El Jubileo de la Misericordia, que se inauguró el pasado 8 de diciembre, ofrece la oportunidad para una renovada reflexión sobre esta virtud tan central en la fe cristiana, para remontarse a su verdadera esencia, su fuente, su sentido, poniendo de manifiesto la unidad profunda de la multiplicidad tan rica y variada de sus expresiones concretas. En este ejercicio incluso podrían emerger aspectos de la misericordia que habitualmente son soslayados.
En ciertas culturas (la grecorromana entre ellas) la misericordia no ocupaba un lugar tan destacado, pero en cambio ha sido profundamente valorada en las más diversas religiones y movimientos filosóficos, y constituye un aspecto central de la tradición sapiencial de la humanidad. Por lo tanto, no sería exacto ver en ella una novedad absoluta de la revelación cristiana, sin tener en cuenta, por ejemplo, la rica tradición judía tan bien expresada en los textos del Antiguo Testamento. Sin embargo, en el cristianismo la misericordia adquiere un significado específico, porque es ante todo la comunicación a los hombres por medio de Jesucristo del aspecto más profundo del ser de Dios, su Amor, el mismo Amor que se comunica en el seno de la vida trinitaria, y que adopta la forma de la misericordia al irrumpir en este mundo de pecado y miseria.
Los Evangelios muestran cómo ese amor misericordioso de Dios que atraviesa las páginas de todos los textos bíblicos se encarna de modo pleno e insuperable en un corazón humano: el de Jesús. Pero, ¿qué podemos saber de los sentimientos de Jesús? Los relatos evangélicos se centran mayormente en sus acciones y palabras, en su exterioridad; pero hay momentos, pocos pero muy especiales, en los que el foco se vuelve desde el exterior a la intimidad de su corazón. Entonces se descorre ante nuestros ojos asombrados el velo de sus afectos. Y es allí donde aparece el sentimiento más profundo de su corazón, la fuente de toda la novedad del Evangelio: su compasión.
Esa compasión es de tal intensidad que le impide tomar distancia ante cualquier manifestación del sufrimiento humano. Los Evangelios la designan con el verbo griego splangnízomai, que quiere decir, “estremecerse en las entrañas”. Es el sentimiento propio de una madre, el amor entrañable, el amor que se siente en las vísceras. Su actitud de “pro-existencia”, es decir, de vivir para los demás, encuentra su impulso no en un imperativo ético abstracto, sino en esa capacidad de dejarse conmover por la situación concreta de sus hermanos, de “ver” a aquellos que los demás, los que no conocen la misericordia, sencillamente no ven.
Cuenta Mateo que Jesús recorría las ciudades y pueblos anunciando la Buena Noticia, y “al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y agobiados como ovejas que no tienen pastor”. Los jefes religiosos, por indiferencia y orgullo, eran incapaces de “ver” al pueblo que debían guiar en su realidad viviente y concreta: lo miraban a través del grueso prisma de la Ley. Su objetivo, que les interesaba más que las personas mismas, era reducirlas a la obediencia de la Ley. Por lo tanto, la fragilidad de la gente se presentaba a sus ojos como un obstáculo molesto y enojoso, que no les suscitaba piedad sino impaciencia, e incluso desprecio. Era la prueba de que el Pueblo no era más que una masa de “ignorantes y réprobos”.
Jesús, en cambio, gracias a su compasión, era capaz de verlos en su verdadera y dramática situación de “ovejas sin pastor”, en su necesidad de ser comprendidos, orientados y restituidos a la esperanza. Las personas no eran para él un mero “material” al servicio de un proyecto ajeno y exterior a ellas mismas. A Jesús no le interesaba “hacer algo” con ellas. Lo que quería era ayudarlas a descubrir su propia dignidad como hijos e hijas amados de Dios, liberarlos de la opresión de aquellos jefes rígidos y distantes, para que pudieran recuperar el protagonismo de sus vidas.
Este nuevo modo de “ver”, que hace nuevamente visibles a quienes habían sido invisibilizados por la actitud manipuladora de las autoridades religiosas, le permitió a Jesús poner en evidencia la poca comprensión que tenían estos supuestos “expertos” de la verdadera voluntad de Dios. Si en nombre del respeto de la ley del Sábado aquellos jefes criticaban a Jesús por curar enfermos o por permitir que sus discípulos arrancaran espigas del campo para alimentarse, es porque no entendían el verdadero sentido del Sábado para Dios. Y no lo entendían, sobre todo, porque tenían un corazón cerrado a la misericordia. Quien comparte la misericordia de Jesús y su modo de mirar a las personas puede acceder al auténtico contenido y al sentido profundo de la Ley.
La misericordia de la que habla el Evangelio no queda entonces limitada a gestos puntuales en el plano de las relaciones interpersonales sino que alcanza una dimensión pública, se proyecta como una fuerza destinada a modelar la vida comunitaria, cuyas estructuras y comprensión de la Ley deben hacer de ella la “morada” de la misericordia. “Como un niño a quien su madre consuela, así te consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados”, señala Isaías (66,13). Esto significa que no basta la misericordia de los individuos: la Iglesia como tal debe renovarse a la luz de la misericordia, para poner en su centro no un ideal abstracto de perfección (como los escribas y fariseos) sino al ser humano viviente, con su debilidad, su vulnerabilidad y su aspiración al bien; darle lugar a su protagonismo y hacer posible que su voz sea escuchada, del mismo modo que Jesús se dejaba alcanzar por el clamor de los que recurrían a él en la aflicción.
