Los cambios en la cosmología, la metafísica, el sentido del universo y la existencia de Dios, debates que se actualizan de la mano de la ciencia.
“Una interpretación atinada de los hechos nos lleva a pensar que algún super-intelecto anduvo metiendo mano en la física, la química y la biología”.
Fred Hoyle (1959)
El materialismo, la forma más popular del ateísmo filosófico, tiene un núcleo metafísico que se mantuvo casi incólume desde Demócrito hasta Jacques Monod.
Para la tradición materialista, el mundo físico es infinito y eterno. Todo lo que hay en él se agota en el juego de los átomos en el vacío, que está regido por el azar y la necesidad.
Desde la Ilustración, el materialismo ha pretendido identificarse con la ciencia y la llamada “visión científica del mundo”. Como prueba, suele mencionar el elevado porcentaje de científicos ateos y agnósticos, que es un argumento de carácter político, porque las opiniones personales de los científicos pueden ser tan relevantes como las de los miembros de cualquier otra profesión.
Explicar cómo funciona la naturaleza sin apelar a causas sobrenaturales es una actitud legítima y recomendable para cualquiera que se dedique a la ciencia. Como principio ético, equivale a aquel otro que obliga al juez a no dejarse llevar por sus inclinaciones personales. Pero la metodología no está necesariamente unida a una filosofía atea, ni es un tema que pueda decidirse en base a encuestas, entrevistas o éxitos de venta.
No está de más recordar que el ateísmo, en cuanto actitud existencial, es una pasión que hunde sus raíces en la historia personal. Al igual que la fe, puede depender de los testimonios recibidos. Los dos son inclinaciones de la personalidad que preceden al conocimiento filosófico o científico. Esto es lo que mueve al ateo a buscar pruebas científicas, del mismo modo que el creyente busca signos que refuercen su fe.
El ateísmo teórico suele estar montado sobre una previa actitud antiteísta. El ateo pasional no se conforma con tener una explicación racional de las cosas que prescinda de la divinidad. Parecería sentirse obligado a postular que el universo es absurdo, aunque sepa que con esto reduce los motivos que tiene para vivir y aspirar a la justicia. Si defiende el sinsentido es porque teme dejar un resquicio por donde pueda colarse lo sobrenatural.
Para capitalizar el prestigio moral de la ciencia, el naturalismo ateo suele invocar la opinión de figuras como el físico Steven Weinberg, quien dijo que “cuanto más comprensible nos resulta el universo, menos sentido parece tener”. Stephen Hawking quiso ser aún más épatant cuando sentenció que “la especie humana es apenas la espuma química de un planeta de mediano tamaño”: una espuma peculiar, se diría, que es capaz de pensar hasta en un cuerpo tan limitado como el suyo.
Por supuesto, no todo lo que dicen los científicos es ciencia. Estas duras sentencias son opiniones que se apoyan en el prestigio de sus autores, pero no son hipótesis que puedan ser falsadas por la experiencia. En todo caso, habrá que verlas como profesiones de fe o exhortaciones filosóficas al amor fati.
En principio, la fe no debería necesitar pruebas (son muy pocos los que se han convertido por una demostración lógica, aunque no es imposible) pero no deja de ser legítimo que las busque, si quiere evitar de embrutecerse. Es lo que descubrieron los medievales a la hora de plantear sus “pruebas de la existencia de Dios”: no sólo se trata de creer, sino también de comprender, en la medida que esa comprensión esté a nuestro alcance.
En rigor, tampoco debería necesitar pruebas el ateo que dedica parte de sus esfuerzos a buscar el respaldo científico. ¿Por qué necesita probar que el mundo carece de sentido, que Dios no existe o bien que es un torpe demiurgo? ¿Busca pruebas para salvarse de caer en la tentación de la fe? ¿Piensa que con esas pruebas logrará convencer a los creyentes, a pesar de que nunca deja de calificarlos como necios?
Más allá del sensacionalismo de los medios o la ignorancia de ciertos comunicadores, ya hace tiempo que nadie sostiene seriamente la tesis positivista del conflicto inevitable entre ciencia y religión.
