Vivir anclados en el dolor y en el sufrimiento es una disfunción psicológica muy arraigada. El miedo y la culpa inconsciente –fuente de la mayor desdicha– no constituyen nuestra esencia; son programas heredados de los que podemos liberarnos.
“Nada prueba mejor nuestra miseria que la importancia de la felicidad” (Marguerite Yourcenar)
Los grandes escritores se detienen a observar y describir con lucidez aquello que la gran mayoría vive sin darse cuenta.
La apariencia no es la esencia; y lo que percibimos, muchas veces, es apenas la superficie de la realidad.
La felicidad que describe la gran Yourcenar refleja esa búsqueda compulsiva y frenética que, en tanto imperativo, genera falsa felicidad. Sin darnos cuenta y cada vez más en nuestra cultura actual, la felicidad suele ser, para muchos, un papel que representan mientras que detrás de esa fachada feliz se oculta un enorme sufrimiento.
Hay una infelicidad latente que opaca nuestro estado natural de bienestar y paz interior que son las fuentes reales de la verdadera felicidad.
Vivimos constantemente preocupados, casi siempre agitados e inquietos por algo que sucedió o está por suceder; sumergidos en una incomodidad existencial crónica, nuestro estado mental es una prisión del pasado o una huída temerosa hacia un futuro ilusorio. Y, curiosamente, cuando no sufren, muchos se sienten perdidos.
Cuando nos sentimos perdidos o sin rumbo es que sencillamente nos hemos olvidado de ser quienes somos, de nuestro verdadero ser. La ilusión es creer que estamos separados de nuestra esencia profunda y vivimos exiliados de ese núcleo íntimo que es nuestro hogar.
Una paralizante sensación de ajenidad existencial –magistralmente descripta por J. Joyce, S. Beckett, F. Kafka, C. Lispector entre otros– va apoderándose de nuestras vidas y terminamos creyendo que es y será nuestro destino común sin siquiera cuestionarlo.
LA TIRANÍA DE LOS “DEBERÍA”
Aunque no nos demos cuenta, gran parte de nuestra infelicidad anida en un sentimiento primordial muy arraigado en cada uno: el miedo. El miedo a disgustar a otros, a no ser lo suficientemente “buenos”, “no ser capaces de”, el temor a fallar y, de una manera u otra, ahogamos nuestra alma con una perenne sensación de que hay algo “malo” en nosotros, algo que no es “correcto” o “suficiente”. Como todo aspecto humano, tiene su opuesto complementario: aquellos que viven un simulacro de superioridad y perfeccionismo, inflados por el orgullo, la soberbia y la arrogancia. Y, como suele suceder, “el orgullo precede la caída”.
Ambos rasgos de personalidad son las dos caras del mismo conflicto de desvalorización y sentimientos de culpa.
¿Cómo se puede respirar en medio de estas nubes tóxicas? Quedamos envueltos en las expectativas de nuestro entorno familiar y social, tratando de ser la persona que se espera que seamos para ganar imperiosamente la aprobación de los demás, menos la nuestra. Estamos atrapados en la “tiranía de los debería” hacer, perseguir, lograr tal o cual cosa para alcanzar esa aprobación externa que nunca llega porque no es amor.
Fabricamos y representamos personajes que actúan guiones escritos por otros y de tanto escuchar esas voces externas nos vamos perdiendo en el camino. Hacer cosas sólo por si acaso es hacerlas desde el miedo.
“Teatro significa vivir en serio aquello que los demás en la vida actúan mal” (Eduardo de Filippo).
¿Qué vida estamos viviendo? ¿La nuestra o la que nos programaron en el pasado? ¿Alguna vez nos enseñaron que el tesoro está en nuestro interior y debemos cuidarlo con respeto y amabilidad?
UN FALSO SENTIDO DE IDENTIDAD
Desear la felicidad es la base de todas las emociones humanas. Nadie elige el dolor, la disfunción, el conflicto y la locura, al menos conscientemente. ¿Por qué la inmensa mayoría de los seres humanos transita gran parte de su vida sin descubrir lo que verdaderamente los hace plenos y dichosos?
Lo que pensamos y sentimos acerca de nosotros mismos constituye el eje más importante que da forma y condiciona nuestra vida. La persona que se ve a sí misma como alguien vacío y sin valor, desposeído e incapaz de amar, vive en un estado de gran vulnerabilidad y desamor. Lo que creemos ser es lo que nos hicieron creer que somos.
Cuando derivamos nuestra identidad, nuestro sentido de lo que somos de cosas externas –posesiones, status social, relaciones, ideologías de toda índole– nos vamos formando con una percepción distorsionada de nosotros mismos y de los demás: nos sentimos pequeños e insignificantes y buscamos afanosamente fuera de nosotros cualquier cosa para amplificar nuestra devaluada y falsa sensación de ser.
“Tengo, luego existo”; “Hago, luego existo”. Y nos hemos olvidado sencillamente de ser. El miedo, la codicia, el ansia de poder son la consecuencia de esta disfunción.
