Cusco, el valle Sur, aloja una serie de iglesias con impactantes imágenes que motivaron a la autora a describirlas.
Cuentan los cronistas que el 14 de noviembre de 1533, los españoles hicieron su ingreso a la capital incaica por el cerro Carmenca. Desde allí iniciaban su descenso hacia el valle del Cusco por el callejón que hoy se conoce como calle de la Conquista. Carmenca fue el primer sector donde se construyeron viviendas y se comenzó a implantar la nueva cultura, pero siguió siendo principalmente una parroquia de indios. En 1560, los españoles mandaron a erigir la iglesia bajo la advocación de la Gloriosa Santa Ana. Desde entonces, esta parroquia fue considerada el punto de entrada al Cusco, y nuestro ingreso a la vieja ciudad imperial será por el antiquísimo arco de Santa Ana, desde el que nos dirigimos barranca abajo hasta la Plaza de Armas, imponente conjunto edilicio donde se destacan el Templo de la Compañía de Jesús y la Catedral Basílica de la Virgen de la Asunción. Esas dos imponentes iglesias enfrentadas se miran de soslayo como en su momento midieron su poder pontífices y jesuitas…
El Templo de la Compañía de Jesús, construido en 1571 y reconstruido luego del terremoto en 1650, deslumbra con sus retablos barroco plateresco y churrigueresco, ubicados en bóvedas de medio punto y distribuidos a lo largo de la nave central, con decorados suntuosos en madera natural y policromada. El altar mayor se impone por sus tres cuerpos y sus columnas salomónicas cubiertas en pan de oro, como sus pinturas de arcángeles, tan típicos de la escuela cuzqueña. Entre los notables lienzos, cabe destacar el que representa el matrimonio de Martín García de Loyola (sobrino de san Ignacio de Loyola) con Beatriz Clara Coya (heredera de la corona de los incas), ubicado en el sotocoro. Fue este templo la base de una ruta de evangelización que los jesuitas emprendieron hacia el valle Sur de la ciudad y que hasta el día de hoy permanece poco frecuentada por el turismo y poco atendida por los estudiosos.
Un recorrido por la ruta que une Cuzco con Puno permite visitar tres capillas que representan lo más glorioso del barroco andino. Se trata de los Templos de Nuestra Virgen Purificada de Canincunca, San Juan Bautista de Huaro y San Pedro de Andahuaylillas.
Ubicada en un antiguo centro Wari, muy cerca de la laguna del poblado de Urcos, la capilla de Canincunca comenzó a construirse a principios del siglo XVII por mandato de los titulares de las encomiendas, que tuvieron el encargo de la corona para evangelizar a todos los nativos a la nueva creencia. Esta función estaría más adelante a cargo de las órdenes religiosas. La capilla consta de una sola nave y su interior está íntegramente decorado con pinturas que repiten sistemáticamente motivos de aves, frutas, flores y diseños geométricos, los mismos que los tejedores andinos urdían en sus textiles, sólo que en este caso los motivos están intercalados con cintillos de pan de oro. En el coro alto están representados los santos Pedro y Pablo. El zócalo está pintado con figuras de animales como grullas y vizcachas, fauna característica de la zona. Las investigaciones hallaron restos arqueológicos, dando cuenta de que en este lugar ya existía un centro ceremonial, un cementerio prehispánico e incluso la posibilidad de un cementerio preincaico. En la actualidad este antiguo camposanto aún es utilizado por los pobladores de la zona y visitarlo es una experiencia sobrecogedora, dado lo solitario del lugar y la imponente vista del lago y las montañas.
Nuestra siguiente escala es el km 41 de la Ruta del Barroco Andino, donde encontramos la capilla de San Juan Bautista de Huaro, emplazada en un promontorio con escalinatas, y rodeada de antiquísimas casas de adobe con pórticos enmarcados en piedras talladas de petroglifos y persianas pintadas en color añil. En caso de hallar el templo cerrado, el visitante debe preguntar por “el ecónomo”, quien se apurará a abrir la capilla con una enorme llave del tamaño de un martillo que lleva inscripta la fecha 1746… Pero es muy probable que se lo encuentre abierto, vacío y solitario, con sus muros cubiertos de pinturas de piso a techo, dando cuenta del horror vacui del artesano cusqueño.
