La oración es algo tan central y fundamental en la vida religiosa que desborda todo intento de definición precisa. En ella la persona vive de manera consciente su relación con lo Divino. Relación viva, de difícil comprensión y realización. Pero, en todo caso, determinada por el modo de ser de aquella misteriosa realidad a la que remite: cómo es Dios y que quiere de nosotros y para nosotros, cuál debe ser nuestra respuesta, qué efectos tiene o debería tener sobre la existencia individual y la convivencia colectiva.
Todo eso se refleja en la oración y a la vez se va configurando gracias a su ejercicio. Por estar presente desde siempre en todas las religiones, reviste modalidades específicas en cada una. En realidad, constituye tal vez el espejo más preciso que las define y el punto más sensible donde se muestra su concepción de lo Divino.
Dime como es tu Dios y te diré como es tu oración
No es casual hablar de la oración cristiana. La novedad enorme de la idea de Dios que, tras el largo e intenso proceso de la tradición bíblica culminó en la predicación y en la praxis de Jesús de Nazaret, tenía que afectar profundamente el modo cristiano de orar. Aparece ya en la pregunta espontánea de los discípulos cuando éstos, a pesar de la cercanía y afinidad con el Bautista, notan la diferencia de Jesús: “Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos” (Lucas 11,1). La respuesta es el Padrenuestro que, prescindiendo ahora de cuestiones histórico-exegéticas, en su sentido último marca el punto más alto de la confluencia cristiana entre la imagen de Dios y el modo de dirigirse a Él en la oración.
Pero Jesús no se limitó a esa mostración directa. Hay en él una preocupación sostenida –fruto sin duda de la honda reflexión y la experiencia viva– por marcar su visión de la oración y ajustarla con cuidado a las características del Dios que anuncia y del que vive: “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo” (Mateo 6, 6-8).
La cita muestra una doble vertiente de su insistencia. La primera, de acento más práctico, apunta a la conducta y marca incluso la diferencia con algunos usos y costumbres de su propia tradición religiosa. En este pasaje apunta a la sinceridad radical que, lejos de toda ostentación, busca únicamente el contacto auténtico con Dios. En otros lugares, numerosos, concreta aspectos importantes: ante todo, insiste en el carácter prioritario del interés por el Reino, lo que significa poner el amor y el servicio a los demás –hermanos por ser hijos del mismo Padre– como criterio fundamental; postula una actitud humilde, solidaria y arrepentida de los propios fallos y pecados, bien visibilizada en la parábola del Samaritano contrapuesto al Fariseo; acentuando la tradicional exigencia profética, enseña que la verdad de la oración se verifica en la conducta de la vida, de acuerdo con la intención decisiva de Aquel a quien se ora: “Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano” (Mateo 5,24). Y, conforme al ejemplo de su vida, toda ella traspasada por la luz y la fuerza de su ejercicio orante, convoca a la oración incesante, que no cesa ni se desanima ante las dificultades de la vida (cf. Lucas 18,1; 11,5-8).
La segunda insistencia es de acento más íntimo, mostrando que su concepto de la oración tiene la raíz y el fundamento últimos en la nueva visión del Dios que anuncia. Aparece en la misma apertura de la oración: Abbá. Pese a ulteriores matices exegéticos, Joachim Jeremías tenía razón al poner aquí el núcleo germinal y el motor íntimo de la oración cristiana. La palabra misma –literalmente “papá”, como su misma onomatopeya indica–, es usada de modo muy peculiar por Jesús, que nos invita a apropiarla como también nuestra, enseñándonos que no oramos a un creador alto y lejano, sino a un padre-madre que nos engendra por amor. Un Dios, por tanto, que piensa única y exclusivamente en nuestro bien, de modo que se preocupa por nosotros, “mucho más” que cualquier padre terreno (Mateo 7,11); está atento a nuestras necesidades cotidianas, con mayor evidencia y más cariño del que aparece en su vestir a las flores y alimentar a los pájaros (Mateo 6,25-34; Lucas 12,22-31); y, sobre todo, centra su máxima preocupación en los pobres, los sufrientes, los marginados y los perseguidos.
