Doña Rosita la soltera o El lenguaje de las flores
de Federico García Lorca
Teatro Regio
Del cruce de la experiencia vivida por una prima y el descubrimiento de una rosa que sólo vive un día, nace esta obra en 1935, la última que podrá ver estrenada el autor. En ella se despliegan temas recurrentes en su producción teatral y, curiosamente, se intensifica el uso del verso que el dramaturgo estaba procurando reducir para sustituirlo por una prosa intensamente poética, como la que utilizará al año siguiente en su drama póstumo: La casa de Bernarda Alba. De allí el calificativo de Poema granadino que el propio poeta le aplicara a la obra, cuyo famoso poema de la Rosa Mutabile cifra el tópico del tiempo que huye irreparablemente para desdicha de la protagonista, quien, a pesar de ello, y después de 35 años de espera, sigue amando a quien la ha olvidado. En ambos textos la figura masculina, aunque casi ausente en tanto que personaje, no sólo dispara el conflicto sino que es la generadora de los mandatos sociales que limitan la libertad de la mujer y, por lo tanto, sus posibilidades de realización y felicidad. Rosita se convierte en esa “cosa grotesca y conmovedora” que era una solterona en España desde los demás pero no desde y para sí misma: es la mirada de los otros la que estigmatiza su soledad. Este es el tema lorquiano por excelencia: la sociedad como amenaza de la vida profunda del yo individual. En este sentido, no siempre observado, el texto nos sigue interpelando.
Hugo Urquijo, quien ya en 2009 se adentró en el mundo del poeta granadino con la puesta de La sombra de Federico de E. Rovner y C. Oliva, presenta esta adaptación realizada con Graciela Dufau, quien asume el rol de la tía. Más allá del acercamiento temporal en la ubicación de la acción –de 1890 a 1930 como punto de partida–, el enfoque novedoso es la musicalización de las partes en verso a cargo de Alberto Favero, ateniéndose a lo expresado por el autor, que pensó el texto «con escenas de canto y baile» aunque no dejó la música para ellas.Tres ejecutantes en vivo generan la atmósfera y se alternan con música grabada en, por ejemplo, la escena coral que protagonizan las Solteronas y su madre, las Manolas y las Ayolas –de lo más logrado de la puesta–, donde quedan evidenciadas la cursilería y los prejuicios de la sociedad granadina.
El cambio de época y el deseo de dinamizar el ritmo dramático, explica, posiblemente, la supresión de las escenas en las que intervienen personajes masculinos secundarios de fuerte impronta costumbrista; a cambio de ello se introduce una Rosita niña que sirve para enmarcar y delimitar los actos. La eliminación de partes del texto y el agregado de poemas lorquianos –Sonetos del amor oscuro y el lamento fúnebre del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías– como homenaje al autor por los 80 años de su muerte, parece difícil de justificar en una obra donde el verso tiene tanta presencia. Virginia Innocenti conjuga expresividad y dotes musicales en su interpretación de Rosita, de cuyo envejecimiento da cuenta sin mayores cambios en la caracterización física. Dufau sostiene su personaje con cierta rigidez y queda por momentos opacada por la enorme fuerza del Ama –puro sentido común y sabiduría popular–, magistralmente interpretada por Rita Cortese. El diseño escenográfico –un jardín de invierno para los tres actos– y el vestuario –rubros a cargo del renombrado Eugenio Zanetti– junto con la iluminación de Eli Sirlin, enmarcan y dan carnadura con gran plasticidad a ese mundo en el que la protagonista ya no se reconoce y en el que busca una salida que no ha de encontrar jamás.