI) y otras formas de violencia, como los actos terroristas en diversas partes del mundo (que incluyen algunos países occidentales pero se extienden, y con mayor violencia, en Pakistán, Turquía, Irak y otros países africanos y asiáticos) sería un ejercicio intelectual anacrónico. Pese a que la influencia del texto seminal de Claus Von Clausewitz De la guerra (Vom Kriege, 1831) fue enorme en el siglo XX, pareciera que ciertas mutaciones del “conflicto violento organizado”, como podríamos llamar a la guerra, en el siglo XXI han contribuido, si no es a su obsolescencia, tal vez a una merma significativa de su influencia.
Sin embargo, indagaremos la pertinencia de dicha visita. En principio, Clausewitz mismo negaría la posibilidad de crear una “teoría de la guerra” de validez universal y ahistórica (como muchos de sus colegas de época intentaron, influidos por las teorías positivistas y racionalistas del momento) que no responda a las realidades sociales, tecnológicas, políticas e incluso psicológicas de un momento dado. La derrota de Prusia en 1806 frente a las fuerzas de Napoleón confirmó a Clausewitz que la guerra no podía ser considerada aisladamente como un acto puramente bélico. Si bien concibió el concepto de “guerra absoluta” en la que ésta demandaba la más vasta movilización de recursos y su explotación enérgica en el ejercicio de la violencia extrema, se trata de una abstracción para unificar conceptualmente el fenómeno de la acción militar. La realidad, para él, distaba de la abstracción absoluta. Pero valía la pena indagar críticamente sobre esa distancia.
Sobre la guerra y el Estado Islámico
En este contexto, ¿en qué tipo de guerra podríamos enmarcar el accionar del EI?
Según Clausewitz, la guerra tiene una naturaleza dual en la que los objetivos pueden ser derrotar totalmente al enemigo (es decir, destruirlo como organismo político o forzarlo a aceptar cualquier tipo de condiciones) o, alternativamente, obtener objetivos indirectos, como adquirir territorios, mantener los conquistados o negociar la paz en mejores condiciones.
Podríamos ver el surgimiento de Estado Islámico como la continuación de la larga e irresuelta saga que prosiguió a la caída del Imperio Otomano a fin de la primera guerra mundial y su competencia con Persia (hoy Irán) por la influencia en Medio Oriente. El Imperio Otomano era un Estado multiétnico y estaba gobernado por la dinastía osmanlí. Las tensiones originales en el desmembramiento del Imperio (que si bien era multiconfesional, su titular ostentaba, entre otros, el título de califa, cargo de sucesor y delegado del profeta Mahoma), entre secularismo e integrismo, quedaron cristalizadas en dos tendencias identitarias: el panarabismo y el panislamismo. El panarabismo de carácter tercermundista y secular, cuyo objetivo era la unión de los países de idioma árabe, fue muy influyente a mediados del siglo pasado debido al liderazgo del gobernante egipcio Gamal Abdel Nasser. El panarabismo puede considerarse una reacción a las fuerzas de la llamada “primera globalización” de principios del siglo XX y las consecuencias de las guerras mundiales que implicaron la intervención europea en la región (mediante la colonización directa o a través de gobiernos títeres). El panislamismo, en cambio, intentaría unir políticamente a todos los practicantes del Islam, aún de sus diversas facciones (chiíta o sunita y sus derivados), etnias o lenguas. Estado Islámico pertenece a esta última tendencia, con la característica de que es un sub-grupo fundamentalista del Islam sunita llamado salafismo y por ello su “jihad” está orientada no sólo a los “infieles” (cristianos o grupos y naciones autodeclaradas seculares) sino a las otras corrientes del islamismo, a las que considera poco ortodoxas o directamente heréticas. Esta situación se refleja en las recientes tensiones entre el Irán chiíta y la Arabia Saudita suní por el acceso de fieles musulmanes iraníes a sitios sagrados en territorio saudí.
En este sentido, Estado Islámico exige para sí la doble condición de estatalidad y liderazgo religioso en la Umma (comunidad de creyentes del Islam independientemente de su nacionalidad, origen, sexo o condición social), característicos de todo integrismo. El reclamo de “estatalidad” implica necesariamente control territorial, y se ubica en un contexto de “guerra absoluta”, en especial porque Estado Islámico carece de base territorial propia. Nacido del control de territorios del noroeste de Iraq, se ha expandido en forma irregular por otros estados nacionales (Siria y Yemen), los cuales se empeñan en recuperar el domino y no aceptan la “territorialidad” adquirida por esta fuerza. A esto se debe la virulencia de las acciones bélicas y sus consecuencias en la población civil, principalmente en centros urbanos como Alepo.
Sin embargo, dada la heterogeneidad del “enemigo” enfrentado por Estado Islámico, sus diversos oponentes tienen también objetivos heterogéneos. Debería ser claro que no están en la misma posición los Estados cuyos territorios han sido ocupados y sus poblaciones agredidas –Siria, Iraq, etc.– de los que han recibido sólo ataques indirectos (como los países europeos o los Estados Unidos) a través de una radicalización de elementos vagamente islámicos y con apoyos logístico y de infraestructura minimalistas. Clausewitz conceptualizó estas acciones violentas de agentes “sub-estatales” que hoy llamaríamos guerra “no convencional” (la guerrilla, los ataques terroristas y sabotajes) como “pequeña guerra” (Kleiner Krieg), a las que dedicó obras menos conocidas, recientemente traducidas al inglés (1), y les otorgó una entidad meramente táctica.