Así, la misericordia está llamada a influir decisivamente también en aspectos de carácter público de la vida eclesial que normalmente se piensan a la luz de otros criterios. Ante todo, la misericordia es difícilmente compatible con un gobierno vertical y monárquico que sólo admitiera súbditos silenciosos, objeto de paternalismo y condescendencia: sería una caricatura de la Iglesia. La misericordia auténtica reclama un espacio vital para que pueda expresarse la comunidad eclesial. La unidad de la Iglesia que el ecumenismo procura arduamente restablecer, supone y tal vez exija una adecuada descentralización de su gobierno, la potenciación de la autonomía de las Iglesias locales, en cuyo seno sea posible poner en funcionamiento los mecanismos ya existentes, y crear otros si es necesario, para auscultar la voz de la comunidad y tratar de responder a sus legítimas necesidades y aspiraciones.
El magisterio no puede hacer lugar adecuado a la misericordia si se empeña, por ejemplo, en regular cada ámbito de la vida con “prescripciones que no se tocan” sin importar las consecuencias que producen en la vida de los fieles. No se puede pensar primero un sistema de normas, deducidas de algún supuesto ideal, para después tratar de “meter” dentro a las personas reales. Tampoco se puede sacrificar la felicidad de las personas, aun en este mundo, a las exigencias de ciertos principios abstractos. La doctrina debe elaborarse en un movimiento permanente de ajuste recíproco entre los principios y las situaciones reales, en el marco de un diálogo entre los pastores y la comunidad cristiana. Y su finalidad debe ser acompañar el discernimiento de los fieles, no sustituirlo.
Por último, los sacramentos son los medios ordinarios de santificación de los que dispone la Iglesia, pero pueden transformarse fácilmente en instrumentos de control, que obstaculizan el crecimiento espiritual de los fieles. Francisco lo reconoce abiertamente en Evangelii gaudium al observar: “A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas” (n. 47). Habría que agregar que no sólo la exclusión injustificada de los sacramentos, sino también el acceso irrestricto a los mismos, puede ser una estrategia de poder, sea por vía del control o de la expansión. Lo mismo cabe decir de ciertas modalidades de la administración de los sacramentos. Es sorprendente, por ejemplo, el poco interés que suscitan las dificultades no sólo de los laicos sino incluso de religiosos y sacerdotes que recurren habitualmente al sacramento de la reconciliación. No cabe duda de que si fueran escuchados con verdadera empatía podrían replantearse muchos aspectos de la praxis actual.
El Año de la Misericordia puede ser una oportunidad para purificar a la Iglesia de resabios autoritarios, presentes en los modos de ejercicio formal e informal del poder, para convertirla cada vez más en un ámbito donde el centro es cada persona con su valor único, donde la conciencia personal sea iluminada y respetada, donde la situación vital de cada uno realmente importe. La Iglesia no debe estar al servicio de algún ideal abstracto de perfección que aletea sobre las personas reales, porque ellas y únicamente ellas son el objeto de la mirada misericordiosa de Dios.
3 Readers Commented
Join discussionNo, no, no. El desconocido autor de esta editorial usa mal el concepto “misericordia”, para introducirse en temas institucionales de acción de la Iglesia.
Se plantean dos temas que no tienen nada que ver uno con otro, pero que por separado son fundamento del católico: la misericordia, y la acción de la Iglesia.
Empecemos por aclarar el profundo significado de “la misericordia:
La misericordia no es “…la comunicación a los hombres por medio de Jesucristo…”.
Tampoco es compasión, es otra cosa.
La misericordia nunca fue ni será tampoco “una fuerza con dimensión pública…destinada a modelar la vida comunitaria”.
La misericordia es un bien, que nos hace buenos. Nos permite gozar con la felicidad del otro, y nos entristece con su mal. La misericordia nos permite aceptar con sencillez nuestra propia condición humana. El tema es ser: humano. Siempre humano, sin querer ser santo ni diablo.
Es en soledad que debemos afrontar la única verdadera cuestión que existe: la cuestión humana, que es la mía, la del CdR, y la del otro, y la de todos. Creo que es en soledad lo que nos hace a los hombres verdaderamente sociables y humanos. La misericordia es un bien que comienza en solitario: «No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero hago, ¡miserable hombre de mí!”
Con respecto a la acción de la Iglesia, ¿que no ha dicho ya el papa Francisco?
Solo como muestra, en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, el santo padre dice:
«en el seno de la Iglesia hay innumerables cuestiones acerca de las cuales se investiga y se reflexiona con amplia libertad. Las distintas líneas de pensamiento filosófico, teológico y pastoral, si se dejan armonizar por el Espíritu en el respeto y el amor, también pueden hacer crecer a la Iglesia, ya que ayudan a explicitar mejor el riquísimo tesoro de la palabra. A quienes sueñan con una doctrina monolítica, sin matices, esto puede parecerles una imperfecta dispersión. Pero la realidad es que esa variedad ayuda a que se manifiesten y desarrollen mejor los diversos aspectos de la inagotable riqueza del evangelio.» (Capítulo primero, IV-La misión de la Iglesia que se encarna en los límites humanos, párrafo nro 40).
Observan ustedes, que con un estilo más simple y directo, el papa Francisco dice lo que quizás, hubiera querido decir el anónimo CdR con su artículo.
Cuan grande es el amor de Dios puedo sentirlo y transmitirlo con mucho amor, gracias por la información .