Yo había leído sobre un templo misterioso perdido hacia el sur del Cuzco, cuyas paredes reproducían escenas aterradoras como pedagogía para alentar la vida virtuosa, pero no esperaba ver la maravilla que encontré. Construido en el siglo XVII usando piedra y adobe y con techo de tejas, tiene un campanario de piedra, tipo espadaña, de tres niveles y seis campanas. En su interior hay profusión de cuadros de la escuela cusqueña muy bien restaurados, con marcos tallados y cubiertos con pan de oro. El impresionante altar mayor es también tallado en madera y recubierto con láminas de plata repujada y pan de oro. Es muy curioso ver petroglifos de estilo precolombino finamente tallados en sillar y en piedra en el área del atrio y de las escalinatas. La decoración general fue realizada en el siglo XVII por artistas locales que buscaban difundir el evangelio y simbolizar la fusión de creencias indígenas y coloniales. Pero lo que convierte a esta capilla en una gloria del arte americano y universal son las magistrales intervenciones de Tadeo Escalante, quien pintó al temple la serie de “Las postrimerías de la Muerte”, con alegorías como “la Muerte en casa del rico y la Muerte en casa del pobre”, así como un infierno realmente demoníaco y aterrador. La gracia de estas composiciones, su dimensión filosófica y su fina ironía las hacen únicas. A modo de ejemplo, puede citarse la pintura mural que ocupa toda la pared a la izquierda del ingreso: se trata de un frondoso árbol de sólido tronco, alegoría del “árbol de la vida”, tópico que también se encuentra en el magnifico óleo de Ignacio de Ríes en la Catedral de Segovia. Sobre su copa sucede un banquete, la gran mesa con manjares, músicos en las esquinas y tres parejas de felices amantes alrededor de la mesa, vestidos a la manera de la corte, dando señales de evidente alegría. Abajo, una figura esquelética con su guadaña –alegoría de la Muerte– va lentamente hachando el tronco. Al otro lado, un diablo, con sus cuernos y cola, intenta acelerar la caída tirando de la soga. Jesús mira impasible la escena y la Virgen de rodillas le pide que interceda. Los comensales disfrutan del banquete en la felicidad de la inconciencia. Esta alegoría representa la quintaesencia de nuestro artista, de quien cabe destacar también el despliegue de recursos plásticos donde ninguna solución formal se repite.
El mural que ocupa el lado derecho, en simetría con el árbol de la vida, tal vez sea el más impactante de todo el conjunto: el infierno. Soberbia composición, reflejo de una afiebrada imaginación que desplegó todo su talento para crear una de las mejores (y más terribles) obras de esta parte del mundo. Imposible evitar asociaciones con Dante y con Bosco, ante la visión de estas figuras que se retuercen, se precipitan unas sobre otras, sometidas a las más horrendas torturas, atormentadas por demonios, antes de caer en una olla hirviente o ser devoradas por un Leviatán que provoca espanto.
De la enigmática figura de Tadeo Escalante sumida en un inmerecido olvido, poco se sabe: se cree que nació en Acomayo en 1770, que murió en 1840, y se dice que era descendiente de la familia del inca Atahualpa. Algunos creen que está enterrado en una iglesia del Cuzco, otros que en Acomayo. Se dice que imaginó esas terribles visiones infernales a causa de una temprana impresión, cuando de niño fue testigo del espantoso suplicio de Tupac Amaru II (1780). Dicen que pintó los murales del convento de Santa Catalina en el Cusco, pero otros lo niegan porque las imágenes allí son «demasiado católicas», «demasiado devotas»… ¿Entonces, no fue Escalante un devoto?
Investigadores como Flores Galindo han propuesto que estas pinturas pueden tener un componente subversivo. La iconografía expresa una suerte común para ricos y pobres, ambos deudores del mismo destino: la muerte. Aparecen en algunos murales del infierno cardenales y obispos entre los condenados, y a los pies de la Muerte, cañones, corazas, armamento español. Como se ve, toda una parafernalia anticatólica y antihispánica… Otros investigadores proponen que entre los murales hay mensajes ocultos, un código clandestino que apunta a comunicarse con miembros de sociedades secretas que buscaban la liberación de España. Lo que indicaría que Escalante pertenecía a una logia secreta que complotaba contra el régimen hispánico. En fin, puras elucubraciones en torno a esta fascinante personalidad de la historia peruana de la que se sabe poco, y que merecería una investigación seria.
