Cómo fue el proceso de construcción de la imagen heroica del General José de San Martín desde principios del siglo XIX.
Quienes desde nuestra infancia más tierna fuimos sometidos a los rituales de la liturgia patria podríamos considerar del todo natural que el panteón de sus deidades se encuentre presidido por la figura del General José de San Martín, cuya idealización supo alcanzar en la escuela argentina niveles a veces delirantes. Recuerdo, por ejemplo, que una de mis maestras llegó a decirnos que San Martín era tan santo que jamás había matado a un enemigo: el célebre sable corvo, sostenía, lo utilizaba para “pegarles” a los realistas en el campo de batalla. Nunca dejé de sonreír con simpatía al recordar esa idea de mi señorita, que expresaba tan prístinamente una de las imágenes más sublimadas del héroe, la del «Santo de la espada» que acuñaran -principalmente, pero no sólo- Ricardo Rojas y José Pacífico Otero en los años treinta.
En los últimos años ha habido interesantes contribuciones de historiadores en relación con el proceso que transformó a San Martín primero en prócer y en “Padre de la Patria” después. Esos estudios resultan de sumo interés por diferentes motivos. El más importante es que ponen en evidencia cosas que para los historiadores son obvias –o deberían serlo–, pero que no lo son en absoluto para el común de los ciudadanos: que el hecho de que San Martín ocupe el sitial de honor en el panteón de los héroes patrios es el resultado de un proceso de construcción discursiva; que ese proceso pudo ser diferente y elevar al mismo rango a otro héroe revolucionario; que el resultado final se explica a partir de elecciones de determinados personajes de nuestra historia que actuaron buscando soluciones a los problemas que a su juicio debía sortear el país. Otro motivo de interés de esos estudios es que a través de ellos podemos comprender mejor los contextos en que se formularon esos diagnósticos de los problemas y se propusieron tales o cuales soluciones. Todo ello, vale la pena aclararlo a fin de no herir susceptibilidades, no responde en absoluto a ninguna intención de desmerecer la actuación pública de San Martín ni poner en duda sus valores como hombre público, sino simplemente al deseo de conocer mejor el pasado, con la debida conciencia de que los próceres, al fin y al cabo son hombres de carne y hueso, y como tales también dudan, se contradicen, se confunden, se equivocan y desean que la posteridad los recuerde cuanto menos con benevolencia.
El caso de San Martín es interesante, además, porque la tarea de construcción de su imagen heroica data de la época misma en que le tocó actuar como militar revolucionario y fue en parte encarada por él mismo. Tras la victoria de Chacabuco (1817) y Maipú (1818), en diversas ciudades se realizaron actos celebrativos en los que se lo proclamó libertador y héroe, con iluminación de calles y plazas, composiciones poéticas y hasta con la colocación de su retrato en el escenario del por entonces único teatro porteño. Por otra parte, él mismo, en discursos y arengas pronunciados durante las campañas militares –como es el caso de una célebre proclama del 20 de agosto de 1820–, se ocupó de refutar a sus “calumniadores” y de declarar que su vida y su honor estaban enteramente consagrados a la causa independentista. Esa causa, decía, había sido siempre su único pensamiento, como su única ambición había sido “la de merecer el odio de los ingratos y el aprecio de los hombres virtuosos”.
En los años que siguieron a las campañas de Chile y Perú San Martín debió justificar repetidamente algunas de sus actitudes y decisiones políticas, por entonces ásperamente criticadas por parte de sectores de la opinión pública en los países en que había actuado. Por ejemplo, la decisión de haber buscado una salida monárquica para el Perú, la de abandonar ese país a juicio de muchos prematuramente, o la de haber desobedecido a las autoridades porteñas cuando le ordenaron que interviniera en la crisis que condujo a la caída del Directorio en 1820. Las críticas hacia el prócer arreciaban en Lima, en Cuyo y en Buenos Aires tras su salida de Lima y su regreso primero a Chile y luego a las provincias argentinas. Su llegada a Buenos Aires fue saludada tibiamente por las autoridades, que no organizaron ninguna celebración oficial, mientras la prensa apenas le dedicó algunos elogios en formato reducido. Por eso tras su regreso a Europa el general se dedicó a justificar su actuación durante las campañas militares y durante su desempeño como protector de Lima, “ordenando” sus papeles con el objeto de explicar “los hechos y motivos sobre que se ha fundado mi conducta en el tiempo que he tenido la desgracia de ser hombre público”.