Por eso el sentimiento fundamental que debe alimentar la oración cristiana es la confianza sin límite, la seguridad de estar siempre siendo escuchados y acogidos, siempre sostenidos, habitados y animados por su amor. Con razón ha podido escribirse desde la exégesis: “Dudar de él equivaldría a hacerle injusticia, a no tomar en serio su divinidad y su esencia; el hombre que dude de este modo no recibirá nada de Dios (Santiago 1,7). La verdadera oración va unida a la fe y, por lo tanto, a la certeza de que será escuchada por Dios. Esta ha de ser tan grande que, por el solo hecho de estar seguro de obtener lo que se ha pedido, se recibirá (Marcos 11,24; 1 Juan 5,15)” .
Dime como es tu oración y te diré como es tu Dios
Eso es lo que siempre ha expresado el principio tradicional: lex credendi, lex orandi. La oración encarna la fe. De la imagen de Dios revelada en Jesús nace lo específico de la oración cristiana, que se traduce en adoración, en confianza, en sentirse amparados y perdonados, en el ánimo para la entrega solidaria. Nunca en la historia religiosa humana se había alcanzado esa cumbre de respeto adorante, de compromiso vivo y de confianza sin límite.
Pero, a su vez, la fe se retroalimenta en la oración: lex orandi, lex credendi. El modo de orar expresa y encarna, pero también asimila y reconfigura la imagen de Aquel a quien se ora. La conciencia cristiana se reconoce en la gracia inagotable de su herencia, pero tiene que acogerla y vivirla en la historia, es decir, expresarla y asimilarla en cada marco cultural. Y el nuestro viene de un cambio tan profundo, que muestra a cada paso que algunos modos de orar ya no resultan asimilables. De suerte que sólo podemos orar lo mismo formulándolo de otra manera.
El mismo Jesús ya lo había hecho con su herencia del Primer Testamento, y la Iglesia ha modelado su oración oficial de acuerdo con la reforma introducida por él. Por eso, en un proceso creciente, modificó el modo de orar los mismos Salmos, excluyendo algunos, o versos de algunos, del oficio litúrgico: no podemos pedirle al Dios, confesado como Abbá, que aplaste contra las rocas a los hijos de nuestros enemigos . La cultura actual ha hecho urgente la necesidad de continuar la revisión si queremos que nuestra oración refleje hoy el rostro verdadero del Dios de Jesús.
En concreto, creo que existe un modo –¡sólo a él me refiero! – que hoy –sin juzgar el pasado– resulta profundamente disfuncional, porque permaneciendo fiel a la letra se opone a su espíritu más decisivo y profundo. Se trata de la oración de petición, que no por casualidad ha sido calificada de “prueba crucial de la fe” .
La repetición constante, comunal y repetida de las fórmulas ha hecho que parezca normal y aun obvio lo que, en realidad, contradice de frente el núcleo fundamental de nuestra fe. Tomando los términos con un mínimo de rigor, ¿tiene sentido pedirle algo a Dios, a quien confesamos como Aquel que, creándonos por amor, no piensa más que en nuestro bien, que está ayudándonos continuamente con su gracia y llamándonos sin cesar a que la acojamos, de suerte que, colaborando con Él, la transformemos en realización auténtica para nuestra vida y en amor y ayuda para los demás? Y tiene sentido hacerlo con palabras que en sí mismas –más allá de nuestra intención subjetiva– hablan de “informarlo” o, al menos, de “convencerlo” para que “se acuerde”, “tenga compasión” y “se decida” a ayudarnos en alguna necesidad; o incluso suplicarle que “no se irrite” o “se arrepienta” para que no envíe algún castigo?
Sé, por experiencia, que estas preguntas, oídas o leídas por vez primera, pueden sorprender e incluso irritar y escandalizar. Sobre todo porque de ordinario se perciben como viniendo desde la increencia para atacar, y no desde la preocupación de la fe para preservarla a ella y cuidar en lo posible el respeto agradecido y adorante que debemos al amor infinito de Dios. Y conviene tener en cuenta que gran parte de nuestros contemporáneos, ya no educados en la piedad oracional, leen estas expresiones en su sentido obvio, es decir, en lo que objetivamente significan. Nosotros mismos podemos verlo, si, frenando la inercia, nos paramos a examinar oraciones como esta, seguramente repetida, así o parecida, en miles de iglesias: “Para que los niños de África no sigan muriendo de hambre, Señor escucha y ten piedad” (esta contestación de la asamblea es la más común en España).
