La decisión de los ingleses de querer salir de la Unión Europa podría obedecer a un problema profundo de identidad y no solamente a una protesta contra las condiciones de la porción más humilde de la población.
En 1845 se publicó una novela de Benjamin Disraeli, el gran primer ministro victoriano, con el título Sybil, con el propósito de llamar la atención sobre la enorme brecha entre la vida de los ricos industriales y aristócratas de la época y los trabajadores que, con su labor, producían los bienes manufacturados que se exportaban al imperio creciente. El subtítulo Las dos naciones implicaba una amarga división en el Reino Unido entre los ricos y los pobres, que demandaba un remedio político y económico.
Sin entrar en los detalles de la lucha para mejorar las condiciones de la clase obrera en el siglo XIX, podemos decir que Disraeli logró poner su grano de arena y después promovió la idea de una nación centrada y unificada en el concepto del imperialismo, cuya sombra se extiende hasta el día de hoy. Tal vez el dicho de que el Reino Unido “ha perdido un imperio pero no ha encontrado todavía un rol” encuentra eco en la reciente votación para salir de la Unión Europea.
La gente que se sentía cómoda con la identidad imperial no encontró un sustituto en la idea del “Commonwealth” y mucho menos en la Unión Europea. Ahora parece que la votación de los ingleses por el Brexit –aunque fue su intención– va a adelantar la disolución del Reino Unido, ya que Escocia eligió permanecer en la UE por una mayoría de dos tercios. El éxito de la campaña del Brexit cayó como una sorpresa ingrata para muchos, pero fue sostenida por el voto del 52% a favor, y obliga a todos a repensar el futuro del país.
El resultado revela una profunda división entre dos formas de ver el mundo y, hasta cierto punto, dos diferentes experiencias de la vida actual. ¿Se puede hablar nuevamente entonces de “las dos naciones” o de una “grieta inglesa”? El panorama social y laboral ha cambiado muchísimo desde la mitad del siglo XIX y ahora no es una cuestión puramente de “ricos y pobres”. Sin embargo, existe una sensación en muchos –sobre todo en el norte de Inglaterra– de que no han obtenido beneficios de la Unión y que otros los han cosechado desproporcionadamente. Es notable que, con la concentración de trabajos bien pagos y las enormes riquezas de la capital, la mayoría de los londinenses votara por quedarse en la Unión Europea.
Los ingleses y galeses, a diferencia de los escoceses e irlandeses, votaron por el Brexit. Si esto señala las divisiones ya existentes en el Reino Unido, también subraya la dificultad que los primeros tienen para llegar a un pensamiento común y una visión consensuada del futuro. Me atrevo a decir que en Inglaterra hay dos naciones en el sentido de que el referéndum puso al descubierto visiones opuestas con respecto a la globalización, la inmigración, el cambio tecnológico, la integración europea y la política económica liberal.
Sería una simplificación afirmar que el Brexit significa principalmente un regreso a un nacionalismo chauvinista, una fobia racista y una política de la derecha –de hecho muchos que votaban tradicionalmente por el partido socialista-laborista desoyeron lo que decía su liderazgo y votaron por el Brexit–. Los estadísticas que publica The Economist tienden a apoyar la tesis de que existe una correlación entre el grado de educación de la población en cada región del país y el apoyo a la Unión Europea.
Los que rechazaron la continuación del vínculo con Europa lógicamente son aquellos que se sienten más perjudicados por los mismos fenómenos que apoyan los que se sienten más beneficiados. Quienes pertenecen a un grupo que ha sufrido una reducción de sus ingresos, dificultad para conseguir un buen empleo y observan que los trabajos con menores exigencias son tomados por inmigrantes de Europa y el resto del mundo, dispuestos a trabajar por muy poco, naturalmente votaron por el Brexit.
El día después del resultado se decía que la gente mayor votó por el Brexit y los más jóvenes por el Bremain, pero hay que tener cuidado con estas generalizaciones. El primer domingo después de la votación me encontré hablando después de la misa con una arquitecta muy lúcida de 90 años en la ciudad norteña de Sheffield. Obviamente estaba muy decepcionada por el Brexit y me dijo “Soy una europea”. Pero en la misma ciudad pos-industrial seguramente hay jóvenes poco calificados y sin posibilidades laborales que habrán votado por el Brexit.
El párroco de la misma iglesia en Sheffield envió este mensaje a sus fieles, después de felicitar al país por haber tomado una decisión de esta envergadura tan pacíficamente: “El costo ha sido alto. En este momento somos una nación quebrada. Muchos se encuentran divididos en sus familias y con sus amigos, mientras otros se sienten desorientados y confundidos por todo el proceso del referéndum. Efectivamente somos una nación que necesita la sanación y la reconciliación”. Y agregó: “El evangelio cristiano es fundamentalmente una invitación a reconciliarse con Dios y los unos con los otros”.
Los que votaron por el Bremain quedaron con la sensación de que el país, por ignorancia y miedo, se había pegado un tiro en el pie, como se dice en inglés. El referéndum recibió críticas legítimas por haber formulado una sola pregunta y una sola respuesta –sí o no–, en vez de ofrecer otras opciones.
Si la herida –esperemos que no sea mortal– que el Reino Unido se ha infligido a sí mismo obedece también a un problema profundo de identidad y no solamente a una protesta contra las condiciones actuales de la mitad menos próspera de la población, tal vez sea comparable a la reacción de un adolescente que se lastima a sí mismo para llamar la atención y proclamar que ya no puede relacionarse con el resto del mundo ni consigo.
Pienso que las diferencias que se revelan en esta grieta tan lastimosa obligarán a la gente a llevar a cabo, juntas y con respeto, un ejercicio prolongado para reinventar un país que parece andar a la deriva en cuanto a su identidad.
El autor es sacerdote anglicano.