Si la indisolubilidad matrimonial fue dispuesta en la Iglesia a partir del siglo XII, ¿por qué no podría sufrir cambios teniendo en cuenta la situación irregular de muchos católicos?
“Cuando ustedes digan sí, que sea sí, y cuando digan no, que sea no”. Con esta enseñanza de Jesús (Mateo 5, 37), le queda escaso margen a la cómoda, aunque precaria ambigüedad, en la que no pocas veces incurrimos los católicos. Y sucede así por desidia, inercia o temor, en detrimento de la institución eclesial cuyas ideas y actitudes deben ser un eco fiel del Maestro, modelo de valentía y transparencia.
La tentación de la ambigüedad pareciera un mal crónico, y sus síntomas no cesan de manifestarse. Hay un caso sobre el que se cierne una atmósfera un tanto confusa: el de los “católicos divorciados y vueltos a casar”, a quienes por lo mismo se les niega la comunión eucarística. Los afectados por esta prohibición –comprensiblemente confundidos y consternados– la consideran como un acto vindicativo y discriminatorio que, en realidad, no es tal. Pues se trata de un lamentable resultado de dos factores concurrentes: por un lado, el comportamiento personal del interesado, no exento de responsabilidad; por otro, una determinada ley matrimonial que sigue vigente en la Iglesia, aunque no esté inmune de cierto elemento conflictivo.
Si un católico, en medio de su problema conyugal, decide por cuenta propia precipitadas opciones, puede deslizarse hacia una seria irregularidad. La cual no sucede sin una lógica perturbación de la conciencia que, luego, no se armoniza con la decisión de recibir el sacramento. Pero esto no significa que debamos bajar los brazos y perder la esperanza. Este tema reviste muchas veces circunstancias que, arbitrado en lo pastoral, puede dar lugar –de conformidad con el criterio de la competente autoridad religiosa– a soluciones favorables a los casos cuestionados, mediante el recurso a principios razonables.
Con todo, no habría que descartar una solución general y permanente mediante una adecua-da modificación de esta ley del siglo XII, que sigue ensombreciendo la vida de tantas personas. ¿Estamos, o no, en tiempo y en tren de reforma? ¿Seguiremos con el mito de que en la Iglesia no debe haber cambios o, por lo menos, con la obsesión de que “si se admiten, que no se note”? Sería una buena ocasión de mostrar sinceridad y coraje realizando una enmienda a la ley matrimonial –que parece concebida para una minoría de privilegiados y perfectos–. Sin embargo, se trata de una ley que, como tal, debe estar destinada a una multitud de personas comunes y corrientes que, según lo proclamado en los ruegos habituales, viven “en este valle de lágrimas”.
Hay que reconocer que los ideales resultan amenazados y acotados frente a la realidad. Por supuesto, el Creador lo comprende mucho mejor que los jueces de este mundo. Entre éstos no faltan quienes, bajo los dictados de un criterio prejuicioso y fundamentalista, abogan por una postura rígida, contribuyendo a que se perpetúe una agobiante problemática matrimonial.
En los comentarios teológicos a propósito de esta cuestión, se adoptó el adjetivo indisolubre, junto con el sustantivo indisolubilidad, para expresar el “tipo de ‘solidez’ que debe con-servar el vínculo conyugal”. Con el tiempo esos términos y sus conceptos han conocido tiro-neos y trajines, de acuerdo con las mentalidades de quienes los utilizaron. Queda pendiente la pregunta acerca de cuál es el verdadero alcance de esa “unificación y cohesión consorcial”: ¿hasta qué extremo hay que llegar para que se la considere disgregada y desvanecida? No olvidemos que estamos frente a seres humanos en el mundo de hoy, que no se sienten reflejados siquiera en la imagen de sus pares de hace apenas unas pocas décadas… (“¡Ésta es la cuestión!”, diría el atribulado Hamlet).
Dios es un Padre rico en sabiduría y misericordia, que conoce a fondo nuestra fragilidad y no puede obrar sino movido por su bondad; nunca como un juez rigorista e intransigente. Él estableció la “unidad conyugal de por vida”, pero no exigió taxativamente que debiera mantenerse en absoluto, sin excepción alguna, como una imposición que no admite en ningún caso la disolución del anterior vínculo ni la posibilidad de un segundo matrimonio. El designio de Dios carece de la alarmante dureza de que hacen alarde ciertas afirmaciones insólitas y temerarias, emitidas últimamente por un encumbrado referente del área doctrinal.