No obstante, los atentados del 2001sirvieron de ocasión para que el ateísmo militante reciclara todos los argumentos de la Ilustración radical y de los ideólogos decimonónicos. Este ateísmo posmoderno (que de hecho responde a otro paradigma) salió a identificar calumniosamente al terrorismo jihadista con la religión en general y el monoteísmo en especial. Esta ofensiva vino a sumarse al conflicto político que en los Estados Unidos enfrentaba a creacionistas y darwinianos, lo cual se tradujo en un brote de apologética ateísta.
Para entender las nuevas circunstancias hay que tener en cuenta los cambios que ha experimentado la cosmología en el último medio siglo, en especial el principio antrópico y la sintonía fina. Estos cambios han llevado la cuestión hasta el umbral de la metafísica y han sacudido los cimientos del materialismo clásico.
Las cosas se han complicado bastante desde Demócrito, Newton y Einstein, al punto que hoy pareciera haberse invertido la carga de la prueba. Que el universo carezca de sentido es algo a demostrar, del mismo modo que lo es la existencia de Dios. Ante la presunción de que el universo encierre alguna intencionalidad, el naturalismo ateo es el que tiene que probar que todo se debe al azar y que el cosmos es algo absurdo.
El principio biogénico
Si Darwin había mostrado que la selección natural sólo permite sobrevivir a las especies que mejor se adaptan a las condiciones ambientales, otro biólogo, Lawrence J. Henderson, invirtió la cuestión y propuso indagar La aptitud del medio (1913); esto es, las condiciones que requiere la vida.
Pero no fueron los biólogos sino los físicos quienes profundizaron en el tema, cuando entendieron que las posibilidades de la vida no eran infinitas, puesto que tampoco el universo lo es. La vida tal como la conocemos sólo puede existir si las leyes y las constantes del universo tienen los valores que tienen, con una ínfima tolerancia. Cualquier variación infinitesimal de esos valores no hubiera permitido la aparición de la vida ni menos de la inteligencia, tanto la Tierra como en el resto del cosmos.
El universo parecía estar tan afinado para la vida como ese “clave bien temperado” para el cual Bach componía sus fugas. Todas las partituras de la vida dependían de la riqueza de unas pocas notas fijadas en la física. Descubrir esta sintonía fina de los parámetros del universo, llevó a pensar que la aparición de la vida y la conciencia era algo que estaba implícito en su propia estructura física.
En 1974, cuando Brandon Carter planteó esta tesis, la llamó Principio Antrópico. Más tarde tuvo que arrepentirse por haber usado un nombre equívoco, puesto que “antrópico” parecía evocar el viejo antropocentrismo, que ponía a la Tierra y al hombre el centro de todo. Pero ya era tarde para cambiarlo.
Del Principio Antrópico se conocen dos versiones de distinto alcance. La versión débil (Robert Dicke) se reduce a afirmar que si la estructura del universo fuera distinta, no estaríamos aquí para saberlo. Como dijera Frank J. Tipler parafraseando a Descartes: “Pienso, luego el mundo es como es”.
Afirmar que las cosas son porque antes fueron posibles puede parecer una perogrullada, pero significa admitir que nuestra presencia en el mundo depende de una asombrosa ingeniería, aunque pudiera ser distinto y hasta provenir del azar.
Algunos cosmólogos se inclinan por la versión fuerte (Brandon Carter): el universo tiene necesariamente que generar vida porque requiere de la existencia de seres inteligentes. Esto supone tres Big Bangs sucesivos (la creación de la materia/energía, de la vida y de la conciencia ), concebidos como fases de un solo “programa” en curso.
En sentido estricto, el principio antrópico sólo prueba “que los seres vivos no habrían evolucionado si las condiciones hubieran sido ligeramente diferentes”, tal como lo resume el filósofo John Leslie. No lleva necesariamente a admitir ni menos a probar que Dios fue quien lo dispuso. Pero aun haciendo esta salvedad, resulta compatible con la hipótesis teísta y con la fe del creyente.
Los físicos llaman “sintonía fina” (fine tuning) al preciso ajuste que exhiben las leyes y las constantes físicas; un ajuste tan sutil que es casi imposible atribuirlo al azar. Para entender esta asombrosa afinación, tenemos que pensar en las leyes y las constantes físicas universales y en las condiciones con que comenzó el Big Bang. Tan importante como eso es la calibración de las cuatro fuerzas fundamentales: la gravedad, el electromagnetismo y las interacciones nucleares fuerte y débil.