No se nos enseñó a honrar y a disfrutar de la grandeza de nuestro ser íntimo, a descubrir esa sensación de belleza y de ser valioso que trasciende las apariencias. A anclarnos en esa presencia inmutable interior que nos habita silenciosamente; nuestro verdadero ser.
ADICCIONES
“Toda adicción comienza con dolor y termina con dolor” (Eckhart Tolle).
¿Cuál es la naturaleza de una conducta humana tan problemática como la adicción?
Quienes están extremadamente infelices consigo mismos pueden herir y causar dolor tanto a sí mismos como a otros. Nos volcamos a la destrucción sólo cuando hemos perdido nuestro camino y nos alejamos de la verdad de quiénes realmente somos. A muchas personas la muerte les llega como un suicidio pasivo debido a la culpa inconsciente y al auto-odio, que se manifiestan a través de infinidad de accidentes, conductas autodestructivas y vidas al límite.
Desear mantiene vivo nuestro psiquismo; el deseo en sí mismo no es adictivo, de hecho, podemos disfrutar de un universo de placeres que nos nutren y nos alientan a seguir creciendo.
¿Cuándo algo que deseamos se convierte en una adicción? Cuando quedamos atrapados en aquello que deseamos y ya no elegimos; actuamos compulsivamente. Nuestra sociedad, tal como está estructurada, es altamente adictiva: una sociedad miope y esquizofrénica que condena y juzga ciertas adicciones pero que, a su vez, produce estrategias que propagan y programan una vida de infelicidad. La realidad social y política que hemos creado refleja nuestro estado de inconsciencia colectivo.
Toda búsqueda compulsiva es un estado de inconsciencia y un escape; ¿y de qué escapamos? Del enorme sufrimiento que albergamos en nuestro interior y de un sentimiento de carencia e insuficiencia profundamente arraigados. Una persona que está a gusto con la vida y consigo misma, deja de buscar ciegamente; comparte, nutre y sustenta la propia vida y la de los otros.
La adicción a la infelicidad tiene muchos nombres: poder, dinero, trabajo, éxito, fama, sexo, juego, comida, relaciones adictivas, fanatismos políticos, religiosos, sociales.
Todos los juicios negativos, odio, celos, miedo, venganza… vienen de personas que no han descubierto su verdadera grandeza. El egoísmo es el resultado de la falta de amor a sí mismo –el narcisismo o egocentrismo es una fallida compensación–. Una persona con una autoestima sólida y genuina no necesita odiar.
“Sólo cuando llenamos nuestra copa con aprecio por nosotros mismos, tendremos algo que dar” (David Hawkins).
El CAMINO DE REGRESO
¿Existe posibilidad alguna de encontrar un estado interior de paz y alegría perdurable? ¿Alguien alguna vez nos dijo que tenemos la libertad de elegir lo que pasa en nuestra interioridad y que no estamos condenados a ejecutar programas que ni siquiera hemos elegido?
Todo lo que aparentemente sucede afuera, ocurre para expandirnos y llevarnos de regreso a quienes somos. Atraemos y manifestamos lo que corresponde con nuestro estado interior. Si predomina la tristeza vemos un mundo opaco y desesperanzado, si vivimos atrapados por el miedo sólo veremos un mundo amenazante, si nos carcomen la ira y el enojo veremos enemigos a los que hay que atacar o exterminar. Si me siento apto y confiado veré un mundo lleno de oportunidades; si acepto y amo mi propia humanidad, aceptaré y amaré la de los otros.
Abandonar la queja, dejar ir la tristeza, el resentimiento y la autocondena es empezar a transformarnos; dejar de identificarnos con aquello que no somos y volver al lugar del que nunca nos tendríamos que haber ido.
Amar a nuestro ser viene primero y amar a los demás es el resultado inevitable. Nuestra única obligación es ser fieles a nosotros mismos, entrando en nuestro corazón, siguiendo nuestro saber interior y haciendo aquello que nos da alegría.
Nuestro hogar real está en el interior de cada uno y nos sigue adonde quiera que vayamos. Si no soy fiel a mi mismo entonces los otros a mi alrededor tampoco podrán ser fieles a ellos mismos. Todos estamos conectados y afectamos la vida de los otros simplemente eligiendo ser –o no– nuestro verdadero ser.
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Join discussionAmarse, reconciliarse con uno mismo para amar y comunicarse con los demás es una propuesta válida para recuperar el universo de la interioridad, acallado por los ruidos externos que despersonalizan y deshumanizan. Más, también, es necesario considerar que el ser humano es un ser relacional, que necesita y tiene vocación de encuentro y comunicación con sus semejantes. La humanidad del hombre no está en su individualidad, sino en su capacidad de construir comunión con los demás, en salir de sí para hacer un nosotros, una comunidad de amor. El reconocimiento y la valoración de los otros es fundamental para la autoestima, pero, sin embargo, no es suficiente, es necesario el amor, la actitud de recibir al otro, de cuidarlo, de compartir. El miedo, la frustración, la ira, las adicciones que aturden y vacían, son consecuencias de una humanidad que ha renunciado a ser humana, porque desprecia lo que la conforma en su esencia, la vocación de ser en fraternidad, a imagen de la Comunión Trinitaria.