Dos propuestas muy distintas para disfrutar en el teatro: El padre de Florian Zeller (Multiteatro) y El quilombero, de Francis Veber (Teatro Lola Membrives).
La oferta del denominado “teatro comercial” que despliega la Avenida Corrientes alterna propuestas que vienen sosteniéndose con gran afluencia de público –como Toc Toc y Le prénom– con estrenos de comienzos de año que están en vías de convertirse también en éxitos de audiencia con mayor o menor justificativo. Como es ya habitual, dominan casi sin competencia los comediógrafos franceses y algunos de ellos de manera reiterada.
Florian Zeller, el joven autor de El padre (2012), tiene en su haber una obra narrativa y teatral considerable y ostenta como dramaturgo el raro privilegio, sólo alcanzado por Tom Stoppard y Alan Ayckbourne, de haber tenido en escena en Londres tres piezas al mismo tiempo: la que nos ocupa; La madre –galardonada en 2011 con el premio Molière–; y La verdad, su obra más reciente. Se ha comparado su teatro al de Harold Pinter, quizás por cómo lo calificó José Sanchis Sinisterra: “un teatro lleno de sombras, de enigmas, que tiene la virtud de convertir al espectador en cómplice…” –pero también se lo puede relacionar con Pirandello. Lo que en el italiano es una indagación del límite entre ficción y realidad, se vuelve en él un intento por trasladar a la escena las alteraciones o fenómenos mentales que exploran las neurociencias, focalizándose en las relaciones familiares problemáticas.
Tal es el caso de El padre, donde el protagonista padece, aunque no se nombre, el mal de Alzheimer. La percepción alterada de la realidad que tiene André se traslada –y esto es lo interesante y relativamente novedoso–, a la estructura del texto de tal manera que éste se arma como un rompecabezas, técnica que ya introdujo en La madre. La escena inicial entre André y su hija Ana plantea la situación conflictiva básica: ésta debe resignar en otro el cuidado de su padre, que se resiste a ello. Todas las circunstancias del caso se tornan, sin embargo, inciertas por el tratamiento dramático de las mismas: ¿Dejar a su padre a cargo de quién? ¿Una nueva acompañante terapéutica o un geriátrico? También por qué se produce esta situación: ¿porque debe mudarse a Londres para acompañar a su nueva pareja o porque debe alejar a su padre de su marido para evitar el deterioro de la relación entre ambos? En sucesivas escenas se repiten o despliegan parecidas situaciones, en una escenografía que se va despojando de objetos para representar distintos ámbitos y en la que hasta diferentes actores encarnan a los mismos personajes –la hija, el marido/novio, la asistenta/enfermera–. La intención del autor es que el público se adentre en los laberintos de la mente de André para que perciba la realidad desde su punto de vista y comparta su desasosiego ante la irreversible enfermedad que avanza pero también ante la actitud de su familia. La vitalidad y la lucidez que todavía asoman en él van cediendo frente a su creciente sensación de abandono y soledad. Paralelamente se despliega el dilema casi trágico de la hija escindida entre las exigencias de su amor y responsabilidad filial y la demandas de su pareja.
Daniel Veronese cuenta con un sólido elenco y destacados profesionales en la iluminación, la escenografía y el vestuario –Eli Sirlin, Tito Egurza y Laura Singh respectivamente– para conjugar con acierto las piezas de este particular rompecabezas. La rispidez del tema apenas si se ve mitigada por las ligeras notas de humor que generan algunas actitudes del protagonista, como su inclaudicable negativa a admitir sus olvidos. Lejos de la ridiculización que supone la farsa o la comedia, el protagonista está construido con finos trazos que dan cuenta de su trágica situación. En este sentido, Pepe Soriano añade el personaje de André a la larga serie de ancianos que viene interpretando de manera admirable hace ya más de cincuenta años. Este es uno de sus trabajos más acabados. Carola Reyna, como su crispada hija, convalida nuevamente su talento expresivo en un rol también exigido. El resto del elenco se articula sin fisuras con los dos protagonistas. Es éste un texto que, sin golpes bajos, sacude e interpela al espectador, con mayor o menor fuerza según su edad, al enfrentarlo con las carencias que cercan al hombre en la vejez.
Totalmente distinta de esta propuesta es la obra de Francis Veber (L’enmerdeur, su título original), en rigor una comedia de los setenta, después llevada al cine en tres oportunidades, la última de ellas por el propio autor en 2010 con el título Mi querido asesino. Veber es un reconocido autor, guionista y director de cine y dos de sus últimas obras –El placard y La cena de los tontos– fueron éxitos sostenidos en los escenarios porteños. Por edad es un integrante de la vieja guardia de la comedia que hacía de los enredos su formato predilecto. Sorprende la elección de esta obra, en particular porque el tiempo transcurrido se hace sentir y se extrañan otros resortes un poco más sutiles en la creación de la comicidad, como los que el autor despliega en piezas posteriores. Un par de personajes masculinos contrastantes –un periodista suicida por amor y un asesino por encargo–, dos cuartos contiguos en un hotel unidos por una puerta donde ambos se alojan, un hecho de ribetes policiales que los congrega y un botones gay y entrometido son los ingredientes de esta fórmula humorística en la que no faltan malentendidos de todo tipo, intromisiones reiteradas y apariciones sorpresivas.
Arturo Puig, avezado director de comedias, le imprime a ésta el ritmo necesario para que la tensión del espectador no decaiga, a pesar de cierta previsibilidad en el desarrollo de las situaciones. Nicolás Cabré como el desbordado fotógrafo compone su personaje desde una gestualidad reiterativa, aunque con gran desgaste físico, que va perdiendo eficacia como recurso humorístico. Se destaca, en cambio, Luis Ziembrowski, que con gran ductilidad gestual y mímica y notable entrega corporal compone al asesino que termina superado por las circunstancias. Destacable también, en un rol menos exigido, es el trabajo de Alejandro Müller. Un efectivo diseño escenográfico enmarca la acción de esta comedia de enredos que se cierra al son de la música de Los Auténticos Decadentes y que, encaramada en uno de los primeros puestos, promete más diversión de la que ofrece.