Todas las formas de vida que conocemos tienen como base química el carbono y el agua. El carbono es uno de los elementos más abundantes del universo y a la vez uno de los más versátiles. Si combinamos el hidrógeno, el elemento más simple, con el oxígeno, podremos obtener sólo agua o agua oxigenada. De la combinación del hidrógeno con el carbono pueden surgir, en cambio, miles de sustancias distintas .
Haciéndose eco de las especulaciones de la ciencia ficción, los químicos han tratado de imaginar formas de vida alternativas, cuya base fuera el silicio o el nitrógeno, teniendo al amoníaco o al metanol como solventes. Pero son apenas conjeturas, que sólo podrían ser puestas a prueba si se descubriera vida extraterrestre.
Según el modelo cosmológico estándar, en el instante del Big Bang sólo había hidrógeno. Los elementos complejos que son necesarios para la vida recién iban a “cocinarse” en el seno de las estrellas, que entonces todavía no existían. La explosión de las supernovas los diseminaría por el espacio y los sembraría en los planetas. Es lo que nos permite pensar que estamos hechos de polvo de estrellas, como dijera gente tan dispar como Novalis, Hoagy Carmichael y Carl Sagan.
¿Era necesario que la vida contara con estas condiciones? Aun suponiendo que hubiese surgido por azar, sus ingredientes químicos tendrían que haber estado presentes en el momento oportuno, y eso depende de las condiciones físico-químicas.
La “sintonía fina”
Conocemos muchas de las constantes universales y hemos aprendido a medirlas. Sabemos cuál es la masa del electrón y cuál es la velocidad de la luz. Pero no existe teoría alguna que nos explique por qué tienen esos valores en lugar de otros.
Sin embargo, sin la “sintonía fina” de las leyes y constantes no habría vida, y quizás tampoco universo. Para el astrónomo Martin Rees “lo más notable del cosmos” está en que, de haber sido otra la energía cinética del Big Bang, ni siquiera habría galaxias.
Bastaría con hacer cambios infinitesimales en las fuerzas de interacción nucleares, o simplemente en la masa del electrón, para que la vida no fuera posible. Si la fuerza nuclear débil hubiera sido menor, todo el hidrógeno del Big Bang se hubiera quemado. Cambiando la constante de estructura fina (), que rige la interacción electromagnética, el carbono sería escaso y difícilmente habría vida. Tampoco la habría si la constante cosmológica (, la fuerza más débil de todas), hubiera tenido otro valor.
Si la constante gravitatoria (G) fuera apenas un 10-34 mayor
(es decir, 0000000000000000000000000000000001más)
no habría estrellas ni planetas. Tampoco existirían si en el comienzo no hubiese habido más materia que antimateria.
El tamaño y la edad del universo también son condiciones esenciales. Si el universo fuera diez veces más joven no habría estrellas ni núcleo síntesis. Si fuera diez veces más viejo, sólo habría estrellas enanas blancas, demasiado frías para la vida.
Igualmente determinantes son las condiciones iniciales del Big Bang, los valores con los cuales se puso en marcha la expansión del universo.
De haber sido otra la tasa de expansión, el cosmos sería demasiado denso o excesivamente difuso. Si su densidad fuera un 10-15 (000000000000001) mayor o menor, colapsaría sobre sí mismo.
Nadie sabe por qué estos parámetros fundamentales tienen esos valores y no otros, pero no sería posible tocar ninguno de ellos sin provocar cambios radicales en la estructura del mundo físico. El propio Fred Hoyle (1915-2001), que fue el gran adversario de la teoría del Big Bang y jamás renegó de su ateísmo, admitía ya en 1959 que “el universo presenta aspectos que tendrían que ser monstruosas coincidencias de no ser porque nos sugieren que tiene un propósito.”
Los indicios de cierta “afinación” para la vida aparecen en unos cincuenta o más parámetros de la física. Aun descartando aquellos que pudieran ser arbitrarios, el conjunto es una evidencia que la comunidad científica acepta, aunque no coincide a la hora de explicarla. La filosofía baraja todas las posibilidades, incluyendo la teísta, pero la ciencia requiere buscar la hipótesis más simple, que sea compatible con lo que sabemos y que pueda ser contrastada con los hechos.