Si analizamos las fuentes de la revelación cristiana, no sólo en forma abstracta y descarnada, sino insertas en la real y humana praxis de vida de la comunidad creyente, desde su cuna hasta fines del siglo XII, no se perciben motivos necesarios ni suficientes para abrazar una actitud tan intransigente en este tema. Notemos incluso que cuando Cristo, durante la evangelización de Israel, asumió la defensa del vínculo conyugal, apeló de manera exclusiva al estatuto matrimonial tal como había sido proclamado al inicio, por Dios Padre, para toda la humanidad. Además, no descalificó a Moisés por haber permitido la ley del divorcio como una (lamentable) exigencia de orden psicológico y social en beneficio de muchos integrantes del pueblo de la Antigua y Eterna Alianza (por otra parte, omitió toda referencia a su íntimo designio respecto del matrimonio-sacramento, que tenía proyectado a futuro). Pero hay algo más: el Maestro apuntó por lo menos a una eventual causa de disolución vincular, según lo consignado en el evangelio de Mateo (19, 9). Y por el contexto es obvio que allí se trata de un matrimonio válidamente contraído, pero que ha sido afectado por una circunstancia que lo vuelve susceptible de cancelación. De hecho, en la primera parte de ese capítulo, no sólo debemos ver a Jesús discutiendo con énfasis en favor del vínculo conyugal del primigenio régimen matrimonial, porque allí también subyace otro gravísimo problema. Si en algunas expresiones las tintas aparecen cargadas, ello se debe en gran parte a la siguiente razón: el Señor aprovecha la oportunidad para defender con ardor la noble causa de las mujeres casa-das de esa época, cuyos derechos eran pisoteados de modo descarado por las demasías y abusos de sus maridos.
Después de estos episodios, sobrevino la muerte de Cristo en la cruz: a los ojos de Dios se había consumado el más perfecto sacrificio para la redención del género humano; en cambio, a los ojos del mundo todo había terminado en un fracaso estremecedor e ignominioso. Pero el pesimismo de la gente, involucrada en el caso, tardó poco en esfumarse, ante el su-ceso insólito y contundente de la resurrección del Señor que confirmaba la verdad acerca de su persona, de su misión, de sus enseñanzas y promesas. Y pronto, especialmente en la celebración de Pentecostés, en el cenáculo de Jerusalén, se encendió la antorcha del cristianismo, enarbolada por los apóstoles: muchísimos más que doce, por cierto. Estos valientes adelantados de la fe se esparcieron en las naciones paganas y en ellas difundieron la doctrina de salvación y establecieron las bases de la fraternal comunidad de amor de la Iglesia. La perseverante actividad de los apóstoles, no obstante tantas amenazas y peligros, alcanzó una prodigiosa cosecha de adhesiones al nuevo credo, que auguraba un grato porvenir.
La herencia espiritual que dejaron fue recibida e incrementada por una sucesión no interrumpida de autorizados e ilustres ministros sagrados que dirigieron la marcha de la Iglesia, por las buenas obras que seguían prosperando y el pesar por las falencias y tropiezos inseparables de la condición humana. Así transcurrían las cosas a lo largo de más de un milenio; precisamente, hasta fines del siglo XII. Frente a este hito cronológico, que marca aproximadamente la mitad de la trayectoria de la Iglesia hasta ahora, nos detenemos para reflexionar sobre cuál era la atmósfera reinante en materia matrimonial antes de esa fecha-bisagra, y qué sobrevino después.
Antes, naturalmente, no faltaron problemas, violencias y quiebres matrimoniales que afligían a muchos. Pero tampoco faltó la delicada atención pastoral –encaminada a superar la situación de la mejor manera posible– de parte de ministros responsables, comenzando por los primeros y más famosos (los apóstoles), y prosiguiendo por obispos, santos Padres, concilios, papas… Por su intermedio, o directamente de su autoridad, no pocas veces los conflictuados obtuvieron la anulación de su primer matrimonio (aun tratándose de dos consortes católicos) y la posibilidad de segundas nupcias. Se trata de datos positivos, compilados por especialistas en la investigación histórica cuyo testimonio está documentado. Y no corresponde soslayarlos o descartarlos a priori alegando especulaciones con apariencia académica, elaboradas de espaldas a los hechos reales. Pero ese clima, ponderado, comprensivo y misericordioso de antaño quedó excluido del espacio matrimonial de modo radical mediante un giro en el criterio y la praxis que adoptó la máxima autoridad eclesial. En efecto, el papa Alejandro III, en la época ya señalada, en una actitud de extrema rigidez, convirtió la indisolubilidad conyugal en una entidad de carácter absoluto. De tal modo que, en adelante, no podría interponerse ninguna excepción o dispensa posible para lograr la anulación de un matrimonio “rato y consumado de dos consortes católicos, que lo contrajeron de acuerdo con la ley que comenzaba a regir”.
Mucho tiempo ha transcurrido y la situación es la misma. Cuántos fieles sufren la dolorosa opresión de ese problema existencial, que atormentó a millares de hermanos del pasado. Es frecuente la queja: “Esto ya no va más”, con la secuencia tácita de un desánimo terminal. Sin embargo, habiendo decisión, puede efectuarse el cambio.
En realidad, la supuesta “imposibilidad absoluta de disolver el vínculo conyugal” existe solamente de facto, porque así lo estableció un Papa, basado en la facultad de “atar” inherente a su cargo, y movido por determinadas razones que lo indujeron a ello. Ante esta actitud, extraña y drástica aun en aquel tiempo, ¿quién podría negarle al papa Francisco la plena autoridad para interpretar la indisolubilidad con el humano y sano criterio ejercido en nuestra Iglesia desde sus mismas raíces hasta fines del siglo XII? El poder papal no se limita a la función de atar, mediante actos coercitivos que puede y debe practicar, tal como lo está llevando a cabo el Santo Padre con valentía y decisión. Pero, a la inversa, a él también le incumbe la misión de “desatar” los oprimentes nudos que asfixian la existencia de los atribulados fieles. Un papa Francisco entiende bastante de misericordia, sobre todo, en este bendito período del Jubileo.