Entre ponderaciones a su encíclica verde, el Papa ha recibido alguna observación porque la religión no debería interferir en las cuestiones científicas. A veces ha sido criticado por influir en la política. Nos preguntamos ahora si no ha invadido la autonomía de la ciencia.
El papa Francisco, en su reciente encíclica “verde” Laudato si, habla como obispo pero también como líder moral de la humanidad. Todos los creyentes pueden suscribir sus afirmaciones, incluso sus preguntas, ya que él se siente peregrino de la Verdad. Por eso, al analizar la relación entre la ciencia y la fe en el terreno de la ecología, no podemos limitarnos a la fe católica. La encíclica termina con dos oraciones que pueden ser compartidas, la primera por los creyentes de todas las religiones y la segunda por los fieles de todas las Iglesias. Y dedica un acápite de tres números (199-201), “Las religiones en diálogo con las ciencias”, a la exposición de esta problemática.
El contexto religioso
En la sección específica (n.199), nos recuerda el Papa que no debemos limitarnos al “marco cerrado” de las ciencias empíricas, olvidando lo estético, lo ético y lo religioso. Los valores éticos universales, ¿pueden ser descartados por el hecho de haber surgido en el contexto de una creencia religiosa? Confirmando esa línea, digamos que los derechos humanos no pierden valor porque hayan surgido en el contexto tradicional de los Diez Mandamientos. Y Francisco da un paso más. Sostiene que los principios éticos no pueden presentarse “de un modo puramente abstracto”. Reaparecen siempre “bajo distintos ropajes” y se expresan “con lenguajes diversos, incluso religiosos”. Digamos que el “no matar” es una formulación abstracta. En la Biblia, en cambio, aparece en forma de pregunta dirigida al primer homicida, Caín: “¿Dónde está Abel, tu hermano?”. La discusión actual sobre la pena de muerte parece otra formulación abstracta. En el Evangelio, en cambio, Jesús afirma: “El que esté sin pecado que tire la primera piedra”. Hacer desaparecer a alguien, como ocurrió en la Argentina, parece también una formulación muy genérica. En cambio, anunciar que se ha ubicado al nieto nº 100, hijo de una desaparecida, constituye un avance significativo. El contexto religioso de la reconciliación, ofrecido por los obispos, no encubre al núcleo ético, sino que lo profundiza. Lo vemos en el caso del nieto de la Carlotto, cuya familia se ha reconciliado con los padres adoptivos, superando los cuestionamientos jurídicos previsibles.
La personalidad de san Francisco
Después de haber ponderado lo positivo del “contexto religioso” (n.199), señala el Papa las “infidelidades” de los creyentes que han llevado al maltrato de la naturaleza (n.200). A veces “hemos sido infieles al tesoro de sabiduría que debíamos custodiar”. Volvamos a las palabras de Jesús sobre tirar la primera piedra. Los ideales de la Revolución Francesa cayeron bajo la guillotina y el sueño de las Bienaventuranzas agonizó bajo la Inquisición. Pero no seamos pesimistas, ya que es posible el regreso a las fuentes. Para ello, los creyentes deberán “beber en lo más hondo de sus propias convicciones sobre el amor, la justicia y la paz”.
Una de esas fuentes es la personalidad de san Francisco de Asís, donde lo poético, como en san Juan de la Cruz, proyecta lo religioso más allá de sí mismo. Podemos pensar: cuidemos la naturaleza porque es un bien. Francisco nos dice: amemos la naturaleza porque es hermosa. Las Cataratas del Iguazú, la Quebrada de Humahuaca, los lagos de Bariloche, la Península de Valdés, responden a esa mística. Lo que no es bueno posee sólo una hermosura aparente, como los abrigos de pieles. La religión nos muestra el plan de Dios sobre la creación. La ética hace que nos sintamos responsables del planeta. La poesía nos permite soñar con los nietos que heredarán algo hermoso. Aunque no lo diga el Papa expresamente, las ciencias nos permiten conocer este proceso y acompañarlo desde adentro, porque no somos extraterrestres, no estamos fuera de la naturaleza.
Un triple diálogo
Nos invita el Papa a un diálogo general para “afrontar adecuadamente los problemas del medio ambiente” (n.201). En primer lugar, un diálogo entre todas las religiones, considerando que la mayor parte de los habitantes se declaran creyentes. Diálogo abierto al misterio de lo trascendente y, al mismo tiempo, sumergido en lo inmanente, es decir, “orientado al cuidado de la naturaleza, a la defensa de los pobres, a la construcción de redes de respeto y de fraternidad”. Estos fines parecerían responder, unos a la dimensión trascendente, como la fraternidad (por tener un mismo Padre en el cielo), otros a la inmanente, como el cuidado de la naturaleza. Sin embargo, esa división sería sólo conceptual, ya que lo trascendente se encarna en lo inmanente. San Agustín sintió que Dios es más íntimo a mí que yo mismo. Esto nos permite una relectura del proceso de la evolución hasta llegar al hombre. Como sostenía Teilhard de Chardin, hay en la materia una tendencia hacia la complejidad que le permite organizarse como vida vegetal, animal y humana. Esa tendencia es una atracción divina, más interior a la materia que sus partículas elementales.
