Daniel Burman: la vuelta al barrio

El reencuentro del padre con un hijo, lo judío en la vida porteña, la recuperación de lo que se creía perdido, el hallazgo de una voz propia… todo eso y mucho más cuenta El rey del Once, la última película del aclamado director argentino.

Años atrás, durante el Festival de Cine de Venecia 2008, el Ente Dello Spettacolo decidió otorgar su premio Bresson a Daniel Burman, que venía de hacer Esperando al Mesías, El abrazo partido y Derecho de familia. El premio es católico, patrocinado por dos organismos vaticanos: el Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales y el Pontificio Consejo para la Cultura. Burman es judío, y recuerda esa tarde con un chiste: “No sé porqué me lo dieron, y por las dudas no pregunté”.
Quien aquella tarde explicó las razones fue monseñor Claudio Maria Celli, presidente del primero de esos Consejos, y experto en la Argentina, por haber trabajado durante tres años en nuestra Nunciatura Apostólica. “Sus películas son un testimonio significativo sobre el difícil camino de búsqueda de sentido espiritual en nuestras vidas –dijo–. Ellas tienen la capacidad para leer en el corazón de la angustiosa búsqueda humana de identidad, y lo hacen con decencia y discreción”.
A esa altura, Derecho de familia le había dado a Burmanlas llaves dela comedia cordial y el entendimiento con un público más amplio. Sin perder el testimonio, hizo entonces El nido vacío, Dos hermanos(la más celebrada) y El misterio de la felicidad. Pero ahora volvió al barrio de Esperando al Mesías y El abrazo partido, que no es un barrio cualquiera. Es el Once, al que todavía le dicen “el barrio judío”. Más aún, el Once de su infancia, aunque la historia se ambiente en nuestros días.“De algún modo, la comunidad y el barrio se confunden. Son nuestra fortaleza y el origen de nuestras contradicciones, como una bóveda que nos asfixia y nos contiene”, nos ha dichoBurman.
Y volvió también al tema del difícil reencuentro con el padre ausente, mitificado, desmitificado y vuelto a querer de El abrazo partido, y el tema del difícil entendimiento con el padre presente, vergonzante, tardíamente comprendido y al fin continuado del Derecho de familia.
En El rey del Once un joven profesional vuelve de Nueva York por pocos días para ver a su padre y presentarle a su prometida. Pero la novia tiene sus indecisiones y sus planes. El viejo también tiene sus planes. No está en Ezeiza para recibirlo, no está en ninguna parte, pero le ha preparado un lugar donde alojarse, y cada día lo llama por teléfono para darle instrucciones, como imponiéndole una serie de pruebas, una búsqueda del tesoro muy particular, que lo haga digno de heredar el trono.
Porque de eso se trata. El rey del Once bien podría ser es el nombre de un negocio. O un comerciante exitoso. También puede ser un niño brillante que de grande sólo tiene una corona de cotillón. O un hombre al que casi todos quieren, necesitan y admiran. Un rey sin corona, sin dinero en efectivo ni cuenta bancaria, ni siquiera tiempo para atender a su hijo, porque se ha dedicado a los demás antes que a su propia familia. O quizás esa sea su manera de darle al hijo lo mejor de sí mismo, y prepararlo para recibir su herencia.
“Un tema que siempre me atrajo: la relación padre-hijo, la construcción de la figura paterna. Las razones por las que, a veces, el peso de un padre ausente tiene más importancia que un padre presente. Creo en la transmisión de valores. Aunque él no te vea, vas colocando balizas en la vida de tu hijo para que le sirvan de guía. Pero no quisiera que supongan algo autobiográfico en mis historias”, ha dicho.
Así es como el hijo se irá reencontrando con su barrio, su gente y sus costumbres, que al comienzo le resultan ajenas. Ha perdido la fe, hace mucho que abandonó todo eso. Lo ayudarán las personas que trabajan con su padre en una curiosa organización benéfica, una joven que hizo voto de silencio (aunque no de castidad), pero cuando habla es para decirle “El tuyo es el padre que yo hubiera querido tener”; un locuaz compañero de viejos tiempos, comerciante a tiempo completo que admira a ese hombre tan personal y generoso; también otro comerciante que reclama un pago y sospecha de tanta bondad. Y en particular lo ayudará un pelirrojo altísimo, medio chiflado pero bien despierto, que primero reclama algo (otra prueba). Su clase de “catequesis lunfarda” es la piedra de toque donde el hijo puede al fin entender lo que le falta.
Comedia asordinada de malentendidos, resentimientos, re-entendimientos y aceptaciones (no siempre lograda pero siempre interesante).Cálida pintura de un rincón entrañable y muy particular de Buenos Aires, hecha con los pinceles de alguien que creció entre sus calles y negocios. Fábula de una relación familiar donde se evidencia la unión del hombre con su medio y su mandato. Parábola sobre la bondad, la comunidad y el sentido de pertenencia. Y además, gozosa descripción de la picaresca, porque para hacer el bien no siempre es bueno ser demasiadolegalista (así lo enseñaba Derecho de familia). Inesperada descripción de un Once por donde todos transitamos pero no conocemos, y de un lugar especialísimo: la Fundación Pele Ioetz, que no parece una Fundación pero funciona mejor que varias (y luce una foto de la Madre Teresa en la pared). Y por último, la revelación: UsherBanilka. Que no es actor sino el auténtico conductor de esa organización benéfica, y a quien Burman le ha dado un papel clave como padre ficcional del protagonista. Todos los personajes, y los mismos artistas, giran alrededor de Usher, persona y personaje.
“Era comerciante, pero poco a poco la actividad solidaria fue ocupando toda su vida. Desde hace años conduce esa organización de ayuda a los pobres, judíos o no judíos. Eso lo he visto, a nadie le preguntan su religión. Está en Anchorena y Zelaya, Fundación Pele Ioetz, por el título de un viejo libro de moral –dice Burman–. Conocí a Usher a través de un amigo común, me fui metiendo, y me pasó algo que reproduzco en la película. Me pidieron que consiga unos zapatos número 46 con velcro en vez de cordones, les llevé unos mocasines y me los devolvieron. Yo no lo podía creer. Pero el beneficiario había pedido zapatos con velcro, y ellos, cuando dan algo, lo hacen atentos a lo que el otro pide. Trabajan mucho en eso. ¿Desde qué lugar damos algo? ¿Miramos a los ojos al que nos pide algo? ¿Realmente lo estamos escuchando?Esta gente le presta atención. Algo más: lo hace sin esperar nada a cambio, ni siquiera que le agradezcan. Uno ahí percibe eso que se llama ‘el misterio del bien’”.
La película entremezcla ficción y realidad, actrices y auténticas colaboradoras de la Fundación, extras y reales beneficiarios reunidos en uno de los almuerzos solidarios que se hacen en la sinagoga de calle Paso, o en la puertade Anchorena y Zelaya esperando su bolsa de carne y cotillón para la fiesta de purim. Atendiéndolos aparece, por ejemplo, “el flaco Hércules, que vivió en la calle y ahora es la mano derecha de Usher. No sé cómo se llama, todos le dicen Hércules”.
Claro, tal vez alguien se encuentre medio perdido con esas costumbres de la gente del Once, de ponerse filacterias, darse baños rituales, valorar el minian, respetar el shabaty festejar alegremente el purim, esa celebración de las grandes casualidades que Dios suele poner en nuestro camino para salvarnos. Pero ninguno de esos detalles es excluyente: esta historia es tan universal y tan porteña como la calle Corrientes. Esquina Paso.

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