El milagro y las leyes

Un recorrido por grandes pensadores que se detuvieron en el problema de los milagros, para concluir en el misterio de la fe.

Imaginemos que un niño ha quedado atascado en las vías del ferrocarril, cuando el tren rápido está a punto de pasar. Pero cuando el tren ya está a pocos metros del niño, se detiene bruscamente. El maquinista acaba de sufrir un desmayo, con lo cual se accionó el freno automático y se evitó una tragedia: un verdadero milagro[1] .
Todos los días los medios nos hablan de casos como este: el pasajero que no alcanzó a tomar ese avión que acabó por estrellarse; el obrero que cayó de un décimo piso pero lo salvaron las ramas de un árbol; el bebé que sobrevivió varios días bajo los escombros del terremoto…
La extrema improbabilidad de estos casos lleva a calificarlos de milagrosos, y si somos creyentes se los atribuimos a la intervención divina. Pero esto no deja de plantear otras preguntas: “¿Por qué Dios salvó a este y no a aquel otro? ¿Por qué ese que acababa de salir de una difícil operación murió cuando chocó la ambulancia que lo llevaba?”
Lo que ocurrió es tan improbable que parece imposible, y sugiere una intencionalidad: algunos la atribuirán al destino y otros a la providencia. Pero imaginar a la mano de Dios deteniendo al tren al estilo Superman es tan infantil como creer que también tuvo que intervenir para desmayar al maquinista. De ser así, también se hubiera necesitado una intervención sobrenatural para asegurar que los frenos funcionaran. Pero si preferimos imaginar que toda la secuencia estaba predeterminada por Dios desde el comienzo de los tiempos, no sólo estaremos negando el libre arbitrio, sino apelando a un determinismo que la ciencia ya ha superado.
De hecho, el niño del ejemplo se salva por hallarse en la intersección de tres series de hechos: las causas que lo llevan a estar en situación de peligro, la fisiología del mótorman y el buen funcionamiento del servomecanismo. Este cruce de series causales ya lo conocía Aristóteles, quien propuso un caso similar: el del hombre que es asesinado cuando se levanta a tomar agua en medio de la noche[2] . Por haber consumido una comida salada se despierta con sed y sale para ir al aljibe. Allí se encuentra con unos delincuentes que están esperando al primero que llegue. A estas dos series, Jacques Maritain le añadía una tercera: la secuencia de los movimientos geológicos que han llevado agua al subsuelo del lugar.
Lo primero que cabe observar es que ninguna de las series incluye causas que no sean estrictamente naturales. Lo que hace que su intersección sea “milagrosa” es su providencialidad. El milagro está en que las series se crucen precisamente en ese momento.
La misma observación podría hacerse respecto de los milagros bíblicos. El cruce del Mar Rojo y del Jordán, el maná, la estrella de Belén y otros milagros han sido explicados de manera convincente recurriendo a causas naturales. Pero el milagro no está en que se partieran las aguas del mar, sino en que eso le permitiera al pueblo de Israel salir de la esclavitud, o que una nova lograra atraer a los sabios persas a un pesebre en Belén. Lo sobrenatural no es una mano que se entromete en la naturaleza; está en el entramado de las cadenas causales.
En el milagro creemos entender cuál es la causa final (el para qué), pero no podemos discernir el cómo, la causa eficiente. Pero por más increíble que pudiera parecer hay que admitir que puede llegar a explicarse por el poder causal de las criaturas. Así lo admitía Tomás de Aquino, quien prudentemente definía al milagro como “algo que escapa al orden habitual de las cosas.” Usar a Dios como hipótesis ad hoc para explicar lo que no entendemos sólo sirve para tapar los baches de nuestra ignorancia. De allí, la regla que se atribuye a Leibniz: “No hay que multiplicar los milagros más allá de lo necesario.”

