Los que hemos participado, desde la adolescencia, en manifestaciones estudiantiles, sindicales y políticas no queremos que sean las fuerzas de seguridad las que pongan los límites a este sagrado derecho a expresarse reconocido por la Constitución, los tratados de derechos humanos y las leyes.
No es justo, tampoco, que manifestantes afecten derechos de terceros, como ensuciar fachadas; ocurrió con las de la Iglesia del Pilar de Córdoba, la que nos tocó pintar (7/1/07) junto a fieles de distintos credos (Comipaz) a modo de reparación.
En la actualidad la vía pública se ha tornado caótica por la gran cantidad de vehículos que circulan, estacionan y trasportan a muchas más personas y mercaderías que antes (en 10 años se duplicó el parque vehicular). También por los cortes, piquetes y movilizaciones en los que se reclama, protesta o adhiere a huelgas o consignas; por temas vecinales o de seguridad. Todo atenta, cada vez más, contra los derechos de los que circulan, que van o vienen de trabajar o de estudiar, de recibir atención médica, de tomar un avión, etcétera.
Ante ello las fuerzas de seguridad necesitan un protocolo que regle su proceder, evite la represión y haga respetar, por un lado, los derechos constitucionales a reunirse, a peticionar, a protestar y a manifestarse; y, por otro, a que el resto de los ciudadanos pueda circular, trabajar, estudiar, hacerse curar, etc.; de la misma manera que cuando la vía o lugares públicos se utilizan para hacer un acto patriótico, celebrar un acontecimiento deportivo o realizar una procesión o peregrinación religiosa.
El Código Penal castiga al que: “(…) impidiere, estorbare o entorpeciere el normal funcionamiento de los transportes por tierra, agua o aire (…) con prisión de tres meses a dos años” (Art. 194). Y esta pena se agravaría si, además, se produjeren daños en las cosas (Art. 183) o se atentare contra la vida o la integridad de las personas; recordemos el homicidio de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán el 26 de junio de 2002. Estas normas, de aplicarse (lo que no es frecuente) sin protocolo, serían suficiente para liquidar los cortes y piquetes, pero ello afectaría el derecho a reunirse, a peticionar a las autoridades, a manifestarse; y podría impedir, incluso, la realización de actos patrióticos, religiosos e, incluso, deportivos.
Por eso, si las fuerzas de seguridad en vez de reprimir facilitan y compatibilizan los derechos a participar de estas concentraciones con el de circular sin utilizar balas de goma o arrojar hidrantes, y los manifestantes no hicieran uso de la fuerza, de armas, machetes, piedras ni se cubrieran el rostro, los derechos de todos quedarían a salvo.
Lo protocolos de la ministra de Seguridad Nilda Garré (Res. 210/11) y, ahora, el de la secretaria de Seguridad Patricia Bullrich, de parecido tenor, han sido y son –más allá que se pueda mejorar su redacción (v.gr.: prohibir, en este último, el uso de armas de fuego)- son pasos positivos para que las fuerzas de seguridad actúen con prudencia y eficacia y que los derechos de todos puedan ejercerse. Y que cuando haya colisión, se negocie y se evite que a los que nos movilizamos se nos reprima o se nos aplique alguna de las penas del Código Penal.
El autor es Profesor emérito de la UNC y catedrático de la UCC