Ante tal oración, en lógica elemental y mínimamente honesta, no puede negarse que lo que ahí se implica es que no tomamos en serio nuestra oración o bien que, si la tomamos, los niños siguen muriendo de hambre porque Dios no escucha ni tiene piedad. Es obvio que ninguna persona cristiana saca ni admite tal conclusión y que, más bien, ni siquiera la advierte. Pero basta pensar en la eficacia modeladora del lenguaje en el espíritu humano para comprender que nuestro inconsciente personal y nuestra cultura colectiva sí la registran. Lo saben bien no sólo los filósofos del lenguaje, sino también los encargados de todo tipo de propaganda. Por eso la teología feminista insiste con razón en la necesidad de un lenguaje inclusivo para no invisibilizar a la mujer en la Iglesia (y téngase en cuenta que el silencio es todavía menos grave que la contradicción directa).
Lo curioso es que, en el fondo, esto lo supo siempre la teología, porque, en realidad, lo había advertido el mismo Jesús: “Vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo”. Incluso reconoció de modo expreso la dificultad. Pero la incoherencia resultaba invisible porque la reflexión religiosa seguía inmersa en dos presupuestos sólo perceptibles desde la cultura actual: el literalismo bíblico y el carácter intervencionista de la acción divina. La letra de la Biblia insistía en la petición y, como advertía santo Tomás, sería “impío (a. 4nefas) creer que en ella algo es falso” (STh I-II, q.103, a.4, ad 2). Y pensar que la acción divina estaba interviniendo en todo, desde las enfermedades a las lluvias, era una evidencia cultural que nadie cuestionaba.
Orar hoy al Dios de Jesús
Para nosotros la incoherencia se ha hecho visible y resulta imposible ignorarla. No se hace ningún servicio a la fe ni se preserva viva la tradición manteniendo explicaciones que hoy resultan claramente artificiosas. Dos fueron las principales, que, empezando en Orígenes y Tertuliano, pasando por santo Tomás, llegan a nuestros días. Sabían que –de acuerdo con las propias palabras de Jesús– la petición carece de sentido tanto para informar a Dios como para convencerlo. Pero intentaron negar la contradicción verbal implicada en la petición mediante el recurso desesperado de afirmar que las palabras quieren decir lo contrario de lo que dicen: pedimos a Dios, pero no para convencerle a Él, sino a nosotros mismos. Y ante la contradicción lógica de pretender convencer al Dios que está tratando de convencernos a nosotros, se arguyó que Él había determinado desde la eternidad hacer depender su ayuda de la petición humana.
Estos argumentos se siguen usando, pero su debilidad resulta tan obvia que precisa reforzarse con razones que, aunque verdaderas en sí mismas, no pueden superar el artificio en la aplicación a este problema. Se insiste, con razón, en el carácter fundamentalmente “expresivo y performativo” del lenguaje oracional; pero es obvio que no justifica su uso en contradicción con la dimensión “denotativa”: nadie muestra el cariño insultando, ni agradece suplicando. Se dice también que la petición responde a una necesidad humana; pero las necesidades se expresan en situaciones adecuadas: comer y suplicar son necesidades, pero ni se come en cualquier ocasión ni se suplica compasión al que ya está ayudando con todo cariño.
La incoherencia, una vez develada, resulta tan obvia que no es raro un deslizamiento inconsciente, defendiendo la petición con razones que pertenecen a la oración en cuanto tal: confianza, humildad, reconocimiento de nuestra indigencia y necesidad del apoyo divino… Cualidades que nadie puede negar, pero que en modo alguno tienen que traducirse siempre en petición, sino sólo en aquellas situaciones que así lo exijan: cuando, por ejemplo, sea preciso aplacar a alguien que, pudiendo, no quiere ayudar; o que, siendo rico y poderoso, nos ignora o se niega a darnos lo que necesitamos. Pero en el caso concreto de nuestra relación con Dios, la petición contradice frontalmente la verdad de la situación. De hecho, la petición –repito: en su dinamismo objetivo, incluso contra su intención subjetiva– realiza una inversión radical y terrible, poniendo al hombre en lugar de Dios, a la iniciativa humana suplantando a la divina: el hombre convenciendo a Dios para que sea bueno y actúe…
Es evidente que hoy, en una cultura tan agudamente crítica, la resistencia ejercida con ese tipo de razones, lejos de defender la fe y preservar la imagen divina, amenazan con hacerla increíble. Esto podría no ser grave si se tratase de una mera cuestión teórica. Pero en la oración se está configurando nuestro ser, tratando de acomodarlo a la presencia viva de Dios y a su iniciativa salvadora. El modo orar tiene que ser la gran escuela donde aprendemos y asimilamos lo que Dios es y quiere ser para nosotros: dime como oras y te diré como es tu Dios.
