En julio pasado falleció en Italia el sacerdote Arturo Paoli, a los 102 años. En Fortín Olmos, diócesis de Reconquista, Santa Fe, desarrolló una gran tarea pastoral. Desde estas páginas lo recordamos con párrafos de un artículo suyo que se publicó en CRITERIO del 11 de febrero de 1965.
“Todo es de ustedes, ustedes son de Cristo, Cristo es de Dios” (I Corintios, 3, 21-23).
El hombre artífice
El hombre ha llegado a una etapa de la historia en la que su “obrar” ha alcanzado proporciones tan enormes y su potencialidad se ha enriquecido en tal medida, y al mismo tiempo son tantas las implicaciones políticas que lo atormentan, que el momento del cuidado de las cosas parece desequilibrarse. La producción y la distribución, los dos tiempos del ritmo del trabajo, pesan tanto que arrastran al hombre hacia la alienación. Lo que equivale a decir que parecería que la evolución del mundo, imposible sin actividad humana, es un fenómeno ajeno al crecimiento del hombre y casi su opuesto.
A los cristianos nos guía en la espera el Evangelio; pero este tramo de la historia se nos presenta verdaderamente angosto y doloroso. Al que pierde el alma en cambio de estructuras nuevas, el Salvador le recuerda que no “vale ganar el mundo entero, si se malogra el alma” (Mateo 16, 26), y reprende sin remisión y con dureza a quien no quiere cambiar por miedo o por interés personal: “El que quiere salvar su vida, la perderá” (Mateo 16, 25). Es evidente que no pueden salvarse al mismo tiempo el hombre y las estructuras que lo alienaron. Cualquier mensaje espiritual que se dirija al hombre en el estado de alienación en que se encuentra está fatalmente condenado a parecer abstracto y a semejar una nueva forma de alienación.
El slogan religión-opio contiene mucho más verdad de lo que pudimos suponer en medio de la indignación provocada por la ofensa.
El hombre político
El hombre no puede gozar de la propiedad de las cosas si no tiene conciencia de su carácter de “organizador”. Por las mismas razones que el trabajador, es también político. El trabajo lo impulsa a encontrar estructuras políticas que le permitan satisfacer su fundamental exigencia de artífice, es decir, de “creador de formas”, de “hacedor de artificios”, como dice Mounier, y, contemporáneamente, al crecer su actividad de “hacedor de formas” en el tiempo, condiciona las estructuras sociales y políticas. El trabajo lo convierte en propietario de las cosas y le confiere el derecho a participar en la posesión de los bienes de la tierra y a través del trabajo descubre la comunidad.
La meta de la justicia
Si el trabajo aliena al hombre, otro tanto hace la organización política, y es por eso que el hombre está perdido bajo los dos aspectos esenciales del “hacer” y el “custodiar”. El trabajo lo desnaturaliza y lo aleja del conocimiento de sí mismo. La organización política resulta impotente para defenderlo. El tema se extiende.
Lo que el hombre busca por medio del cambio de las estructuras políticas es la unidad en la pluralidad: salvarse a sí mismo consciente de ser miembro de una comunidad integrada por muchos. Ingresa al mundo del “hacer” como dueño, como quien domina las cosas inferiores a él; pero en el mundo de la organización política, convertido en piedra viva, debe formar el edificio junto con los otros. “Todo esto es de ustedes”, pero a condición de luchar, de ganar lo que corresponde con “el sudor de la frente”, tanto en el trabajo como en la organización política, pues en ésta última se defiende el título conquistado con el trabajo. “Todo es de ustedes”. Sí, pero ¿los papeles están en regla? ¿Cuáles son los títulos de propiedad? Si se quiere, se puede entrar por muchas puertas y adueñarse por diferentes métodos, y hasta por la violencia, pero los desequilibrios sociales denuncian rápidamente la usurpación. Se entra sólo por “hacer” y “custodiar”; todos los otros títulos son falsos. El trabajo inicia el tema de la justicia y la obliga a ser concreta, a colmarse de sentido.
El espíritu profético
Para alcanzar la hondura que permite conocer la ley histórica que actúa en profundidad y en extensión, para descubrir el derecho de todos, no olvidar a nadie, reducir lo múltiple a la unidad y extender los derechos de cada uno hasta sus últimas consecuencias (Mateo 25, 40 – Juan 23, 23), sólo existe el espíritu de profecía. Sólo cuando se ha llegado a esa profundidad, desde donde es posible mirar con ojos contemplativos la ley de la historia, pueden juzgarse las estructuras que concretamente asume la condición humana.