Entre quienes admiten la sintonía pero se niegan a verle sentido está el físico Víctor J. Stenger (1935-2014) un prolífico apologista del ateísmo y autor de libros como Dios: la hipótesis fallida (2007), La locura de la fe (2009) o Los átomos y el vacío (2013).
Con argumentos de gran tecnicismo, Stenger cuestiona la sintonía fina y defiende el materialismo clásico. Piensa que los números de la sintonía son meras coincidencias y antes que de leyes naturales prefiere hablar de parámetros fijados por el hombre. Le dedica muchas páginas al Big Bang pero jamás menciona a Lemaître, porque fue miembro del clero.
Stenger insiste en que es la vida la que se ha adaptado al universo y no viceversa. Esto podría ser obvio, de no ser porque aquí no se trata de la evolución de la vida sino de las condiciones que la hicieron posible.
Si existe Dios y es omnipotente, sostiene Stenger, podría haber creado un universo sin vida ni conciencia. El creyente le respondería que ese ser no sería Dios, sino un demiurgo caprichoso que crea jugando y abandona su juguete en cuanto se harta.
Para descartar cualquier hipótesis teísta Stenger vuelve a una pregunta que suelen hacer los niños: ¿Quién creó a Dios? Imaginar una mente más compleja que el universo –sostiene– no hace más que crearnos nuevos problemas.
Para evitarlos, apela a la hipótesis multiversal, que ya había planteado la física cuántica y hoy regresa con las teorías de cuerdas. Aun admitiendo que este universo pudiera estar programado para la vida, algunos creen que existen infinitos universos, ya fueran paralelos o sucesivos. El azar ha hecho que nos tocara vivir en uno que tiene vida, y podría haber otros que no la tuvieran, porque en el infinito caben todas las posibilidades.
La hipótesis es altamente especulativa, y es difícil imaginar cómo podría probarse la existencia de universos paralelos. Además de violar el Principio de Parsimonia, que recomienda buscar la explicación más simple posible, crea un nuevo problema: encontrar cuál es el mecanismo generador de universos.
Estas dificultades no parecen poner límites a la exuberancia especulativa de que hacen gala algunos teóricos: un festival de hipótesis que incursionan en la ciencia ficción. Hay quien ha imaginado un Dios que nace al cabo de la evolución, y recién entonces puede crear, retroactivamente, al universo. Otros llegaron a pensar en la ingeniería cósmica de una super-civilización de otro cosmos que habría creado al nuestro. Una de las versiones más caprichosas es la de Nick Bostrom, un filósofo de Oxford e ideólogo del Trans-humanismo, quien sostiene que el universo en que vivimos es un programa de computación, un simulacro análogo a los videojuegos. Nada nuevo, si pensamos que hace dos mil años los gnósticos decían algo parecido.
Con todo, hay teístas que consideran a la hipótesis multiversal compatible con la omnipotencia divina, aunque no necesariamente con un Dios personal. Pero también hay ateos y escépticos que la rechazan y sostienen que este mundo es el único que hay.
Los creacionistas que se atrincheran en el fundamentalismo bíblico, se excluyen del debate y enfrentan a la ciencia. Menos crudos son los partidarios del diseño inteligente, que hacen hincapié en la sutileza de algunos “diseños” naturales (el ojo humano y el órgano impulsor de los rotíferos), pero suelen presentarlos como precisas intervenciones divinas. Un dios “diseñador” que mete mano en su propia obra y viola sus propias leyes para producir milagros no pasa de ser una caricatura. Más creíble sería un Dios que hubiera puesto en marcha un cosmos con reglas abiertas, capaz de auto-diseñarse e interactuar con su Autor. Se diría que esta imagen podría estar más cerca del Dios de la fe, que obra por amor.
Después de Darwin quedaron desacreditadas las pruebas de la “Teología natural” de Paley o Sedgwick, que inferían la presencia de un Diseñador a partir del sutil diseño de los organismos. Pero no deja de ser sugestivo que el problema vuelva a plantearse ya no en la apologética cristiana sino en el seno de las ciencias más “duras”. Con la sintonía fina parecería reanudarse el debate en torno a la prueba a contingentia mundi.
La fe no necesita de pruebas, pero el intelecto se reconforta con ellas, y la fe dialoga con el intelecto.