Luego del sorpresivo resultado del Brexit, muchos británicos, como sostiene el autor del artículo, defienden la sociedad multicultural de las islas y reconocen la contribución que resulta del intercambio económico, social y cultural con el resto de Europa.
En un debate público durante la campaña del referéndum en Reino Unido, dije que mi peor pesadilla sería la de despertarme el día 24 de junio y ver a Nigel Farage, el líder del UKIP, un partido que se nutre de insularidad, intolerancia y racismo, sonriendo en nuestras pantallas, rodeado de banderas inglesas y proclamando la independencia con un “Hemos ganado”.
Así que al igual que los otros 16 millones de británicos que votaron Remain y perdieron por un margen del 4%, desde que conocimos el resultado me he encontrado luchando con un profundo sentimiento que Winston Churchill, en sus peores momentos de depresión, llamaba su “black dog” (perro negro).
Pero la gran fortaleza de Churchill fue ser capaz de superar momentos de derrumbe y ver una oportunidad de salvación aun en la noche más negra. Fue un heroico británico que supo unir lo mejor de su pueblo para, en sacrificio colectivo, salvar no sólo al país sino a toda Europa del nazismo. Y ya terminada la Segunda Guerra Mundial, tuvo la visión de una Europa capaz de resucitar de las cenizas y proyectarse sobre un nuevo proyecto comunitario de los Estados de Europa, unidos en la democracia y la justicia social, y abiertos, sin barreras nacionalistas.
En estos momentos es difícil recuperar el sentido de solidaridad e interconectividad internacional que inspiró lo mejor de nuestra campaña contra el brexit: que el amor es más fuerte que el odio, que somos una isla que reconoce lo bueno y lo noble y que tiende puentes, y que no perderá fácilmente la memoria de Jo Cox, una política ejemplar que defendió los derechos de inmigrantes y refugiados y que fue martirizada por un individuo que gritó “Britain first” (británico antes que nada).
El hecho de que Farage haya anunciado su retirada del liderazgo de UKIP después de declarar que había conseguido lo que quería y que se marchaba confiado que el resultado del referéndum había iniciado un proceso irreversible de separación del Reino Unido de la Unión Europea poco ha contribuido a calmar las aguas.
Farage no ha hecho más que alimentar un sentido de profunda inseguridad política, ya que la cúpula del Partido Conservador gobernante no sólo se dividió en el referéndum sino que a un nuevo liderazgo le toca entrar en un proceso de muy difícil negociación con la UE que de todas maneras podría llevar a una confrontación y tal vez a la desintegración política y económica a nivel continental, más que un acuerdo que pueda reconciliar posiciones de ese bien común que nucleó a los europeístas de la posguerra.
La realidad actual exhibe al Reino Unido como un país dividido entre los deprimidos y los eufóricos; entre los que se sienten encogidos y reducidos, y los que se sienten liberados y engrandecidos; los que piensan que van cayendo en un abismo político y económico, y los que se ven con la capacidad de construir un país mejor.
Hubo una fuerte carga emocional en el 52% que votó por salir de la Unión Europea, un voto de protesta contra un supuesto monstruo –el de las leyes y políticas sofocantes para el bienestar nacional dirigidas desde Bruselas, entre ellas, una inmigración descontrolada– y un sentido de orgullo donde la cuestión de la identidad nacional se ha reducido a una definición miope de lo que es ser británico, una raza especial, capaz de sobrevivir por sus propios méritos.
La victoria del brexit tiene en su contra al 48% de quienes votaron, entre los que se encuentra una gran mayoría de la población residente y trabajadora en Londres, Escocia e Irlanda del Norte, y que cuestionan la legitimidad política de un revolución constitucional basada en un margen de 4% de diferencia en los votos, que ganó basándose en una visión distorsionada de los supuestos beneficios que pueden surgir de una separación entre el Reino Unido y Europa. Ignorar el sentimiento de estos bloques en lo que se negocie y decida políticamente en los próximos meses pondría en serio riesgo no sólo la salud económica y financiera de país -más allá de la turbulencia que ya se está sintiendo- sino que aceleraría una desintegración territorial dentro del Reino Unido, desde Belfast a Edimburgo.
Entre los ganadores están los que creen que la falta de empleo, de vivienda y de salario digno en el campo y las provincias inglesas se debe a un enemigo exterior. Pero entre los que perdieron hay muchos británicos –de un amplio espectro político– que se sienten parte de una comunidad que supera las fronteras y que se nutre de un intercambio fluido de trabajo y comercio, además de cultura.
En mi caso, como ciudadano británico nacido en Madrid de madre castellana y padre escocés, soy consciente de lo incierto que es el futuro al cual me enfrento y no hay día en que no escuche la preocupación de los amigos del continente europeo que viven y trabajan en el Reino Unido, y los amigos británicos que viven y trabajan en España y que temen por las murallas socioeconómicas que se puedan construir en su contra.
