El Bicentenario de la Independencia puede entenderse como una invitación para considerar nuevamente los orígenes de nuestra identidad y buscar la unidad nacional.
La celebración del Bicentenario de nuestra independencia concitó sentimientos y actitudes diversas, desde el entusiasmo de algunos hasta la falta de interés y de afecto de otros. La alusión retórica a la fecha parecía de obligación en algunos ámbitos y circunstancias, y la reflexión sobre el acontecimiento y su secuencia hasta hoy, volcada en escritos –más académicos y de divulgación– no ha creado un clima que indujera a una conciencia viva y común, comunitaria, de la oportunidad que la conmemoración nos concedía. Exagerando un poco diré que el Bicentenario pasó más bien inadvertido; dejó a cada uno en lo suyo, sobre todo a los políticos. Los alardes patrioteros no dan cuenta de la verdad; cuanto más sobrios seamos mejor se alcanza el espíritu de la conmemoración. Pero tampoco corresponde esa especie de desgano que oculta el encogimiento pesimista de quienes están dispuestos a renegar de la Argentina. Hay muchos “bienestantes” displicentes; no pocos se sienten defraudados, y razones no les faltan para quejarse –¿qué sentimientos patrióticos son capaces de cultivar? –. Yo pienso con preocupación y cariño en los millones de pobres a los que sólo cabe inquietarse en asegurar como pueden la supervivencia cotidiana; han sido olvidados, descastados, ¿con qué ánimo prenderían una escarapela sobre sus desdichas? Un símbolo estimulante fue la reaparición del clásico desfile militar, que había sido reemplazado por las concentraciones de los “militantes”; provocó una adhesión espontánea y fervorosa (yo mismo conservo un recuerdo infantil: mis dos ojos no eran suficientes para mirar aquellos movimientos marciales, la fanfarria, los colores; todo era asombro). Esas sencillas experiencias dejan huella. La historia patria se aprendía muy bien en la escuela y aquel relato de nuestros orígenes, un tanto idealizado, iba configurando sin que lo advirtiéramos nuestra identidad como hombres y mujeres de esta tierra.
Vicente López y Planes, el autor de nuestro himno, afirmó: “La independencia es el instrumento que Dios nos da para hacer nuestra tarea temporal en el mundo; la tarea espiritual se puede hacer en el desierto, pero para cumplir nuestra tarea temporal necesitamos una nación independiente”. La patria nos es dada; es, literalmente, la tierra de nuestros padres. La nación, en cambio, –me atrevo a proponer– es a la vez dada y construida en la historia, porque a lo largo del tiempo se forja el talante de un pueblo, en un proceso que implica innumerables decisiones. Los dos conceptos son muy cercanos y las dos realidades se entroncan: patria subraya el arraigo, la pertenencia; nación requiere un proyecto, con inserción en el mundo, que ha de fijarse comunitariamente, esbozando un camino a seguir y una meta a lograr. Menéndez y Pelayo sostenía que la psicología de los pueblos es bastante incierta, no está dotada de permanencia sino sujeta a la influencia de los grandes pensadores y de los políticos. En mi opinión, este juicio podría valer para aspectos superficiales y esporádicos de la vida de una comunidad. Es así como se ha afirmado que los argentinos somos más bien tornadizos y versátiles, quizá a causa de nuestra adolescencia -–doscientos años son nada– y de la influencia nefasta de algunos personajes que se han ido sucediendo desde el principio y que omito nombrar pro bono pacis.
Sin embargo, partimos bastante bien en nuestra caminata por la historia. Julio Irazusta comparaba los procesos de emancipación de los Estados Unidos y de la Argentina con un balance favorable a nosotros. El mismo distinguido historiador reconocía que la capacidad política del tiempo de la colonia nos permitió recibir un Estado bien organizado. Se puede pensar que si efectivamente así ocurrió no valió de mucho; las vacilaciones durante décadas acerca de la forma de gobierno, las luchas civiles, el entrevero de intereses parciales, locales y foráneos, contrarios al bien común, retardaron la organización definitiva. Aún después de ella, las grietas ideológicas y sus efectos culturales y sociales dañaron dolorosamente la unidad nacional. Los vaivenes reiterados con fatalidad periódica, la sucesión de oligarquías y demagogias, han hecho fracasar las inmensas posibilidades que ofrecen nuestros recursos naturales y humanos.