Este interés estrictamente religioso y no un afán de crítica filosófica es el que hace tan urgente el problema de revisar la petición. En un artículo de Concilium aludí al experimento imaginario de un “marciano” que, sin saber nada de religión, entrase dos domingos seguidos en una eucaristía, escuchase atentamente las numerosas peticiones de ayuda y las repetidas súplicas de perdón. Si después, como atento observador y agudo psicólogo, intentase averiguar cómo es ese ser al que oran, tan remiso al perdón y que, domingo tras domingo, deja de atender las peticiones, ¿qué imagen de Dios sacaría? Hoy no es difícil ver que muchos contemporáneos y el imaginario cultural de todos nosotros no están muy lejos del marciano.
Nótese, repito, que la argumentación no se apoya en argumentos externos a la fe, ni pretende ceder sin más y de modo indiscriminado a la cultura actual. Parte de manera expresa de la entraña más íntima del cristianismo: del amor infinito, gratuito y ya siempre entregado del Abbá anunciado por Jesús. La verdad es que cuesta comprender cómo la teología no se preocupa, o apenas lo hace, del efecto deletéreo que sobre nuestra visión de Dios está causando un modo de orar que continuamente sigue suplicándole, para que sea “misericordioso” –¡a Él, que hace salir el sol sobre buenos y malos! (Mateo 5,45; Lucas 6,35) – o convenciéndole, para que se decida a ayudar –¡a Él, que “desde el comienzo del mundo” no hace otra cosa (Juan 5,17)! –.
Adrede estoy aludiendo a la enseñanza de Jesús. Porque es cierto que algunas palabras evangélicas, por estar inevitablemente condicionadas por su tiempo, traducen culturalmente como petición su confianza incondicional en Dios. Pero también lo es que rasgos auténticamente valiosos e irreversibles del avance cultural, como son la lectura crítica de los textos y el descubrimiento de la autonomía mundana, permiten que nuestro tiempo, tan reacio a la fe en muchos aspectos, pueda romper aquella envoltura cultural para traducir religiosamente su verdadera intención.
Renunciar a la petición no es una invitación a dejar la oración, sino una llamada a orar más y mejor. Aunque sea de modo muy esquemático, vale la pena mostrarlo señalando algunos puntos.
Al prescindir de la petición, la oración cristiana es llevada a su verdad radical; lejos de negar los demás valores, los purifica y fortifica. ¿Existe mejor disposición a la adoración, al reconocimiento de nuestra indigencia, al agradecimiento y a la confianza filial para expresar todo nuestro ser ante Dios… que la de partir del reconocimiento y la confesión expresa de que Dios ya está ofreciendo su amor y promoviendo nuestra realización; de suerte que no precisamos solicitar sino acogerlo y que, si algo falta, está siempre de nuestra parte y no de la suya?
Aparece también la estructura más íntima y se cultiva el dinamismo misterioso, insinuado por san Pablo, cuando enseña que es “el Espíritu mismo el que ora por nosotros con gemidos inefables” (Romanos 8,26). Es decir, que, en definitiva, la oración no consiste en ir nosotros a Dios, para moverlo a Él, sino en escuchar, aprender y esforzarse por acoger lo que Dios está suscitando en nuestro ser más profundo: en dejarse orar por Dios.
Finalmente, este cambio, que parecería contradecir lo que dice la Biblia, abre la lectura de su intención más profunda y aun de su mensaje más evidente. ¿No constituye toda la Escritura una llamada de Dios a nosotros, convocando a la escucha adorante, a la acogida obediente, a la conversión continua y a la colaboración generosa con su amor desde siempre entregado y activo por la salvación de todos sus hijos e hijas? Todas las palabras que en la Biblia aparecen como yendo del ser humano a Dios, en su realidad auténtica y en su verdad profunda son ya siempre respuesta a la iniciativa incondicional de su amor.