Por último y ya acercándonos otra vez a Cusco, nos detenemos en el km 35 para visitar San Pedro de Andahuaylillas en la provincia de Quispicanchi. Conocida como “la Capilla Sixtina de América”, se eleva sobre una Plaza de Armas poblada por añosos pisonayes de sombra amable y flanqueada por casas que dan mudo testimonio de un ilustre pasado español asentado sobre construcciones incas. La iglesia, sencilla por fuera, como muchos templos andinos, tiene una capilla abierta en forma de balcón, custodiada por un sólido campanario de maciza planta cuadrada. Desde el atrio, tres cruces de piedra, desnudas.
La austera fisonomía exterior, de estilo renacentista popular, da un vuelco apenas se atraviesa el pórtico. Una explosión de oro, de tallas, de pinturas barrocas «espanta» (así diría quien hubiese entrado ahí en el siglo XVII, utilizando el vocablo en su significación de entonces: «maravillar», «asombrar hasta el límite»), pues la decoración en pan de oro y los murales no dejan espacio libre.
A juzgar por la fecha que aparece en uno de los murales junto a la firma de Luis de Riaño, San Pedro de Andahuaylillas debe de haberse construido a finales del siglo XVI. Estos frescos fueron encargados al limeño Luis de Riaño por Juan Pérez Bocanegra (1560-1645) clérigo secular afín a los franciscanos, músico y especialista en lenguas indígenas en el Perú virreinal, también autor del Hanaq Pachap Kusikuynin (Alegría del Cielo), la primera obra polifónica vocal compuesta en todo el continente americano, con letra mayoritariamente en quechua. Bocanegra fue examinador general de lenguas nativas (quechua y aymara) para la arquidiócesis del Cuzco, y actuó durante muchos años como párroco de San Pedro de Andahuaylillas. Su nombre está grabado en la piedra angular de la capilla.
Algo que sin dudas llama la atención y que se explica al conocer la inclinación a las lenguas de Bocanegra, son las diversas inscripciones en el arco de acceso a la pila bautismal, adonde se lee: “Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo…” en cinco idiomas distintos: quechua, aymara, puquina, español y latín. Bocanegra, como párroco de Andahuaylillas, agrandó y embelleció la iglesia de manera notable y mandó construir dos órganos que aún se conservan y son los más antiguos de América Latina (1610). Vivió muy directamente las controversias con los jesuitas sobre cómo trasladar la terminología cristiana a los nativos. Mientras los jesuitas, siguiendo la doctrina emanada del Tercer Concilio Limense (1583), eran partidarios de incorporar directamente el vocabulario religioso en español introduciendo nuevas formas verbales al quechua, para evitar heterodoxias, Bocanegra prefirió, al modo franciscano, adaptarse en lo posible a la lengua y a la rica tradición andina. Más tarde, la parroquia de Andahuaylillas fue especialmente solicitada por los jesuitas por su importancia como centro de traducción quechua y, como resultado de esta solicitud, quedaría bajo su jurisdicción entre 1628 y 1636. Bocanegra dominó el idioma quechua hasta tal grado que pudo escribir la primera gramática fonética hispano-quechua, y la obra Ritual formulario e Institución de curas (1631), en la que se incluye el «Hanaq pachap kusikuynin», con toda probabilidad compuesto con los órganos de su parroquia “para que la canten los cantores al entrar en la iglesia”.
Mientras escribo estas líneas, otra vez en Buenos Aires, pienso en la sobrecogedora potencia de la imaginería durante el proceso de la conquista, en el impacto sobre las mentes de aquellos hombres acosados por demonios con tridentes, ángeles de oro fulmíneo, imágenes de horror y maravilla. Para el viajero que hoy se acerca a estos lugares, sólo quedan imágenes de gloria: la belleza imperecedera del barroco andino.
La autora es artista plástica.