Esos esfuerzos de San Martín encontraron eco en los románticos argentinos enemigos de Rosas, algunos de los cuales –como Alberdi, Sarmiento y Frías– lo visitaron en Francia. Esos hombres, preocupados en recuperar los valores e ideales que consideraban propios de la Revolución y a la vez pisoteados por la dictadura de Rosas, echarían un manto de olvido sobre las preferencias monárquicas que en el pasado había manifestado el prócer para rescatar su contribución a la revolución en clave republicana. Además, San Martín mismo dejó el encargo de entregar su archivo a un historiador capaz de narrar debidamente la gesta de la independencia, y la elección de su yerno Mariano Balcarce recayó en Bartolomé Mitre.
Esos hombres de la generación romántica fueron quienes en la coyuntura política sucesiva a Caseros encararon la tarea de reorganizar el país, superar la infinita serie de contiendas civiles, construir el Estado nacional y atraer los brazos y los capitales que juzgaban necesarios para encaminar a la Argentina por la senda del anhelado progreso. En ese contexto, y con esos objetivos, la figura de San Martín proporcionaba el ejemplo de un héroe de la independencia que había demostrado su desinteresado amor a la patria y se había negado a intervenir en las “luchas fratricidas”. El “ostracismo voluntario” de San Martín era el del prócer no suficientemente apreciado por sus contemporáneos, pero que debía serlo por la posteridad, criticado injustamente por haber refutado desenvainar su espada contra sus compatriotas. Así, motivos de crítica en la década de 1820 se transformaron en motivos de elogio a partir de la de 1860. La repatriación de los restos de Lavalle y Rivadavia en ese año permitían exaltar la tradición liberal contra el pasado rosista, pero se trataba de próceres que no podían proponerse como símbolos de la unidad nacional, justamente a causa de su compromiso militante en los enfrentamientos entre unitarios y federales. En 1862 Mitre, vencedor de Pavón y figura dominante, primer presidente electo del período de la organización nacional tras el enfrentamiento de una década entre Buenos Aires y las demás provincias, ordenó construir la estatua de San Martín en la Plaza del Retiro, antiguo Campo de Marte, donde había funcionado el cuartel del regimiento de granaderos a caballo. El tema de la unidad nacional se advierte también en el frontis de la catedral, que data de esa misma época y representa el encuentro bíblico de José (figura de Buenos Aires) y sus hermanos (figura de las otras provincias).
Así como la Iglesia Católica eleva a los altares a santos y a santas con el objeto de proponer a los fieles determinadas virtudes religiosas, los países elevan a los altares de las patrias a sus héroes para proponer a sus ciudadanos determinadas virtudes cívicas. El San Martín del Mitre de aquellos años es el héroe de la independencia, pero también el fundador de “repúblicas democráticas”, campeón de la libertad, síntesis de las virtudes patrióticas que el Estado en construcción creía necesario inculcar a sus ciudadanos en el presente con vistas a un futuro promisorio. Esa imagen de San Martín se volvió oficial y se difundió profusamente a través de biografías, monumentos, discursos, manuales escolares e iconografía. En 1877, en el contexto de la política de conciliación de los partidos en pugna, el presidente Nicolás Avellaneda inició el proceso de repatriación de los restos de San Martín. En 1878 el día del nacimiento del prócer fue declarado feriado nacional, con grandes celebraciones, concursos literarios, liturgia católica, desfile de guerreros de la independencia supervivientes, conciertos y bailes. En 1880 los restos del general llegaron a Buenos Aires y las celebraciones y discursos exaltaron la figura del símbolo de la unidad nacional. Sarmiento consideró el acontecimiento como signo del inicio de una nueva era de paz y progreso; el presidente Avellaneda destacó la negativa de San Martín a transformar “su espada en cetro”, subrayando de ese modo la necesidad de que el ejército se subordinara al poder civil. Para entonces la inmigración de masas había comenzado, y las elites culturales y políticas empezaban a prever la necesidad de fortalecer una identidad nacional que nacía “amenazada” por el aluvión cosmopolita. La decisión de colocar los restos en una capilla de la catedral y no, como había querido el prócer, en el cementerio público de Buenos Aires, era otra forma de dar a su figura el carácter de prenda de unidad nacional, por encima de toda bandería. La oposición de ciertas figuras de la intelectualidad porteña a que San Martín descansara en un templo católico, como fue el caso de Juan María Gutiérrez y Adolfo Saldías, fue prudentemente desoída.