Los filósofos y el milagro
Es habitual definir al milagro como “una violación de las leyes de la Naturaleza”; lo cual no sólo parece indigno del Dios que ha creado las leyes y la naturaleza; también permite descalificar como crédulo e ignorante a quien cree en Dios y en los milagros.
El agnóstico por default, que no suele preocuparse por averiguar en qué creen quienes creen, entiende que toda la fe del creyente depende de esos milagros que implora cuando está en dificultades. Sin embargo, basta hojear los catecismos más recientes para ver que ninguno tiene un apartado especial para los milagros, a los que suelen tratar como “signos del Reino de Dios”.
Entre los filósofos modernos, el primero que se ocupó en descalificar los milagros fue Baruch Spinoza (1632-1677). Para Spinoza, Dios y la Naturaleza eran lo mismo, de modo que una “interrupción repentina del orden natural” resultaba algo esencialmente contradictorio, que sólo el vulgo podía aceptar. Spinoza, que era panteísta pero se cuidaba de aclarar que su “naturaleza” era mucho más que la materia [3] , llegaba a concluir, paradójicamente, que lo que llevaba al ateísmo era la creencia en milagros.
Quien impuso la idea de que el milagro era una violación de las leyes naturales fue otro filósofo, el escéptico David Hume (1711-1766). Así lo recordaban el escritor C.S. Lewis y el Catecismo holandés de 1965.
Aludiendo implícitamente a la resurrección de Cristo, Hume afirmaba que el milagro nace de la ignorancia, que nos dispone a creer en los errores y mentiras de quienes lo proclaman[4] . Para juzgar si algo era milagroso o no, había que cotejarlo con la experiencia, para ver si violaba “las leyes de la Naturaleza”. Con esta expresión, Hume no se refería a enunciados científicos como la gravitación o la inercia sino tan sólo a la regularidad de los fenómenos que observamos a diario. El ejemplo que elegía, sin embargo, no era el más afortunado. Citaba a ese príncipe de la India que nunca había visto congelarse un río y por eso se negó a creer que un elefante pudiera caminar sobre el agua. Por cierto, Hume hubiese hecho el mismo papel si alguien le hubiese hablado del teléfono celular o de Internet. Su empirismo radical no se hubiera conmovido ni siquiera con las pruebas físicas, con lo cual acabaría por comportarse más como ignorante que como escéptico.
Por más que en el resto de su obra también pone en duda a la ciencia y al principio de causalidad, para este caso Hume se apoya en la idea de una Ley Natural inviolable. Sin embargo, este concepto, que era desconocido por los antiguos, se impuso en base a la creencia monoteísta en un Legislador supremo, y entró en vigencia recién con la ciencia moderna.
En el siglo XIII Alejandro de Hales ya había presentado al milagro como un hecho contra naturam, pero fueron los nominalistas quienes sacaron el problema del campo de la racionalidad. Occam atribuyó los milagros a un Dios tan arbitrario que, de antojársele, podría premiar a los pecadores o encarnarse en un asno. De ahí que en inglés los terremotos y demás calamidades físicas aún se siguen llamando acts of God, acciones de Dios.
Cuando se impuso el deísmo de Boyle, Wilkins, Sprat y el mismo Newton, el milagro siguió siendo anti-natural, si bien se hacía necesario para ajustar el funcionamiento de la naturaleza: servía para evitar, entre otras cosas, que el cosmos colapsara sobre sí mismo. Los deístas impusieron la idea de ese Dios “relojero” que le había dado cuerda al cosmos para desentenderse luego de él. Hume apuntaba precisamente a ellos, argumentando que la idea de un Dios que violara sus propias leyes sólo podía caberle a los bárbaros e ignorantes.
Gottfried Leibniz (1646-1716), que aspiraba a mantenerse cerca de la ortodoxia, tampoco dejaba de señalar la dificultad que implicaría violar el orden natural, considerando el equilibrio y la trabazón de todas las cosas en el mundo físico. Con cada milagro, Dios se vería obligado a restaurar inmediatamente el orden natural para no dejar fisuras en su Creación.
Esto llevaba a Leibniz a distinguir entre los milagros en sentido epistemológico, que podrían explicarse por causas naturales desconocidas (“la acción de los ángeles”) y los milagros ontológicos, como la Creación y la Encarnación. En conclusión, el único milagro propiamente dicho era la misteriosa acción por la cual Dios sostiene al mundo y lo lleva a su perfección[5] .
Las leyes son pautas generales y el milagro es, por definición, un hecho singular. No podemos calificarlo como violación de una ley, porque puede responder a una ley de nivel más alto que esté lejos de nuestro alcance. Del mismo modo –decía C.S. Lewis– los cuerpos sólidos exponen muchas verdades de la geometría plana pero las figuras planas no poseen ninguna de las propiedades de los sólidos[6] .
El concepto de “ley natural” nació con la física y fue acotándose a medida que otras disciplinas adoptaban la metodología científica para aplicarla a fenómenos donde el determinismo no era tan claro. A lo largo de la historia, muchas certezas que en su momento parecían inviolables fueron “violadas” o refutadas por enunciados más generales: así desaparecieron el flogisto y el éter por obra de Lavoisier y Michelson. Los eclipses eran milagrosos para el pueblo sumerio, pero no para los sacerdotes, que ya conocían su frecuencia. El magnetismo era un enigma hace unos siglos y hoy es apenas una forma de la fuerza electrodébil.
Hoy sabemos que las leyes físicas tampoco son deterministas sino probabilistas, lo cual las hace más flexibles. En perspectiva determinista se las veía como prescriptivas, a la manera de las leyes que rigen a la sociedad civil[7] . Ahora somos más modestos, y las vemos como descriptivas: describen lo que ocurre con regularidad y tratan de explicar sus anomalías. Aun podemos admitir que a nivel cuántico rige la indeterminación, pero confiamos en que en el mundo de la experiencia los hechos ocurrirán tal como lo determina el cálculo, así se trate de manzanas que caen del árbol como de naves que viajan a Marte.

