La Zaranda y Marilú Marini prestigian la escena local

Comentarios a El grito en el cielo (La Zaranda. Teatro Nacional Cervantes) y  Todas las canciones de amor (de Santiago Loza. Complejo La Plaza).

Tanto el grupo andaluz La Zaranda como Marilú Marini –actriz argentina radicada en París– le deparan regularmente al público porteño la oportunidad de reencontrarse con nuevas muestras de su talento. Como es ya costumbre desde 1993, La Zaranda –que cumple 38 años de trayectoria– recaló en Buenos Aires a mediados de agosto para exhibir, esta vez en el Teatro Nacional Cervantes, su ultimo trabajo, que ciertamente confirma el principio que anima a la compañía: el teatro es el más humano de los gestos divinos y un acto de fe. Buscar y expresar la verdad de cada uno, reivindicar el valor de los sueños y de la libertad interior en la búsqueda de lo absoluto son las metas que se proponen los miembros de este elenco al gestar cada una de sus propuestas. El grito en el cielo se inició con ensayos públicos en la Bienal de Venecia de 2014 y se articula con la obra anterior –El régimen del pienso– como una punzante crítica a un mundo deshumanizado y sin trascendencia donde la muerte despojada de su misterio se convierte en mera defunción estadística.
Nuevamente es Eusebio Calonge el responsable del texto y la iluminación y Paco de la Zaranda –Francisco Sánchez en rigor– asume el tripe rol de director y responsable del espacio escénico, además de ser parte del elenco tradicional –Gaspar Campuzano y Enrique Bustos–, al que esta vez se sumaron Celia Bermejo y Iosune Onraita. La mirada deformante de esta propuesta se centra en un geriátrico aséptico donde las vidas de los recluidos se reducen a rutinarias sesiones de tratamientos varios y terapias alternativas, como las artísticas, para sobrellevar la espera del deceso médicamente certificado. Frente a la alienación impuesta por un orden familiar y un sistema institucional seudoprotectores, los internados se resisten con un plan de fuga hacia la libertad perdida, para desplegar la posibilidad de soñar.
La alegoría que propone La Zaranda en sus descarnados textos es, sin embargo, siempre esperanzadora, porque el misterio anida en la oscuridad y sus personajes siempre se animan a desafiarla; de allí los versos de Federico García Lorca elegidos como uno de los epígrafes en el programa de mano: “Luchando bajo el peso de la sombra,/ un manantial cantaba./Yo me acerqué para escuchar su canto,/ pero mi corazón no entiende nada.”
Un escenario casi desnudo evidencia el propósito del director de “decir más con menos” y en él cobran vida múltiple cinco estructuras metálicas que, como es ya característico en este grupo, se transforman en camas, camillas, jaulas, roperos, conductos o andamios. La iluminación, el sonido y la música se suman para subrayar o contrastar las situaciones dramáticas que construyen los diálogos poco profusos, hechos de silencios, gritos, juegos de palabras, repeticiones y frases hechas. Finalmente, es la gran expresividad del elenco la que permite sumar la gestualidad y el movimiento escénico, de diseño coreográfico por momentos, para plasmar un teatro de imágenes que subyugan al servicio de un texto que conmueve.
mariniA diferencia de la escasa difusión que tuvo ésta como el resto de las visitas bianuales de La Zaranda, el nuevo espectáculo protagónico de la prestigiosa Marilú Marini –en cartel hasta mediados de noviembre– ocupa amplio espacio en los medios, poniendo así de relieve penosamente los distintos modos de gestionar los eventos culturales por parte del Estado y los privados.
No sólo es un texto de autor argentino –Santiago Loza– el que convoca a Marilú Marini a la escena sino que además se gestó con la participación del director –el experimentado Alejandro Tantanian– y la complicidad de la propia actriz, admirada por ambos. Lo que nos proponen los tres es un viaje –“sencillo y misterioso”, en opinión del autor– por los meandros de los pensamientos de una madre que espera el reencuentro con el hijo, que regresa con su pareja homosexual y de color, después de tres años de alejamiento.
Mediante un monólogo de poco más de una hora, en el que se insertan las cinco canciones a las que alude el título, una mujer –compendio de tantas– desanda su pasado reciente y lejano, a la vez que anticipa las posibles derivaciones de la esperada y temida visita. Este buceo introspectivo que realiza la protagonista, y en el que se alternan abruptamente pasajes de humor con otros de tenso dramatismo, le permiten reconocerse y aceptarse desde sus miedos y sus frustraciones pero también desde sus deseos y afectos. Es en esa aceptación amorosa de sí misma y del otro que la protagonista encuentra su felicidad; de allí que el espectáculo se cierre con la canción “Te quiero”, de José Luis Perales, cantada al unísono por ella y el hijo, personaje silente –a excepción de las canciones que entona– porque corporiza las ensoñaciones y pensamientos de la madre.
El espacio escénico, diseñado por Oria Puppo al igual que el vestuario, se construye sintética y simbólicamente: un mismo dibujo une al empapelado con el tapizado de las sillas y el vestido de la protagonista, sugiriendo la uniformidad impuesta por la costumbre y la voz propia silenciada. La iluminación y los efectos sonoros obtenidos del piano por el director musical Diego Penelas, refuerzan la atmósfera que Marilú Marini genera por sí misma mediante el expresivo manejo de los silencios y de la modulación su voz –cambios de tono, de ritmo y de timbre– y la gestualidad de su cuerpo, especialmente la cara y las manos. Ignacio Monna canta entonadamente la selección de canciones que lo unen a la madre. En rigor, el “milagro de comunión” que es el teatro, como bien dice Tantanian, comienza y termina con Marilú Marini recreando el personaje de Loza, con un texto que fluye sin alcanzar excesivas honduras pero con un estilo que oscila entre lo poético y un hiperrealismo minuciosamente descriptivo que sólo una grande de la escena como ella puede sostener.

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