En 1762 el compositor germano-bohemio Christoph Willibald von Gluck, y el poeta y libretista italiano Raniero di Calzabigi prepararon una composición sobre el mito de Orfeo que tuvo estreno en Viena el 5 de octubre de ese año.
Abandonando los principios barrocos, Orfeo y Eurídice se integró a las denominadas “óperas de reforma” que introdujeron cambios conceptuales de naturaleza profunda con respecto al género lírico de su etapa precedente. Entre los preponderantes, se abandonarían progresivamente los largos recitativos y los juegos vocales únicamente insertos para el lucimiento de los castrati, y éstos serían más cortos y también orquestados; asimismo nuevamente tendría presencia el coro. En lo narrativo significarían un retorno a la mitología clásica y al mundo antiguo y, como síntesis entre ambos conceptos, los papeles pasarían a estar integrados por hombres y mujeres con el consiguiente ocaso de los castrati, que ostentaron hegemonía escénica hasta entonces. Con todo, el primer Orfeo de Gluck fue el famoso castrato Gaetano Guadagni. Para su versión de 1774 Gluck reescribió partes de la ópera y cambió el rol protagónico de los casi extintos castrati a los haute-contre (contra-tenores). A ello le siguió una versión de Berlioz y luego una incluso más popular para contralto, publicada por Ricordi en 1889.
En el afán por sumar reinterpretaciones del mito, la puesta llevada a cabo en el teatro Avenida tuvo sus más y sus menos pero no puede desconocerse el factor de riesgo. Del universo fantástico del descenso al hades aquí hilvana un punto de partida en la muerte absurda del accidente de tránsito, con ambulancia, sirena, clínica y electroshocks incluidos. Y de la figura mítica de Orfeo a ésta, que presenta a un compositor obsesionado con su escritura Orfeo y Eurídice que deambula buscando una actualización de la tragedia clásica. En estos dos tiempos planteados, la obra se aleja de versiones más clásicas como la realizada con calidad por el Collegium 1704 con la conducción de Vaclav Luks, filmado en el teatro barroco de Český Krumlov, o la de la Filarmónica de Londres, que montó un memorable Orfeo de Janet Baker.
La acción transcurre entre un estudio y la sala de emergencias, otorgándole a la puesta demasiada contemporaneidad pero un acertado halo de ensoñación. Sin la trivialidad de los aparatos médicos y principalmente de una estridente sirena de ambulancia, dicha reelaboración hubiese sido más venturosa. La crudeza de la fatalidad y cierto barullo escénico restan presencia a la gran sensibilidad con la que Martin Oro compone su Orfeo. Sí se impone el Amor de Victoria Gaeta gracias a la juguetona presencia con la que desarrolló su personaje y también lució convincente Maria Groso como Eurídice, voces con la jerarquía acostumbrada por Juventus Lyrica. La orquesta bajo la batuta de Hernán Sánchez Arteaga cumplió con corrección los matices de la partitura sin descollar, pero sin pasos en falso. Con menos sobrecarga escénica, este Orfeo y Euridice hubiese dado el matiz correcto en su interpretación de un descenso contemporáneo a los infiernos.