El autor es teólogo y escritor español
NOTAS
1- H. Schönweiss, “Oración (aitéo)”, en: L. Coenen-E. Beireuther-H. Bietenhard, Diccionario Teológico del Nuevo Testamento III, Salamanca 1983, 214
2- Problema antiguo y delicado, que pide distinguir entre estudiar o meditar los Salmos y orarlos directamente. En este caso, se necesita un cuidado exquisito y no debe “orarse” con su letra. En gallego existe una “versión oracional” de todos los Salmos, de modo que, acogiendo ya el avance del Evangelio, haga innecesarias tanto la supresión como el recurso a acomodaciones articiosas: M. Regal, O Salmos hoxe. Versión oracional á luz do Evanxeo, Sept, Vigo 2012, con un prólogo mío, aclarando y justificando su sentido (Hay traducción castellana en Desclée, Bilbao 2014).
3- G. Greshake.- G. Lohfink (Hrsg.), Bittgebet -Testfall des Glaubens, Mainz 1978. Trato el problema con cierto detalle en Recuperar la creación. Por una religión humanizadora, Sal Terrae, Santander 1997; 3ª ed. 2001, 247-294.
4- La oración: más allá de la petición: Concilium. Revista Internacional de Teología 42/314 (2006) 73-86 [Edición Italiana: La preghiera: oltre la petizione: Ibid. 42/314 (2006) 81-97
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Join discussionEl artículo “la oración cristiana, hoy”, de Andrés Queiruga, publicado en el número 2429 no pudo menos que sorprenderme (el autor mismo dice que sus planteos “pueden sorprender e incluso irritar y escandalizar”). Sus opiniones al respecto merecen todo respeto, pero también ameritan que se pueda enfocar el tema desde un punto de vista diferente.
Los planteos de Queiruga cuestionan la pertinencia de la oración de petición y aún más, afirman que “La repetición constante, comunal y repetida de las fórmulas ha hecho que parezca normal y aun obvio lo que, en realidad, contradice de frente el núcleo fundamental de nuestra fe. Tomando los términos con un mínimo de rigor, ¿tiene sentido pedirle algo a Dios, a quien confesamos como Aquel que, creándonos por amor, no piensa más que en nuestro bien, que está ayudándonos continuamente con su gracia y llamándonos sin cesar a que la acojamos, de suerte que, colaborando con Él, la transformemos en realización auténtica para nuestra vida y en amor y ayuda para los demás? Y tiene sentido hacerlo con palabras que en sí mismas – más allá de nuestra intención subjetiva – hablan de “informarlo” o, al menos, de “convencerlo” para que “se acuerde”, “tenga compasión” y “se decida” a ayudarnos en alguna necesidad; o incluso suplicarle que “no se irrite” o “se arrepienta” para que no envíe algún castigo?
Aduce al respecto el texto evangélico donde Jesús dice “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo” (Mateo 6, 6-8). Creo que Jesús no dice allí “no pidan” sino “no se vayan en palabrerío” y que el final de la frase no indica que por saber Dios qué necesitamos no es necesario pedírselo, sino que Él sabe qué necesitamos y por tanto está siempre dispuesto a escuchar y conceder nuestro pedido. Pero creo también que lo que nos otorga muchas veces no es lo que “pedimos” (que podría, desde nuestro desconocimiento, sernos incluso dañino) sino lo que desde su infinita Sabiduría sabe que “necesitamos”.
Por otra parte, en muchos otros pasajes de los Evangelios, Jesús insiste en la necesidad de pedir e incluso de hacerlo con insistencia y perseverancia (el juez inicuo y la viuda, el amigo que de noche pide pan a su vecino para sus huéspedes imprevistos, aquello de busquen y encontrarán pidan y se les dará, etc.).
El mismo Padrenuestro, oración con la estructura de las preces judías, tiene una primera parte declarativa de reconocimiento y alabanza y una segunda, a partir de “el pan nuestro de cada día…”, que es pura petición.
Dios, plenitud del Ser, no necesita nada de sus creaturas y si nos manda amarlo, alabarlo, bendecirlo, glorificarlo, orar y también pedirle, no es porque eso le sea necesario a Él, sino porque nos es necesario a nosotros para nuestro bien.
Negar la pertinencia de la oración de petición invalidaría además, creo, la intercesión de nuestra Madre, “medianera de todas las gracias”, así como la de los Santos y Beatos, así como también la mutua intercesión de los miembros del Cuerpo Místico, los aún peregrinos en esta tierra y los que ya están en la Gloria.