En el siglo XX fueron numerosos los intentos, más o menos logrados, de apropiación y de re-significación de la figura de San Martín. Por ejemplo, la apropiación nacionalista católica. Desde la época del Centenario el catolicismo inició una operación historiográfica tendiente a catolizar la Revolución, que alcanzó su punto culminante en los años ’30 y ’40 con el desarrollo de la idea de que las “fuentes ideológicas” de Mayo debían buscarse en la neo-escolástica española del siglo XVI y no en la Ilustración dieciochesca francesa: en el jesuita Suárez, no en el impío Rousseau. Parte de esa iniciativa implicó la catolización de San Martín, del que se enfatizarían ciertos hechos (como el nombramiento de la Virgen del Carmen como generala del Ejército de los Andes) y se olvidarían otros (como las diatribas anticlericales, algunas subidas de tono, que el prócer consignara en su correspondencia privada con Guido). Se discutiría largamente, en ese contexto, si había sido masón o no, olvidando –o deseando olvidar– que muchos masones del siglo XIX fueron católicos, tal vez fervorosos. San Martín además era militar, y por tanto su figura simbolizaba la sintonía nacionalista católica que unía a Iglesia y Fuerzas Armadas en el contexto de la crisis de la democracia liberal que caracterizó al período de entreguerras. El Instituto Sanmartiniano, creado en 1933 y presidido inicialmente por el historiador católico José Pacífico Otero, pasó a transformarse en 1944 en organismo nacional y fue colocado bajo la órbita castrense. También es preciso recordar el intento revisionista de apropiarse de San Martín, quien –en esa perspectiva historiográfica–, si bien se había negado a desenvainar su espada en las contiendas civiles, como quería la vieja tradición, había sin embargo manifestado su solidaridad con Rosas en el momento del bloqueo anglo-francés y le había hecho don nada menos que de su célebre sable corvo.
Como dije más arriba, la Iglesia tiene sus santos y santas y las naciones tienen sus héroes y heroínas. Elevarlos a los altares, de la Iglesia o de la Patria, supone operaciones discursivas hechas de recuerdos selectivos y de oportunos olvidos. La tarea más noble del historiador, aunque a veces resulte irritante, es la de explicar por qué las cosas son como son y también que podrían haber sido de otra manera. El caso de la construcción de la figura de San Martín es sumamente apropiado como ejemplo. No se trata de ninguna manera de poner en duda los méritos y virtudes del prócer, sino de recordar que fue un ser humano y que sus elevación al altar máximo de la patria fue el producto de sucesivas intervenciones discursivas y simbólicas, realizadas en determinados contextos políticos y culturales que es preciso conocer y comprender.
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Join discussionDiscrepo con el señor Roberto DiStéfano:
La tarea más noble del historiador es mostrar cómo vivieron, y cómo murieron los hombres. Bastante es saber cómo se vive y cómo se muere, sin moralejas ni recetas. Historia es la vida misma, que es la espiritual. No debería tener una finalidad definida, sino que es un fin en sí misma.
Los hombres que quedan en la historia, como el general San Martín, dejaron una obra en la historia. Vivir históricamente es trascender a otras generaciones, es sobrevivir. Y nuestro espíritu se enriquece con la vida (y muerte) de los que trascienden.
El caso es que la historia se hace tanto con el olvido como con la memoria. Desgraciados los historiadores que no saben olvidar; y desgraciados igual, quienes no saben recordar. La historia cabe con recuerdos y olvidos.
Hay que desconfiar de las explicaciones y juicios históricos, fraguados por los hombres de pluma. Más de una vez se ha visto pretender “rectificar” la historia. No se debe sustituir a la conciencia general por una conciencia sectaria.
A veces me pregunto si a San Martín no lo «crearon héroe» para mostrarle a los inmigrantes qué gran país que éramos y que clase de héroes teníamos. ¿Es solo casualidad que su «descubrimiento» por Mitre se realiza cuando comienza el «aluvión inmigratorio», del cual decía Sarmiento: «Los hijos de éstos nos van a gobernar»
El Martín Fierro se escribe también es esa época
Es falso ,querían hacer padre de la patria al cipayo de Carlos de Alvear,como se llamaba a principio de siglo,la actual avenida libertador gral san martín.¿Quié fue mayor libertador que san martín del virreinato del río de la plata entonces?
Estupenda síntesis del montaje heroico del Libertador!
Fue Sarmiento durante su presidencia quien en un acto simbólico eleva muy merecidamente al pedestal de Padre de la Patria a José Manuel Belgrano. Tan canallas fueron para con Sarmiento como para con Belgrano, los gobiernos que le siguieron, es de decir, de Mitre en adelante, casi todos militares. Por otra parte, muy bien sabemos que en cuanto a una hija o hijo, no es lo mismo ser progenitor que ser padre, toda vez que suele ocurrir que quien la o lo crea puede no ser quien la o lo cría. La idea de Patria puede entonces decirse que nació con Belgrano y creció infantilmente con San Martín.