La discordia ha sido a veces señalada como nuestro vicio crónico por excelencia; la desavenencia de los ánimos sigue inevitablemente si no se busca la verdad con sinceridad. Esta afirmación se vincula con la cuestión acerca del lugar que ocupa el bien común en el pensamiento y la voluntad de los argentinos; a este principio, el primero y fundamental de la Doctrina Social de la Iglesia, “deben referirse todos los aspectos de la vida social para encontrar plenitud de sentido” (Compendio, 164). No puede negarse una dialéctica entre el bien común y el bien particular, que debe resolverse en armonía. El manual recién citado lo expresa así; siguiendo a Tomás de Aquino: “el bien común sigue a las más elevadas inclinaciones del hombre, pero es un bien arduo de alcanzar, porque requiere la capacidad y la búsqueda constante del bien del otro como si fuese propio” (167). Entre los debates sobre el tema hay que recordar, dentro de la Escuela Tomista, la reivindicación que Charles De Koninck hizo de la primacía del bien común contra el personalismo de Maritain. La armonización de ambos órdenes es la tarea política por excelencia que corresponde a la autoridad de Estado: procurar que los ciudadanos y los diversos sectores en los que se integran puedan hallar su bien propio dentro del bien común de la sociedad. La educación es decisiva, a lo largo del tiempo, para crear una conciencia del valor del bien común, conciencia y sentimiento estrechamente ligados a la identidad de un pueblo, a su ser nacional. Este concepto metafísico podría ser traducido por una categoría socio-política y filosófico-política perteneciente al acervo de la ciencia contemporánea que es la de carácter nacional. Aun en nuestros defectos se pone en evidencia que somos de determinada manera. Esta realidad se ha ido plasmando en la continuidad solidaria de las generaciones, con los aportes que se insertaron merced a nuestra apertura a “todos los hombres del mundo”, como dice la Constitución.
El Bicentenario nos invita a considerar nuevamente los orígenes. Nuestra nación no comenzó a existir de la nada, porque se recogía la herencia cultural de la hispanidad, el humanismo que nos legaron Grecia y Roma, asimilado a través del cristianismo, de la religión católica. Así pensaban y sentían los hombres que dieron aquel paso en Tucumán; vale la pena recordar que más de una decena de ellos eran sacerdotes. El 24 de marzo de 1816, en la apertura del Congreso, todos juraron a Dios y prometieron a la Patria conservar y defender la religión católica, apostólica y romana; esa fue la fórmula. Luego se proclamó a Santa Rosa de Lima patrona de nuestra independencia. A pesar de todos los defectos de la obra evangelizadora y de las omisiones y fallas en cuanto a la presencia de la Iglesia, por medio de laicos bien formados, en el orden social y político, la mayoría de nuestro pueblo, aunque no vaya a misa, bautiza a sus hijos y ama a la Virgen María. No es poco, y deben computarse estos valores como rasgos de identidad.
La célebre sentencia “Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios “(Mateo 22, 21) ha suscitado interpretaciones diversas; podemos decir que en ella Jesús valora positivamente el papel del Estado, ya que la fuente de la autoridad legítima está en Dios. Doscientos años después de aquella promesa de los congresales, ¿cómo puede pagar a Dios lo que le debe una república democrática, en la que conviven creyentes de diversas confesiones y también no creyentes? Hay una respuesta. La organización del Estado y las leyes que lo rigen deben respetar el orden de la creación, que se funda finalmente en la sabiduría y el amor del Creador y asumir el logos, la razón propia de la naturaleza humana. No se pueden fundamentar los derechos del hombre en el irracionalismo y en los caprichos individualistas reivindicados por los lobbies. En los últimos años se han sancionado leyes inicuas que desconocen la objetividad de la naturaleza humana –varón y mujer– con la consiguiente destrucción de la autenticidad del matrimonio y de la constitución de la familia. Más todavía, recientes decisiones judiciales han vulnerado el derecho de los niños a ser criados y educados por un padre y una madre. Los enciclopedistas anticatólicos del siglo XVIII quedarían horrorizados ante semejante abuso. El poder del César tiene límites que no se pueden franquear como si fueran un estorbo para el progreso de la sociedad; al contrario, semejantes aventuras nos hunden en la tiniebla de la deshumanización. Se me ocurre aplicar a estos casos y tendencias la expresión del papa Francisco: no se puede vender a la Madre Patria.
El Bicentenario es un punto de llegada y un punto de partida; es posible, es necesario recoger como inspiración en la marcha lo mejor de la argentinidad. La comparación de épocas hace resaltar la diferencia: hubo tiempos mejores, no se puede negar. Podemos permitirnos, con ocasión de este aniversario, un sentimiento de nostalgia; con todo derecho y razón. Nostalgia significa “pena de verse ausente de la patria”, y también “tristeza originada por el recuerdo de una dicha perdida”. Nóstos, en griego, quiere decir regreso, vuelta a la patria; el nombre aquí empleado, implica que es posible volver, ponerse en salida, comenzar el viaje. Volver a lo mejor de nosotros mismos, al espíritu de aquellos hombres que nos dieron la independencia. Tenemos que regresar hacia el futuro, hacia el cumplimiento de un ideal que no se alcanzó todavía plenamente; no es una fantasía, corresponde a nuestra identidad, a nuestra esencia, a nuestro ser.
El autor es Arzobispo de La Plata. Académico de número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Política.