El problema de la relación del hombre con las cosas no es un problema de dosificación o de templanza, como se lo presenta cuando se lo circunscribe a la categoría de moralidad; es ante todo un problema de sabiduría. “La verdad los hará libres” (Juan 8, 32). Libres con la libertad que permite estar en el mundo sin ser poseídos, ni arrebatados, ni alienados por él. Cada hombre, de acuerdo con su situación, dentro de pequeño fragmento de realidad a su alcance, debe hallar la verdad; es decir, debe encontrar el verdadero nombre de las cosas y el sentido de la historia.
Los que tienen responsabilidades de mando suelen obedecer a juicios exteriores y ajenos, aceptan preconceptos librescos y, al carecer de mirada contemplativa, embrollan la historia y pierden el rumbo a pesar de que con gran aplomo pretendan que lo saben todo y que están muy seguros de lo que hacen. La pobreza de intuición pastoral de los hombres de Iglesia, la escasez de intuición política de los hombres de gobierno o la careza de un conocimiento verdaderamente profundo del hombre en quienes se ocupan de organizaciones humanas, suelen cubrirse con técnicas y estructuras complicadas, cuyos signos exteriores de eficacia disimulan una verdad muy diferente. La abdicación de la verdadera vida interior tiene como consecuencia un inmediato extravío. El no contemplativo, pierde el rumbo. A determinado nivel de responsabilidad, debería corresponder un adecuado nivel de capacidad contemplativa. “Si un ciego guía a otro, los dos caerán en un pozo” (Mateo 15,15). Es cierto que no todos están obligados a ver con tanta claridad y profundidad, ni con tan amplias perspectivas. La gran mayoría puede vivir de acuerdo a una pequeña sabiduría común que le permite evitar grandes errores. El espíritu contemplativo no es un lujo, ni un privilegio aristocrático de quienes se abren camino por medio de la cultura; pero desde luego que lo conquistan muy pocos.
Contemplación y pobreza
El peor servicio que se puede hacer a un pobre es quitarle la “beatitud” de la pobreza. Nuestra estructura social y la organización de la vida de hoy están hechas para los ricos. Aplastan al pobre con la injusta distribución de los bienes, y sobre todo, y todavía más profundamente, lo destruyen por el contagio de la concupiscencia. Los ricos viven drogados; ven las cosas fuera de foco, y ese estado de alienación en el que se mueven los hace vulnerables a cualquier tipo de propaganda. Al pobre no le queda otra posibilidad, debe vivir dentro de las mismas estructuras. Aquí, donde yo vivo, en medio de los pobres, la radio recomienda numerosos productos, anuncia curas milagrosas y enumera lugares para divertirse que no son más que bosques mágicos y laberintos inventados para que algunas personas, a fuerza moverse y cambiar, sigan dándose cuenta de que viven. Mis amigos están al margen de esos lugares. No tienen plata para pagar la entrada y ni siquiera saben dónde puede estar. Pero van con el deseo; aprenden a fugarse de la realidad en la forma que Cristo consideraba más peligrosa. No sueñan como niños, porque tienen verdaderos deseos que se dirigen hacia cosas lejanas pero posibles. Por eso las bienaventuranzas tienen raíces en el espíritu y no en los objetos; dependen de la actitud que el hombre toma ante las cosas. Por ese motivo el espíritu de contemplación resulta en la práctica poco frecuente en todos los niveles. Sin embargo es insustituible. Sólo la mirada pura, conquistada por medio de la pobreza de espíritu, puede volver a colocar las cosas en su sitio.
“Todo es de ustedes”
“Todo es de ustedes”. Estamos frente a una de las relaciones más simples, más universales. Es casi instintiva. Todo lo que ves, todo lo que usas, todo lo que puedes alcanzar, es tuyo. Es tuyo porque eres hombre. Sólo el hombre puede poseer; pero para poseer debe comprender, pues de lo contrario su poseer se transforma en alienar. El hombre que así posee, toma las cosas y al dejarlas, salen de sus manos alteradas, cargadas con el sufrimiento, y los gemidos que el mismo hombre ha dejado en ellas. Si no se sabe que las cosas son bellas, son bienes, son valores, ¿es posible conservarlas? Y si no se las conserva, resguardándolas por medio de estructuras inspiradas por la justicia y el amor, ¿pueden continuar siendo bienes? “Todo es de ustedes, ustedes son de Cristo, Cristo es de Dios”: Los bienes que tengo delante de mí y que son míos, son bienes, no son sombras, ni apariencias, porque han sido pensados y creados por Aquél que es, y están ordenados y salvados de la alienación definitiva porque están en Cristo, porque “todas las cosas subsisten en Él” (Colosenses I, 17), atraídas como por un centro en torno a la que giran por obra de una ley inexorable, orientadas hacia Él por la fuerza de la resurrección.