Un lugar en la Argentina a mediados del siglo pasado. Exponente del daño ecológico y humano de un capitalismo devastador que, acompañando las variaciones internacionales de los precios de los recursos naturales, estaba en retirada en busca de mejores ganancias. Ése era Fortín Olmos, en la Cuña Boscosa, en el norte santafesino.

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Allí recalaron en enero de 1960 tres sacerdotes miembros de la Fraternidad de los Hermanitos del Evangelio, más conocidos como Hermanitos de Foucauld, liderados por Arturo Paoli. Habían acordado instalarse en la Cuña con el diocesano del lugar, monseñor Juan J. Iriarte, en la novísima diócesis de Reconquista.
El hermano Paoli volvió a la casa del Padre el 13 de julio de este 2015, a los 102 años.
En su Italia natal –era de la ciudad de Lucca– participó activamente en los grupos juveniles de la Acción Católica y ocupó cargos de responsabilidad nacional. Durante la Segunda Guerra asistió a judíos perseguidos y por ello recibió luego distinciones internacionales. Como sacerdote siempre se inclinó por posiciones social y políticamente muy comprometidas, granjeándose enemistades con miembros de la jerarquía. En 1954 embarcó como capellán en un barco argentino que traía familiares de migrantes ya radicados, oportunidad en que conoció a un Hermanito de Jesús; eso lo decidió a postularse y hacer en Argelia un noviciado en la Fraternidad.
Regresó a la Argentina. Instalado en el monte santafesino, Paoli, gran movilizador de gente, frecuentemente viajaba a Buenos Aires, Santa Fe y otras ciudades para concientizar y hablar de la situación en la Cuña Boscosa y la obra que realizaban. Pudo así congregar militantes que vivían allí una fe más comprometida. Esta atracción de gente no estaba exenta de dificultades: producía tensiones la transitoriedad de la presencia de externos. El ideal de los Hermanitos de Foucauld era la reconciliación entre las partes, pero luego debieron tomar partido “precisamente en nombre del evangelio”, pues las condiciones eran de “total y absoluta esclavitud”, como testimonió el mismo Paoli. No fue la única experiencia que arrancó con ilusión pero que, al funcionar como enclave, no logró cabalmente el éxito buscado por carecer de condiciones contextuales y estructurales para crecer. Cercano a monseñor Angelelli, en 1971 participó de la creación de un noviciado en Suriyaco, La Rioja.
Viajó a Venezuela y debido a amenazas recibidas, no regresó al país. Allí, y luego en Brasil, orientó su acción en temas de la mujer; trabajó con prostitutas y también con los sin tierra y los sin techo.
Arturo Paoli fue un actor importante, inquieto y molesto, en una Iglesia en que ya barbechaban los cambios que irrumpirían con el Concilio Vaticano II. Era de esas personas que por su fuerte testimonio suscitan reflexiones, personales y colectivas, acerca de lo que es ser sal y luz en el mundo. Se ha dicho que era optimista empedernido, no ingenuo sino optimista evangélico, y él mismo gustaba decir que el mundo debía ser “amorizado” o llenado de amor.
Como en tantos otros casos, no cambió el mundo como deseaba, pero en varios países sí pudo ser, desde su fe y su caridad, un amigo y un hermano que socorrió a quienes más lo necesitaban.

[1] R. Murtagh, Iglesia y compromiso, Ágape, BA, 2014.

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