¿Guerra de religión?
Para hablar de guerra de religión, y esto es una definición propia, la motivación religiosa de los oponentes debería ser central. Esto, ya de por sí, es muy difícil de identificar en estado puro ya que las guerras, como fenómenos político-sociales complejos, tienen múltiples motivaciones, principalmente las de los que las propician. En este caso, Estado Islámico declama activamente su carácter de Estado en “guerra de religión”. Sin embargo, debería analizarse cuáles son las posturas de, como dijimos, sus heterogéneos oponentes. No sería difícil afirmar que el involucramiento de la República Islámica de Irán (un Estado de fuerte influencia teocrática) responde a motivos religiosos, ya que su población de mayoría chiíta se siente amenazada por la agresiva posición del salafismo-suní que representa el Estado Islámico. No podría asegurarse lo mismo de las motivaciones de la República Árabe Siria, políticamente controlada por el dominante partido Baaz Árabe Socialista que, con alguna influencia del Islam, tiene fuertes características seculares y fue uno de los impulsores del panarabismo. En el caso de los ataques a países europeos o a los Estados Unidos, la reafirmación de su laicismo e independencia de la religión (otrora mayoritariamente cristiana) torna aún más compleja la definición. Evidentemente, la agresión a países occidentales responde a un entramado de causas. Entre las históricas, el apoyo, por momentos incondicional, de los Estados Unidos y Europa a la creación del Estado de Israel y sus sucesivas acciones controversiales, fue siempre interpretado como una afronta tanto por los países árabes como por el Islam (lo que constituye una de las principales fuentes ideológicas tanto del panarabismo como del panislamismo). Las intervenciones coloniales y neocoloniales occidentales también son heridas abiertas causantes de continuos reclamos. La incursión militar de la coalición asociada de los Estados Unidos en Afganistán e Iraq es fuente de continuos reproches, tanto por lo injustificado de la intervención (especialmente en Iraq, donde las causas de la invasión fueron patentemente falsas) como por el elevado costo en vidas civiles y sus efectos desestabilizadores. La continua intervención de las potencias occidentales, tanto por ataques aéreos, financiación, asesoramiento y entrenamiento de grupos insurgentes, también da lugar a toda tipo de ofensas, resentimientos y acusaciones, que Estado Islámico incorpora como afrentas a redimir.
La (segunda) globalización y sus descontentos (religiosos)
Indubablemente los efectos de la llamada segunda globalización y su intensificación de tráfico de mercancías, capitales, símbolos y personas ha tenido un impacto gravitante en el mundo, y quienes viven bajo la influencia del Islam no son la excepción. Si bien existen porciones considerables de población de los países emergentes que se ven beneficiados, sus importantes dislocaciones, la creciente desigualdad y sus efectos en las culturas locales pueden generar situaciones de marginación, inseguridad, identidades desafiadas y reformulación de jerarquías que no siempre son aceptadas pacíficamente. Gilles Kepel destaca el carácter fundamental de la búsqueda de identidad: “La reislamización ‘desde abajo’ es, en primer lugar y sobre todo, un modo de reconstruir una identidad en un mundo que ha perdido su significado y se ha convertido en amorfo y alienante”(2) .
Como señalara Huntington, “Muchos musulmanes… insisten en las diferencias entre su civilización y la occidental, en la superioridad de su cultura y la necesidad de mantener la integridad de dicha cultura contra el violento ataque occidental. Los musulmanes temen y se indignan ante el poder occidental y la amenaza que supone para su sociedad y sus creencias. Consideran la cultura occidental materialista, corrupta, decadente e inmoral. También la juzgan seductora, y por ello insisten más aún en la necesidad de resistir a su fuerza de sugestión sobre la forma de vida musulmana. Cada vez más, los musulmanes atacan a Occidente, no porque sea adepto de una religión imperfecta y errónea (pese a todo, es una ‘religión del libro’), sino porque no adhiere a ninguna religión en absoluto. A los ojos musulmanes, el laicismo, la irreligiosidad y, por lo tanto, la inmoralidad occidentales son males peores que el cristianismo occidental que los produjo” (3). Esto se ratifica por los escenarios del terrorismo fundamentalista. Si se repasan los hechos, salvo el lamentable asesinato del padre Jacques Hamel, en Francia, los objetivos de ataques terroristas (excepto en Medio Oriente) han sido símbolos del laicismo occidental y su poder más que de la religión cristiana: el ataque en Niza en el aniversario de la Revolución Francesa, los atentados en discos, conciertos de rock, estadios y bares nocturnos, todos exponentes de la cultura laica de Occidente. Por ello, deberíamos tomar con cautela la permanente y desafiante invocación a “los cruzados” que realiza Estado Islámico. Pareciera ser no más que una provocación, con claros anclajes en el inconsciente colectivo musulmán, que puede servir como catalizador para la unificación y cohesión islámica bajo su liderazgo contra ese “otro” que, por razones de violencia histórica y diferenciación identitaria, representa Occidente.
NOTAS
1. Clausewitzon Small War. Christopher Daase and James W. Davis (eds). Oxford UniversityPress. 2015.
2. Gilles Kepel citado enHuntington, Samuel P. “El choque de las civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial.” 1ª ed. 4 ª reimp.- Buenos Aires : Paidós, 2001
3. Huntington, Samuel P. (Op. citada)
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