Reflexión respecto a la solución que se perfila en relación a la comunión de los divorciados y vueltos a casar en el Sínodo ordinario sobre la Familia.

Hace mucho tiempo conocí a una joven de 22 años de edad. Llevaba algo más de un año de casada, estaba embarazada y acababa de ser abandonada por su marido. Años más tarde supe que se había establecido en otro país, y que llevaba una vida feliz con su nueva pareja y varios hijos. Nunca volví a tener contacto con ella, pero quizás por el impacto que produjo en mí su situación, se convirtió en mi interlocutora imaginaria cuando pienso en el problema de los divorciados y vueltos a casar.

Por ejemplo, ella me pregunta: “Padre, ¿Por qué no puedo comulgar? ¿Estoy en pecado?” Hasta este último sínodo, yo podía responderle: “Según la enseñanza de la Iglesia (me refiero sin mencionarla a la exhortación Familiaris consortio de Juan Pablo II), estás en lo que se llama una “situación irregular”. Tu nueva unión carece de algunas condiciones para ser reconocida por la Iglesia como verdadero matrimonio. Es por esta razón objetiva, jurídica, que no podés comulgar. Pero eso no significa que estés en una «situación de pecado». Incluso, ante Dios vos podés ser más santa que mucha gente que sí comulga” (en este caso, estoy convencido de que efectivamente lo es). Ella baja por un instante la mirada, como tratando de asimilar mi respuesta en su interior. Luego levanta los ojos con tristeza pero también con cierto alivio. El mismo alivio que siento yo, porque me parece claro que si no aprueba mi respuesta, al menos se ha sentido respetada.

El sínodo de la familia ya no habla de “situaciones irregulares” sino de “situaciones complejas”, y se limita a señalar que la responsabilidad de las personas puede estar disminuida o incluso anulada (!) por diversas circunstancias. Aunque no lo diga expresamente, esto significa que las considera, siempre y mientras duren, situaciones de pecado grave. Al mismo tiempo, al decir que la culpa puede estar atenuada, está sugiriendo a Francisco un camino para que en el futuro permita a los divorciados y vueltos a casar acceder a la eucaristía. Pero, ¿sería ésta una postura más misericordiosa que la anterior, que negaba dicho acceso?

Para responder, ensayo el nuevo argumento con mi imagen interior. Ella me repite su pregunta, y yo le respondo: “Mirá, efectivamente estás en una situación de pecado grave, de la cual no podés salir hagas lo que hagas: si abandonás tu nueva familia, estarás en pecado, y si te quedás en ella, estarás también en pecado. Pero, ¿sabés una cosa? Dios es rico en misericordia. Él sabe que tu tremendo error de haberte casado de nuevo se debió a que eras joven, inexperta, demasiado débil para cumplir con su voluntad, que hubiera sido –¡quién puede dudarlo!− que te quedes sola para siempre, que eduques a tu hijo sin un padre, y que no vuelvas a conocer jamás el gozo del amor de pareja. ¡Has rechazado tu cruz! Pero dadas las circunstancias, es evidente que no sos del todo imputable, tu culpa está atenuada, y entonces, si el cura te autoriza, ¡vas a poder comulgar!” Ella no se alegra ante estas palabras. Al contrario, en sus ojos asoma ahora un brillo de indignación, y me responde con emoción contenida: “Padre, le agradezco, pero así no quiero comulgar”.

El Papa Francisco, en su discurso de clausura del Sínodo afirmó que éste significará para la Iglesia “haber puesto al descubierto a los corazones cerrados, que a menudo se esconden incluso detrás de las enseñanzas de la Iglesia o detrás de las buenas intenciones para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas”. Si estas duras palabras se refieren a los que dudan que sea más misericordiosa la solución que se está insinuando, lamentablemente me tengo que dar por aludido. Yo y mi interlocutora imaginaria.

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