En aquella tarde inolvidable en que fue elegido Sumo Pontífice, Francisco, asomándose al Balcón de las Bendiciones, sorprendió a todos al presentarse como “obispo de Roma”, toda una señal de su propósito de enfatizar la fraternidad y la colegialidad con los demás obispos de la Iglesia, y de dar a su primado el sentido auténtico de un “primado en la caridad” y en el servicio.
Sin embargo, si fuera posible hacer una encuesta entre los fieles católicos de todo el mundo sobre el modo como entienden la relación entre el Papa y los obispos, probablemente la mayoría diría de una forma u otra que los obispos son delegados, o representantes o subordinados del Papa, y las Iglesias locales son algo así como sucursales o filiales de la Iglesia de Roma. Por otro lado, hasta hace no mucho tiempo, no era infrecuente escuchar a obispos que en comentarios reservados se quejaban por el modo como se sentían tratados por funcionarios de la Santa Sede cuando por diversos motivos eran convocados. Pero no era necesario que atravesaran esas situaciones para hacerlos tomar conciencia del modo en que la curia romana limitaba su autoridad y autonomía.
Sorprendentemente, esto sigue sucediendo a 50 años del Concilio Vaticano II, que buscó dar a la Iglesia un perfil muy distinto: no el de una institución vertical y centralista sino el de una comunión de iglesias locales, en las cuales se “encarna” y se hace visible la única Iglesia universal. Por eso ha sido tan oportuna la mención que hizo Francisco, en Evangelii gaudium, de la necesidad, ya señalada por Juan Pablo II, de encontrar “una forma del ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva”. Y reconoce con franqueza que en este tema “hemos avanzado poco”. Por lo tanto, señala, “también el papado y las estructuras centrales de la Iglesia universal necesitan escuchar el llamado a una conversión pastoral”.
Un aspecto que debe ser revisado es el de las Conferencias Episcopales, a las cuales el Concilio Vaticano II concebía como expresiones concretas de la colegialidad episcopal, pero cuyo rol, con posterioridad, se ha desdibujado. Es necesario, por lo tanto, explicitar el estatuto de estas estructuras de modo que se conviertan en “sujetos de atribuciones concretas, incluyendo también alguna auténtica autoridad doctrinal”. Y una razón muy importante para ello es que “una excesiva centralización, más que ayudar, complica la vida de la Iglesia y su dinámica misionera”. En los documentos de Francisco, las declaraciones de conferencias episcopales locales son citadas abundantemente. Y pone como ejemplo a los “hermanos ortodoxos” de los cuales “los católicos tenemos la posibilidad de aprender algo más sobre el sentido de la colegialidad episcopal y sobre su experiencia de la sinodalidad” (literalmente, de “caminar juntos”).
Tanto el Sínodo extraordinario sobre la Familia en octubre del 2014, como el Sínodo ordinario de octubre pasado mostraron un fruto concreto de esta nueva actitud. Hasta ese momento, los sínodos de obispos convocados por la Santa Sede se limitaban a refrendar en términos generales los documentos preparados de antemano. Luego, el Papa promulgaba una exhortación apostólica en la cual confirmaba o rechazaba sus conclusiones. En una palabra, los sínodos se habían convertido en estructuras débiles y sin ningún peso propio. En ambos Sínodos sobre la Familia, en cambio, hubo un verdadero (y a veces, acalorado) debate; el Papa dio libertad para que las diferentes visiones de los temas, incluso los más espinosos y controvertidos, se ventilaran sin censura previa. El resultado se puede considerar globalmente saludable, sobre todo si se piensa lo contraproducente que es la alternativa de no permitir que ciertas posturas puedan expresarse.
En resumen, en ciertos aspectos se está iniciando un movimiento hacia una mayor descentralización y participación, que revierte en buena medida lo sucedido en las décadas precedentes, y refleja más fielmente la idea del Concilio de concebir a la Iglesia como “misterio de comunión”, dotada de estructuras de comunión y participación, como ense- ñaran los obispos latinoamericanos en los Documento de Puebla (1978) y Aparecida (2007).
Cabe preguntarse, sin embargo, si este proceso es favorecido o no por la enorme visibilidad y la casi omnipresencia que ha adquirido la figura del Sumo Pontífice. El viaje de Francisco a Cuba y a los Estados Unidos ha sido un éxito clamoroso. Ha abierto horizontes insospechados para la presencia y la labor misionera de la Iglesia en ambos países. El mensaje del cual el Papa ha sido portador, con un estilo claro, humilde y directo, ha resonado no sólo en el corazón de los católicos, sino en el de muchos creyentes de otras confesiones y personas de buena voluntad.
Pero este éxito tiene su costo. Los obispos de los Estados Unidos han optado en los últimos años por posiciones muy firmes en el campo de la sexualidad, la ética de la vida y la libertad religiosa, frente a una actual administración que en estos campos se ha mostrado desaprensiva, cuando no autoritaria. Difícilmente hayan quedado satisfechos con este aspecto de la visita, que no refuerza por cierto la autoridad de su prédica. El encuentro con Fidel Castro puede ser un gesto de misericordia, y también una condición para alcanzar un objetivo de vital importancia como es la apertura de Cuba al mundo. Pero deja en la penumbra el hecho de que Castro ha sido un dictador despiadado, y que muchos presos políticos todavía languidecen en las cárceles cubanas sin ninguna garantía legal. ¿Qué pensarán los obispos cubanos? La calurosa cordialidad con Evo Morales o con Correa en su viaje anterior produjo una indisimulable incomodidad en los respectivos episcopados, que vieron erosionada la firmeza de su posición frente al autoritarismo de ambos presidentes. Y a principios de año, en su viaje a Filipinas, la diferencia de enfoque en ciertas cuestiones respecto del episcopado local fue manifiesta y embarazosa.
Si no nos dejamos deslumbrar por los resultados de corto plazo, ejemplos como éstos testimonian una dificultad. No bastan las buenas intenciones, y los propósitos de llevar adelante eventuales cambios de estructuras. Hay que reflexionar también sobre las consecuencias de un hecho, cuya magnitud y relevancia era difícil de prever algunas décadas atrás: las posibilidades que dan las comunicaciones modernas para que el Sumo Pontífice se desplace en cuestión de horas a cualquier rincón de la tierra, y para que su imagen penetre en tiempo real en todos los hogares y sus palabras resuenen en todos los oídos, le reportan un protagonismo que puede tornarse excluyente, y que es capaz erosionar la autonomía de las iglesias locales así como la autoridad de sus pastores.
Por supuesto que las respuestas a este problema no son fáciles. Lo importante es que, aún valorando la gracia del tiempo presente, no caigamos en el exitismo, sino que nos esforcemos en la búsqueda de nuevos equilibrios. Que los obispos no tengan que mirar a Roma a cada paso para saber lo que tienen que decir. Que haya instancias de auténtico ejercicio de la colegialidad episcopal. Que las iglesias locales puedan ser protagonistas de su propia vida. En una palabra, que logremos hacer de la Iglesia una comunidad de comunidades, que aun amando al Sumo Pontífice, necesite hablar de él relativamente poco