En segundo lugar, “es imperioso también un diálogo entre las ciencias mismas, porque cada una suele encerrarse en los límites de su propio lenguaje”. En los tiempos modernos, ha surgido la filosofía del lenguaje, con sus aperturas y sus limitaciones. Ya los antiguos hablaban del lenguaje apofático, mostrando las limitaciones de todo lo que afirmamos sobre el más allá. Cuando decimos que Dios es “eterno”, tenemos la sensación de haber dado un paso seguro hacia la esencia divina. Pero quizás es más lo que nos alejamos, porque lo encerramos en nuestras categorías temporales, diciendo que ha existido siempre y siempre existirá. De modo similar, cada ciencia posee su lenguaje propio, que le permite acercarse a la verdad y con frecuencia alejarse algo de ella. Cada vez nos aproximamos más, en millonésimas de segundo, al Big-Bang original. Y podemos alejarnos de la realidad al sostener que antes de esa explosión no hubo nada, aunque tal vez esto sea cierto, o afirmar que todo surgió porque tenía que surgir, cuando en nuestra experiencia lo que se produce posee una causa.
A la reflexión sobre el lenguaje propio de cada ciencia, añade el Papa la virtud y el riesgo de la especialización, que “tiende a convertirse en aislamiento”. Esto lo percibimos diariamente en las ciencias médicas, ya que un especialista nos deriva a otro. Y en el cuidado de la naturaleza han surgido especializaciones. ¿Cómo alimentar a la población mundial actual, cuyo crecimiento no cesa, sin caer en las modificaciones genéticas?
Por último, después del diálogo entre las religiones y entre las ciencias, propone Francisco un diálogo “abierto y amable entre todos los movimientos ecologistas, donde no faltan las luchas ideológicas”. La distancia entre las posiciones extremas de los ecologistas es mayor que la existente entre algunos ecologistas y otros ajenos a ese movimiento. La posición más extrema de los ecologistas consiste en afirmar que el ser humano es el mayor enemigo de la naturaleza. Si la especie humana se extinguiera, dicen, la naturaleza podría sobrevivir. La idea de que la especie humana se extinga, sin que por ello desaparezca el mundo que conocemos, es posible y no contradice a la fe cristiana. Pero el movimiento ecologista extremo convierte esa posibilidad en necesidad. Comprendemos entonces las luchas ideológicas al interior de este movimiento y la necesidad de que el diálogo sea “amable”, según la expresión del Papa.
Heredarán un mundo mejor
Francisco ha mencionado tres tipos de diálogo para el cuidado de la naturaleza: entre las religiones, entre las ciencias, entre los ecologistas. ¿Y el diálogo entre estos tres tipos de entidades, que nos interesa a todos? ¿De qué nos sirven las conclusiones que sacan las religiones por un lado, o las ciencias y los movimientos ecologistas, por otro?
En principio, el Papa no ingresa en este nivel sino que opta por exponer las condiciones de posibilidad de este triple diálogo. No pretende reemplazar a los científicos ni a los ecologistas. Lanza un llamado para que cada grupo beba más en su propia fuente, de modo que sea más auténtico. No propone directamente medidas a adoptar para salvar a la naturaleza. Lo que pretende insuflar es un nuevo espíritu, que se percibe en diferentes documentos de la Iglesia, pero con un estilo personal de Bergoglio-Francisco, ya que concluye este acápite con una sentencia muy propia de él, que “la realidad es superior a la idea”. Muchas de las ideas ecologistas son verdaderas y el riesgo de extinción de la especie humana debe ser examinado. Pero hay una realidad superior a esa idea, y es la voluntad de que nuestros descendientes hereden un mundo mejor, más equilibrado, más fraterno y más hermoso.
A lo largo del texto encontramos constantes referencias a la ciencia, que desbordan las condiciones de posibilidad de un diálogo. Pondera “los progresos científicos más extraordinarios” (n.4), se refiere al “lenguaje de las matemáticas o de la biología” (n.11), desea “asumir los mejores frutos de la investigación científica actualmente disponible” (n.15), se apoya en “un consenso científico muy consistente, que indica que nos encontramos ante un preocupante calentamiento del sistema climático” (n.23), advierte que “numerosos estudios científicos señalan que la mayor parte del calentamiento global (…) se debe a la gran concentración de gases de efecto invernadero” (n.23), considera “admirables los esfuerzos de científicos y técnicos que tratan de aportar soluciones” (n.34), afirma que “es necesario invertir mucho más en investigación” (n.42), etc. En síntesis, la lectura de la encíclica se convierte en una peregrinación conjunta entre la ciencia y la fe.
El autor es profesor en la Facultad de Teología de San Miguel.