Mi esperanza es que tanto el Reino Unido como la UE encuentren el liderazgo político necesario para llegar eventualmente a un nuevo acuerdo de colaboración basado en la democracia y la justicia social. Urge un liderazgo que nos salve tanto de los extremistas de Le Pen en Francia como de los del UKIP en el Reino Unido, y que reemplace su nacionalismo destructivo por una visión internacional capaz de solucionar los problemas más graves que enfrenta el mundo como la guerra, la pobreza y la destrucción ecológica.
Sin duda no será fácil aunque aún creo en la capacidad del Reino Unido de contribuir a una Europa mejor, sin formar parte de su destrucción. Cuando pienso lo que Europa me supone como ciudadano británico, recuerdo mi niñez y no puedo evitar confrontar esos pensamientos con la experiencia existencialista de las últimas semanas de la campaña sobre el brexit.
Nací en Madrid en 1953 casi por accidente, ya que dos hermanos y una hermana, mayores que yo, llegaron al mundo en Londres, donde ya vivían mis padres desde el final de la Segunda Guerra mundial. Tal como lo definió Ortega y Gasset, el ser y las circunstancias hicieron que mi destino fuese multi-cultural, ya que mi madre me llevó a Londres, donde fui educado y seguí mi carrera de periodista y escritor entre visitas constantes a España.
De mi niñez en Londres durante los años ’50 recuerdo haber visto a un par de nannies anglosajonas y de piel muy blanca mirando a mi madre, morena, con cara de desprecio al ver pasar una carroza en la que se trasladaba un jefe de Estado africano del Commonwealth al Palacio de Buckingham. Señalando a mi madre y después al visitante, decían: “Ella es una de ellos”. Sentí en ese momento el racismo que había caracterizado la historia del colonialismo británico, y lo duro de la experiencia del emigrante que llegaba buscando una nueva vida en la isla al otro lado del canal de la Mancha.
Sin embargo, gracias a mi padre, tenía otros ejemplos de la gran contribución del perfil británico y su gran tradición parlamentaria para la derrota del nazismo y el resurgimiento de una Europa capaz de unirse en base a una visión democrática compartida.
Y para mi padre no había mejor ejemplo que Winston Churchill, cuya visión, después de resistir a Hitler cuando otros se rendían, era la de un Gran Bretaña no sólo integrante de la comunidad Europea de la posguerra sino como un elemento esencial de contrapeso al resurgimiento del nacionalismo. Churchill confiaba en una soberanía política compartida bajo la cual se respetase la identidad cultural de cada nación democrática.
Esta conciencia me ha acompañado en estas últimas semanas, que para mí ha mostrado lo mejor y lo peor del pueblo británico y, al mismo tiempo, el riesgo que supone un referéndum como instrumento de una decisión que define no sólo la situación de un país, sino que impacta mucho más allá de nuestras islas.
Lo más oscuro han sido los ataques racistas que han sufrido algunos “extranjeros”, incidentes aislados pero que surgen de la retórica anti-Europea más amplia entre ciertos políticos y medios durante el referéndum. Y la situación de amigos europeos que ya no sienten cómodos, y menos aún queridos, en el Reino Unido, y que ya están haciendo planes para irse.
Al mismo tiempo, una conciencia cívica ha llevado a miles de manifestantes en Londres a declarar que su identidad es multicultural y europea además de británica, mientras se busca por la vía de los jueces y el Parlamento vías para frenar el proceso de ruptura con el resto de Europa.
Me siento orgulloso de haber presenciado el gran luto colectivo provocado por el asesinato de mi colega de partido Laborista Jo Cox, una persona que con su vida demostró lo esencial del sentido democrático, no como una confrontación o exclusión ideológica y racial sino como una manera de ser, de respeto hacia el otro, sobre todo al más desamparado, y una conciencia humanista de lo universal. Al pensar en Jo me surgen las palabras del papa Francisco en su encíclica Laudato si: “Tenemos que recuperar el sentido de que nos necesitamos mutuamente, que tenemos una responsabilidad compartida hacia otros y hacia el mundo”.
Por eso, en mí perdura la imagen del luto colectivo y la del Parlamento británico unido en su respeto hacia ella y su manera de ser, cada diputado con una rosa blanca, símbolo de Yorkshire, donde ella luchó a favor de los derechos humanos y en contra de la indiferencia. La Cámara de los Comunes irradiaba ese día un gran sentido de esperanza en el bien común que me permite creer que el Reino Unido puede contribuir a la gran reforma de la Unión Europea, sin la cual estará condenada a la desintegración.
El autor es periodista y escritor. Su último libro es Franciscus: Papa de la Promesa (Stella Maris, Barcelona).