Con producción propia del teatro porteño, Die Soldaten, música de Bernd Alois Zimmermann y la dirección del suizo Baldur Bronnimann, subió a escena en el Colón y deslumbró a los espectadores.  

“Lo mejor que tenemos se va con nosotros al sepulcro”
Jakob Lenz

DieSoldatenNOTSin aliento. Literalmente, uno queda así tras caer el telón final de Die Soldaten (Bernd Alois Zimmermann, 1918-1970) en el estreno iberoamericano del Teatro Colón. Contrariamente a lo que es habitual al término de las funciones del gran abono, ni una sola persona se movió de su asiento hasta el último saludo de la multitud de artistas que se despedían en el escenario. Virulenta, opresiva, inmisericorde la obra; impresionante, magnífica, espectacular la realización; poderosas y densas de contenido ambas.
Zimmermann, el compositor, como lo hizo Jakob Lenz, el dramaturgo, casi doscientos años antes, golpean sobre los mismos temas que sacuden a la humanidad desde siempre: la brutalidad de la fuerza sobre la razón, la violencia de género, la degradación de la mujer, la recurrente opresión del poder. Curiosamente, se trata de los mismos tópicos brutales que alientan en Tosca y Macbeth, los dos títulos venideros de la temporada, sólo que en Die Soldaten no están mediatizados por la focalización en actitudes personales y por la natural distancia que establece el protagonismo seductor de la música de Puccini y Verdi. Con Zimmermann no hay distancia ni respiro posibles, todos los mecanismos teatrales –texto, acción, música, ruidos, proyecciones– envuelven al espectador y lo sumergen en el vértigo de la tragedia humana que no cesa.
El hilo que enhebra a Lenz con Büchner, a éste con Berg, y a Berg con Zimmermann, desconoce la esperanza. Die Soldaten es un “superwozzeck” que expone una visión pesimista de la sociedad de la que no parece haber ninguna luz al final del túnel. “Lo mejor que tenemos –dice Lenz en esta obra– se va con nosotros al sepulcro”.
Al proponer incluir este título casi irrepresentable y hacerlo con una producción integral propia, el Colón asumió un riesgo enorme, casi suicida. Pero a diferencia de Zimmermann (que terminó voluntariamente con su vida veinticinco años después de haberlo anunciado) aquí el triunfo fue rotundo, al punto de constituir un hito memorable en la historia del teatro.
Los elementos convocados incluyeron al director de orquesta y dos asistentes, alrededor de 150 instrumentistas entre orquesta y banda, quince maestros preparadores, una docena de percusionistas en escena, seis cantantes solistas extranjeros y casi veinte locales, treinta figurantes y un numeroso equipo de realización y coordinación escénica, totalizando más de 250 personas. Magnitudes propias de Mahler y Scriabin reunidos, glorificación actualizada del “más es más” posromántico. El resultado demostró la responsabilidad y el oficio de cada uno de los intervinientes en el desafío y, sobre todo, la evidencia de las tres «e» que flotaban en el aire esa noche –experiencia, esfuerzo y entusiasmo–, sin las cuales hubiera sido imposible llegar a buen puerto con la aventura.
Especial dedicación y firmeza volvió a demostrar Baldur Brönnimann al frente de las huestes musicales, y descollaron la soprano danesa Susanne Elmark, impecable cantante y actriz en el rol de Marie; el bajo noruego Fred Olsen como su padre y el tenor inglés Tom Randle en la cruel tesitura asignada a su Desportes. Pero si de elegir un primer premio se tratara, sin duda correspondería a los responsables escénicos: Pablo Maritano (régie) y Enrique Bordolini (escenografía, iluminación). Limitados por la conformación de la sala “a la italiana”, ambos lograron acercarla a algo muy contiguo a la utopía del “teatro total”, simultáneo, envolvente y circular, imaginado por Zimmermann.
Varias estructuras de “monoambientes” en constante transformación de traslados y rodamientos podían mostrar al mismo tiempo hasta quince diferentes escenas que –deliberadamente– excedían las posibilidades de poder disfrutarlas (o escandalizarse con ellas). Todo sucedía al mismo tiempo, en una suerte de zapping permanente, de ritmo cinematográfico o televisivo. Dentro de ese devenir sin pausa, una trouvaille verdaderamente original lo constituyó la multiplicación de Marie en sus diversas avataras, así como impactó la perfección visual y sonora de la escena de los soldados percusionistas en la juerga del acto segundo.
Pero quizás el logro mayor de la puesta sea el que culminó la escena final, cuando Marie Wesener, en su extrema degradación, se despide con ese grito que resuena hondo, tan hondo como el de la Marie de Wozzeck, como el de Edvard Munch, desesperados y desesperantes los tres. Sin embargo, en medio de ese desenlace pesimista puede detectarse un resquicio posible, precisamente allí donde Zimmermann insertó un lejano Padrenuestro en latín, apenas audible bajo el tremendo ostinato de la percusión que ensordece. Y es allí donde Pablo Maritano, al eludir la violencia escatológica –propia de otras versiones la de Harry Kupfer en Stuttgart, por ejemplo–, le dio a la escena final un estatismo monumental, conclusivo y estremecedor, con las masas avanzando inciertas tras una luz poderosa que los guía. Es entonces cuando lo que hasta entonces abrumaba en su devenir de aquelarre sin fondo se aquieta, enmudece y alcanza, imprevistamente, la dimensión de un verdadero auto sacramental que parece interpelar(se) ominosamente “¿hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?”.

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