La fe y los signos
Los antiguos no necesariamente pensaban los milagros como demostraciones del poder divino: Agustín y Tomás los veían como hechos que provocaban admiración pero cuyo valor iba más allá de ellos mismos. Pero el Antiguo y el Nuevo Testamento están tan llenos de hechos maravillosos que una teología radical como la de Bultmann creyó necesario “des-mitologizar”.
Un texto clave (Hechos 2,22) describe las obras de Cristo como milagros (térata), prodigios (dynameis) y señales (semeia). La palabra téras significa “maravilla” y aún la seguimos usando cuando medimos en terabytes la capacidad de las computadoras. Lo mismo vale para los “prodigios”, pero mucho más interesante es el concepto de “signo”, que se vincula con la fe.
San Agustín no le asignaba al milagro un papel decisivo en la apologética. Si en el pasado los milagros habían sido útiles para la propagación de la fe, ya no había que estar pendiente de ellos y era preferible contemplar los milagros cotidianos, como la belleza de la Creación. Los milagros y el consenso de los creyentes “robustecen la fe, pero no son estrictamente necesarios para el sabio”.
Definía al milagro como “aquello que, siendo arduo e insólito, parece rebasar las esperanzas posibles y la capacidad del que lo contempla”[8] . En este marco, un hecho insólito, como sobrevivir a una catástrofe, o uno inesperado, como obtener una recompensa, pueden parecer milagros, pero del mismo modo que lo sería “ver a un hombre que vuela”. Menos espectaculares pueden ser cosas como la conversión o la liberación de culpas y obsesiones, aunque también en este caso podríamos analizar las series causales que los ocasionan.
Agustín propone que para reconocerlos como milagros pensemos si suscitan gratitud y benevolencia. La gratitud que generan es precisamente lo que nos hace sentir la presencia divina. Pero esto no significa reducirlos a lo subjetivo ni a lo ilusorio; es remitir el hecho maravilloso al ámbito de la fe. Aquello que fuera de la fe no pasa de ser un hecho insólito o una anomalía inexplicable, adquiere otro sentido cuando la fe nos permite verlo en manos de Dios. Para ver cómo el Evangelio insiste en esto, basta repasar la secuencia de milagros que aparecen en san Mateo. Al centurión, Jesús le dice “Hágase contigo según tú has creído” (Mt. 8,13); a la hemorroísa, “tu fe te ha salvado” (Mt. 9,22); y a los ciegos, “hágase en vosotros según vuestra fe” (Mt. 9,29).
Cuando los malos dramaturgos alejandrinos no sabían cómo resolver una tragedia hacían bajar a los dioses al escenario mediante una grúa de utilería: ese es el origen del famoso deus ex machina: una estratagema para eludir el problema. Lo mismo ocurre cuando los malos metafísicos renuncian a la ciencia y recurren al “Dios de los baches” (God of the gaps), obligándolo a hacerse cargo de nuestra ignorancia.
El milagro no es ninguna de estas dos cosas. La fe no viene a violar el orden de la naturaleza, sino a darle sentido. No es cierto que la fe se apoye en los milagros: son los milagros los que adquieren sentido por la fe.

[1] Cfr. R.F.Holland. Cfr. “The Miraculous”,  American Philosophical Quarterly 2 (1965)

[2] Aristóteles, Metafísica VI 3 1027 b

[3] Baruch Spinoza, Tratado teológico-político, cap. VI, 10-11

[4] David Hume. Investigación sobre el entendimiento humano (1777), secc 10. Cfr. Louis Ard. “Miracles and Science. The Long Shadow of David Hume”. The Biologos Foundation: www.Biologos.org.projects/scholar essays.

[5] G. W. Leibniz, Teodicea, 249

[6] C.S.Lewis, Miracles (1947) cap.14 (Harper-Collins e-book)

[7] Cfr. Robert A.Larmer, “The Meaning of Miracle” en The Cambridge Companion to Miracles, Ed. Graham H.Twelftree. New York, Cambridge University Press, 2011

[8] San Agustín. De utilitate credendi, a Honorato, cap. XVI

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