Nacido en Munich hace 47 años, Jonas Kaufmannes el más popular de los tenores actuales, como en su tiempo Plácido Domingo y Luciano Pavarotti. No nos atrevemos a decir “el mejor de los tenores” porque están el peruano Juan Diego Florez, Piotr Beczala, el argentino Marcelo Álvarez, que en estos días y después de 15 años, vuelve al Colón, Vittorio Griguolo, el mejicano Rolando Villazón, y entraríamos en un debate sobre los más y los menos de cada uno que excede mis posibilidades y las del lector.
A los afortunados que lo vieron en vivo pero a los tantos que lo hicimos a través de las transmisiones del Met, Youtube y grabaciones, nos impresionaba una voz que va de lo abaritonado a toda la amplitud tenoril, seguro e impactante en los agudos y en los pianissimos de los que para sus críticos hace uso y abuso. Todo ello con una expresividad que da sentido a cada línea y una intensidad que vuelve a crear los personajes; así fue en Werther (un antes y un después en lo que hace al trágico personaje de Goethe que Massenet inmortalizó en la ópera), en La Forza del Destino, o en Don Carlo, desgarrador en el gesto del príncipe ante su amigo en su despedida y muerte (“O Carlo, escolta”).Ecléctico, cosecha éxitos en el repertorio francés, alemán e italiano.
Su desembarco en Buenos Aires vino de la mano de dos abonos, de alto precio por cierto. Los del Verde, debe decirse, fueron más beneficiados que los del Azul, pero los ganadores fuimos los muchos que apostamos a las dos funciones. Un rugir del público saludó a Kaufmann cuando pisó por primera vez el escenario del Colón junto a Daniel Barenboim, que dirigía la West Eastern Divan. La obra elegida era “Canciones de un Caminante”, de Gustav Mahler, bellísima, pero con dos contras: normalmente la canta un barítono (Thomas Hampson, glorioso, para el Mozarteum unos años atrás); y por su duración dejó gusto a poco. Expresivo sin duda, parecía que el tenor tenía una voz de volumen menor que el imaginado por quienes no lo habíamos visto antes en directo. Y entonces, fuera de programa, vino la revelación: nada menos que con el maravilloso “Wintersturme…”, conocido como “Canción de la primavera”, que paradójicamente comienza con las palabras “Tormentas invernales” de La Walkyria, Acto I, estuvo Kaufmann en todo su esplendor. Luego, se trajo el piano al medio del escenario, y con Barenboim director devenido en pianista acompañante, fue el turno de una de las canciones de Matilde Wesendonck, también de Wagner (“Träume”), para fascinación de todos. Queda la pregunta de por qué la obra del debut no fue una que permitierade entrada todo el lucimiento del tenor.
Lo dicho justifica la expectativa de cuantos regresamos al Colón para un “Liederabend” (una tarde de canciones) de Kaufmann con elpianista Helmut Deutsch, cuyo desempeño fue del más alto nivel, contribuyendo a lo inolvidable de este concierto que quedará entre los grandes fastos del Colón. Los artistas llevaron a cabo un programa de rara perfección, Schubert (entre ellas “La trucha”), Schumann, Henri Duparc (“L´ invitationauvoyage”, poema de Baudelaire como primera de tres joyas de este compositor que abandonó su carrera y destruyó buena parte de sus partituras), Franz Listz (“Tres sonetos de Petrarca”, en italiano, uno de los puntos más altos de la tarde), y Richard Strauss. Un panorama amplio y de obras de gran hermosura, en el que estuvieron todos los matices, con la voz que fue de lo íntimo a lo heroico con toda naturalidad. Fue una lección de música de cámaraen la que el público se benefició accediendo a la letra de los poemas, lo mismo que la semana anterior con los bienvenidos subtitulados. El entusiasmo fue desbordante, nadie se movió en la sala (ni en platea, de donde suelen irse primero). Kaufmann, sonriente, con aire de galán de cine pero sin tics de divo, y con creciente emoción, regaló un concierto extra. Con una rosa, recogida del escenario, cantó “La fleur que tu m´avaisjetée”, de Carmen; de ahí pasó a “Celeste Aida”, terminada como quiso Verdi y en general no quisieron los tenores, en un pianissimo y no con el efectista agudo. Siguió una delicada obra de Licinio Refice (un compositor sacerdote italiano cuya Cecilia fue Claudia Muzio el año del Congreso Eucarístico Internacional);el aria de Adriana Lecouvreur, el siempre impactante “Nessun Dorma”, con el público acompañando a boca cerrada los momentos del coro en las lejanías, que sonó muy bien; la canzonetta “Cor ingrato”; y, cuando ya nadie se atrevía a esperar algo más, la célebre canción (“Du bistmeinganzesherz”) de El país de las sonrisas, de Mahler. Nos fuimos agotados de gozar y aplaudir, felices y con la esperanza (no sé si “contra toda esperanza”) de Jonas Kaufmann la próxima vez en alguno de los grandes títulos operísticos.