Un largo duelo

Comentario de la película El limonero real. Argentina, 2016. Dirección: Gustavo Fontán Intérpretes: Germán de Silva, Patricia Sánchez, Rosendo Ruiz, Eva Bianco, Gastón Ceballos y Rocío Acosta. Duración: 77 minutos

La novela de Juan José Saer (Serodino, Santa Fe, 1937 – París, 2005) que da título a esta adaptación cinematográfica está dedicada al novelista paraguayo Augusto Roa Bastos, autor de Yo el supremo. Y comienza así: “Amanece y ya está con los ojos abiertos. Parece no escuchar el ladrido de los perros ni el canto agudo y largo de los gallos ni el de los pájaros reunidos en el paraíso del patio delantero que suena interminable y rico, ni a los perros de la casa, el Negro y el Chiquito, que recorren el patio inquietos, ronroneando excitados por el alba, respondiendo con ladridos secos a los llamados intermitentes de perros lejanos que viene desde la otra orilla del río”.
En la soledad de una isla de tupida vegetación en el Paraná, Wenceslao y su mujer cumplen en silencio con la liturgia de duelo del hijo, muerto hace casi seis años. Pero, ¿cuánto tiempo requiere poder superar la muerte de un hijo? Acaso toda la vida.
La narración abarca un día, desde el amanecer hasta la noche. Media una visita del protagonista a otra isla donde se encuentra para almorzar con algunos familiares y conocidos. Todo transcurre con sobriedad y escasas palabras, breves alegrías, ante el solemne río.
Esta maravillosa obra de Saer parecería imposible de filmar, tanta es su ajustada mesura y su sigilo. Sin embargo, Gustavo Fontán acierta con su película en el tono y el espíritu de la novela.
En efecto, como escribe Diego Batlle en La Nación: “Filmar una novela es de por sí un desafío para cualquier director, pero basarse en una de Juan José Saer y, más aún, en una de sus más complejas y radicales como El limonero real (1974) adquiere la categoría de hazaña. El guionista y realizador Gustavo Fontán sale más que airoso porque, por un lado, tiene talento y sensibilidad; y, por el otro, porque es inteligente como para no intentar imitar o traducir al genial escritor, sino simplemente respetar su espíritu, su esencia, para luego embarcarse (como lo hace el protagonista en su bote por el río Paraná) en un camino propio”.
En el film el protagonista parece ser el duelo mismo y esa condición impone un lenguaje y un ritmo narrativo, más cercano a la meditación y la parsimonia que a las palabras o la prisa. La naturaleza le ofrece a la película el marco perfecto. Una luz de esperanza –ante la sufrida muerte y la depresión de la madre– se vislumbra por un momento en un gesto, casi una esbozada sonrisa, de Wenceslao, dispuesto a cargar con el dolor y a seguir viviendo.
Recientemente Beatriz Sarlo publicó un libro titulado Zona Saer, un estudio-homenaje donde la ensayista dice que trató “de trasmitir la felicidad y el asombro que siempre sentí ante la literatura de Saer”. Además de ese original cruce que se da en el autor entre la fidelidad a su pago chico y una narrativa cercana al “nouveau roman” de Alain Robbe-Grillet, Sarlo señala la dimensión poética de su escritura.
Se trata de una película que exige, para ser apreciada, el previo conocimiento de Saer y de su moroso modo de narrar y su delicadeza para pintar los detalles.
El árbol que da título a la obra es presentado por Saer de la siguiente manera: “Está en el centro justo de la arboleda y el resto de los árboles parecen ir agrupándose en círculos concéntricos o en espiral a su alrededor: está tan cargado de flores blancas, cuyos pétalos más débiles han caído sobre la tierra alrededor del árbol formando un círculo blanco…”.
La novela repite más de una vez la frase “Amanece y ya está con los ojos abiertos”. Y así concluye.

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