La noticia sobre una declaración conjunta de los vicecancilleres argentino y británico en la que se refirieron, entre otros temas, a las Islas Malvinas, despertó fuertes críticas en todo el espectro político, y un pedido de explicaciones a la Cancillería por parte del Congreso, incluso de aliados del gobierno.
Hasta el presidente provisional del Senado se sintió impulsado a expresar públicamente su rechazo a visitar las Islas ante la idea de que los ingleses sellen su pasaporte en territorio nacional. Ni siquiera la afirmación categórica del presidente de la Nación en el sentido de que el reclamo argentino por la soberanía en ese territorio es “permanente y no negociable” logró menguar la retahíla de profesiones de indignación patriótica que se sucedieron durante días en los medios.
No nos interesa aquí entrar en el debate sobre la oportunidad o los alcances de dicha declaración. Pero no puede dejar de asombrar la rapidez con que, cada vez que se toca este tema, la pasión se impone sobre la reflexión serena y articulada; la ansiedad de resultados inmediatos sobre la paciencia estratégica; el principismo que sitúa la soberanía como primer tema de la agenda sobre la idea de la gradualidad que requiere la superación de prejuicios y heridas del pasado; y la reconstrucción de relaciones de mutua confianza, en primer lugar, con los habitantes de las Islas.
Es posible que estos elementos no hayan sido siquiera mencionados por ninguna de las personalidades políticas que intervinieron en esta controversia. Por supuesto que no correspondería reconocerle a esa exigua población el status de “pueblo”, propio de una nación independiente. Pero es claro que, de haberse tratado de islas completamente desiertas, la discusión se habría planteado exactamente en los mismos términos, un signo característico del dogmatismo, para el cual la menor concesión constituye una admisión de debilidad y una traición a la “Verdad”.
Esta misma exaltación dificulta la adecuada interpretación histórica de la Guerra de Malvinas, sin olvidar que muchos argentinos dejaron su vida invocando a la patria. En la visión prevaleciente, apenas si cuenta el hecho de que la guerra haya sido decidida por un gobierno de facto, ilegítimo, no en nombre sino en lugar del Pueblo Argentino, sin que mediara situación alguna de emergencia nacional que reclamara perentoriamente tan extrema medida, adoptada en el fondo por motivos que poco tenían que ver con el interés de la sociedad. Ninguna “plaza llena” es capaz de legitimar a posteriori este vicio de origen. Aquella invasión de las Islas debería ser en nuestra nación democrática un motivo de rechazo.
Sin embargo, no sólo no lo es, sino que se la enseña con frecuencia en la escuela como una “gesta heroica”, un acto al que asistía todo derecho, algo tan incuestionable como tomar “lo que es nuestro”. Parece haber un único problema: que de hecho fracasó. ¿Cómo no se cae en la cuenta de que con semejante enfoque se está trasmitiendo a las nuevas generaciones un mensaje confuso y peligroso? ¿Es tan difícil descubrir en esta sangrienta tragedia una oportunidad para enseñar la diferencia entre el verdadero amor a la patria y los extremos del nacionalismo?
Y además, para quienes somos católicos, supuestamente la mayor parte de los habitantes del país, debería contar el hecho de que en la enseñanza de la Iglesia sólo puede ser justa una guerra defensiva, que evidentemente no se aplica al caso que nos ocupa. ¿Cómo es posible que la Iglesia argentina, pastores y laicos en su conjunto, no sólo no lo haya entendido en su momento, sino que ni siquiera hoy parezca dispuesta a revisar críticamente lo sucedido?
Las Malvinas son el símbolo más persistente y emotivamente cargado del proyecto nacionalista que inspiró la educación argentina desde principios del siglo XX, una educación destinada fundamentalmente a formar “patriotas”, no ciudadanos; a inculcar valores “heroicos” y castrenses más que las virtudes de la vida civil y pacífica bajo la ley; a rumiar un amargo sentimiento de injusticia por todo lo que nuestros vecinos (y no sólo ellos) nos habían arrebatado arteramente.
Esta inspiración inicial, cooptada luego por diferentes gobiernos para fines puramente políticos, se prolonga de un modo u otro hasta hoy, y desemboca con frecuencia en lo que podríamos llamar un “nacionalismo predatorio”. Este sentimiento, que se nutre de la frustración colectiva, cobra vida cada vez que hay algo de lo cual apoderarse. Sólo una providencial intervención papal nos libró de la guerra con Chile por el Beagle. Tampoco podemos olvidar que con la aventura de Malvinas un gobierno altamente impopular se vio de la noche a la mañana aclamado por multitudes embriagadas de fervor. El mismo júbilo irresponsable y desafiante saludó el default del 2001. Y no fueron pocos los réditos (exclusivamente internos, por cierto) de rechazar con insolencia los fallos del tribunal elegido por nuestro mismo país en su pleito con los “buitres”, o de confrontar con los ingleses y los malvinenses en cada ocasión posible a lo largo de estos últimos años.
Como muestra la experiencia, en momentos como los mencionados, todo disenso se acalla y los rivales más encarnizados se encolumnan mansamente detrás de la “causa nacional”, una causa que, sospechosamente, coincide siempre con los intereses y las urgencias del gobierno de turno. Pero cuando el atractivo de la “presa” ya no está presente, este nacionalismo se desvanece como la niebla matinal, y deja al descubierto un país desgarrado por la lucha entre corporaciones interesadas sólo en su propio bien particular e indiferentes a las exigencias del bien común. Quizás bajo esta luz podría explicarse mejor por qué nos cuesta tanto traducir nuestra repetida apelación a la Patria Grande de Latinoamérica en progresos concretos en la relación con nuestros vecinos.
La constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II dirige a todos esta exhortación: “Cultiven los ciudadanos con magnanimidad y lealtad el amor a la patria, pero sin estrechez de espíritu, de suerte que miren siempre al mismo tiempo por el bien de toda la familia humana, unida por toda clase de vínculos entre las razas, pueblos y naciones”. Tenemos que trabajar todos por una educación democrática que preserve a las nuevas generaciones del peligro de un nacionalismo visceral, ensimismado y desafiante, y que les inculque desde la infancia el verdadero patriotismo, el cual toma forma en una serie de virtudes cívicas que hacen a los ciudadanos capaces de respetarse entre sí y colaborar en la construcción de una sociedad justa y pacífica, segura de sí y a la vez abierta al mundo.
Felizmente, existe también en el país una tradición de patriotismo bien entendido que esporádicamente se hace sentir en la sociedad y en el manejo de las relaciones exteriores. Debe ser criticada en sus errores e inconsistencias, pero sobre todo debe ser valorada y promovida. La ansiada recuperación de las Malvinas y del lugar de nuestro país en el mundo no será obra del mero nacionalismo, sino del auténtico amor a la patria.
11 Readers Commented
Join discussionExcelente nota. Desnuda el infantilismo de un pueblo veleidoso y emotivo.
¿usted es japonés?¿De que pueblo es?
No, no, no. Ni patriotas ni nacionalistas.
Se pretende desviar la atención a lo que es el verdadero problema. Los dimes y diretes del presidente Mauricio Macri sobre el tema Malvinas muestran la punta del iceberg.
Es que tenemos un presidente obediente y poco rebelde. Además, no le gusta mandar. Le gusta ocupar el puesto de mando, pero no mandar; Mauricio Macri gusta sentarse en el sillón presidencial, pero no le gusta presidir. Gusta vivir del mando, lucirlo, vestirlo. Pero de mandón tiene poco.
Mauricio se complace en soñar un sueño de acción, que se disipa en palabras y más palabras. Este buen señor es, en el fondo, un figurón; y en rigor, inútil para resolver el tema Malvinas. Voluntarioso para soñar la acción, y se deja arrastrar de la seca a la meca por los sucesos eventuales.
En tanto, el pueblo se desmanda. Y se desmanda, porque hay que ver el espantoso vacío ideológico, que se pretende encubrir con tonterías rimbombante y retumbante de sus guiones.
¿Qué remedio? Aguantar
A Ustedes, señores editores,
No hay que avergonzarse de ser nacionalistas, o patriota.
Es bueno sentir la historia de la patria, y más aún, consentir el lazo de unión con los que nos han hecho argentinos (especialmente los que entregaron su vida por la Argentina). Porque Argentina es su historia, que es nuestra porque la hacemos nosotros.
Y si es históricamente inevitable luchar por Malvinas, se debe ir a ella. No por emoción catastrófica, ni mucho menos por exaltación callejera, sino porque debemos ser conscientes de nuestra responsabilidad histórica como argentinos.
Y les digo que reemplazar a un Sarmiento, o San Martín, o tantos otros, por un simpático animalito en los billetes de circulación en Argentina, es indicio de que Mauricio y equipo, no están muy conscientes de la historia Argentina.
No fue históricamente inevitable,los tiranos hicieron eso entes de cualquier estrategia para quedarse en el poder lea el informe rattembach
¿Cómo se habían llevado las relaciones hasta el gobierno de Illia?
Para poder descansar de las emociones que el conflicto Malvinas nos causa, es necesario leer. ¡Tantas guerras, han dejado en blanco y negro un canto al vencido¡
Quizás, leyendo, pudiera uno encontrar que el fin último de la guerra Malvinas es encontrar una verdadera nación, civil, hermana de Inglaterra y de todas. Hermandad, antes oculta por ensueños militaristas de un lado, y por un imperialismo comercialista, bárbaro, que ve al mundo como un mercado a conquistar.
Es la fatalidad: son los instintos primarios, elementales, del ser humano que buscan justificación.
Es un pueblo pacífico, pero difícil al yugo, que no huyó de la guerra porque no pudo sufrir la paz. Porque la paz se sufre.
Y es otro pueblo, el de presa, que necesita ensanchar mercados, o encontrar otros nuevos, a cañonazos. Un bárbaro, adulterado por la tecnología.
La paz se sufre. En ella, siempre hay alguna especie de guerra. Son las discordias, los conflictos de sendas libertades. Pequeña es la derrota, si se sabe sufrir la paz.
¿Cómo pretender que Mauricio no le esquive a la paz, cuando hay que sufrirla?
Más se sufre con la guerra el odio las heridas dellos dioses poder y dinero,la paz da alegría sobre todo la paz del amor ver a otras naciones hechas por Dios Papá hermanas nuestras no enemigas,la paz del amor de Dios de hacer la paz.Bienaventurados los que trabajan por la paz porque heredarán la Creación la tierra para gloria de Dios.
¿y en la guerra no se sufre?
Curiosísimo: se habla de las islas Malvinas y NI UNA SOLA VEZ APARECEN LAS PALABRAS «PETROLEO» O «PESCA»…. ni siquiera se mencionan los importantes intereses económicos, geopolíticos y militares que están en disputa.
El Editorial se limita a reiterar su visión sobre «los argentinos somos»…
En este caso apasionados, impacientes, emotivos, dogmáticos, exaltados, etc. etc. Estúpidos, bah.
Realmente desearía que Criterio revisara esta actitud de autodesprecio tan corrosiva y errónea.
genial acertado¿son la realidad objetiva e independiente Criterio? jaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa