Reseña de Sueños de trenes, de Denis Johnson (Buenos Aires, 2016, Random House).
Dada la imposibilidad de abarcar en pocas líneas la obra de un escritor tan emblemático y complejo, considerado uno de los grandes nombres de la literatura norteamericana, no intentaré definir a Denis Johnson, autor de esos delirantes cuentos que se titularon Hijo de Jesús, entre otros textos. Aquí me referiré a la última obra suya llegada hasta nuestras orillas: Sueños de trenes, una novela breve escrita con sobriedad, alguna pizca de humor y un final con chispas de realismo mágico.
A propósito de esta obra, señala con acierto el crítico Carlos Zanón en el suplemento “Babelia” del diario madrileño El País: “Es un mundo de hechos, no de interpretación de estos. Un mundo en el que los hombres no tratan de entender los hachazos de la vida, los accidentes, los comportamientos de sus semejantes. En el que las cosas pasan porque hay fuerzas superiores e incomprensibles como la naturaleza, la suerte”.
El protagonista se llama Robert Grainier, nacido –acaso en Canadá– en 1893 y muerto en 1968 en la región de Idaho, donde casi siempre había transcurrido su vida de leñador. Escribe Denis Johnson: “Grainier vivió más de ochenta años, hasta bien entrada la década de 1960. Durante su vida viajó en dirección oeste hasta quedarse a siete kilómetros de Pacífico, aunque jamás llegó a ver el océano, y en dirección este hasta la población de Libby, que ya estaba a sesenta kilómetros dentro de Montana. Tuvo una única amante –su mujer, Gladys–, fue propietario de media hectárea de tierra, dos yeguas y un carromato. Jamás se emborrachó. Jamás adquirió un arma de fuego ni habló por teléfono. Viajó habitualmente en tren, muchas veces en automóvil y una vez en avioneta. Durante la última década de su vida vio la televisión siempre que iba por el pueblo. Jamás averiguó quiénes eran sus padres y no dejó ningún heredero”.
Algunas circunstancias dolorosas van marcando la existencia de este hombre rudo y solitario: haber participado en el intento de linchar a un jornalero chino, la desaparición de su mujer y de su pequeña hija durante un feroz incendio en los bosques, tener que reconstruir de cero y con obstinación su cabaña, el remordimiento por no haber cumplido de joven con el encargo de un vagabundo en sus últimas horas, la muerte de un borracho atropellado por un tren. Otros episodios parecen iluminados por el trágico humor de Flannery O’Connor: cuando conoce al hombre más gordo del mundo, cuando viaja en avioneta y, sobre todo, cuando lleva malherido en su carro a alguien a quien le había disparado su propio perro.
Los soplos de realismo mágico se relacionan con las supersticiones indias y las leyendas del bosque: la niña-lobo y las imágenes alucinadas de su mujer entre sueños. Pero siempre dominan la narración los hechos: los árboles vengativos, la perra de conducta oscura, su cabra, sus caballos, sus gallinas. Lo sorprenden los cielos y la vegetación. Lo agobian la tierra quemada (“allí había habido un incendio más fuerte que Dios”), los fríos del invierno y los tempranas dolencias corporales (“ya había dejado atrás los treinta y cinco años y se acercaba a los cuarenta, y la verdad es que el bosque ya no se le daba bien”). El único libro que conoció fue la Biblia. Los trenes marcan una presencia constante en su vida.
Murió mientras dormía en su cabaña solitaria durante el otoño. Dos excursionistas encontraron el cuerpo en primavera. “Al día siguiente los dos regresaron con un médico, que extendió el certificado de defunción y, turnándose con una pala que encontraron apoyada en la cabaña, los tres cavaron un hoyo en el jardín, que es donde yace Robert Grainier”.