El Vaticano demoró 35 años en reconocer a Romero. Se trata de una beatificación que tuvo que superar muchas trabas.

El 23 de mayo último la plaza Salvador del Mundo, de San Salvador, congregó a 200.000 personas, entre ellas destacadas autoridades como el presidente salvadoreño, Salvador Sánchez Cerén, sus pares Rafael Correa de Ecuador, Juan Orlando Hernández de Honduras, Juan Carlos Varela de Panamá y los vicepresidentes de Bolivia, Costa Rica, Cuba y Belice. En la ceremonia de beatificación del arzobispo Óscar Arnulfo Romero también estuvieron presentes el cardenal Angelo Abato, prefecto de la Congregación de la Causa de los Santos, que como enviado papal presidió la ceremonia; y los cardenales Óscar Andrés Rodríguez Maradiaga de Honduras, y José Luis Lacunza de Panamá, y más de cien obispos de diversas partes del mundo.
Treinta y cinco años atrás, en ese mismo escenario y en los días siguientes al asesinato de Romero, resultó impresionante ver las interminables colas para despedir y orar junto al cuerpo en la catedral.
El domingo 30 de marzo de 1980, día del entierro, una violenta irrupción, intencionalmente provocada, dio lugar a una gran confusión y pánico entre las miles de personas presentes en la plaza, dejando el saldo de varias decenas de muertos, la mayoría por asfixia y otros por disparos. En esas circunstancias, varias horas después, y casi a escondidas, Romero fue sepultado en la catedral rodeado por pocas personas.
El pueblo salvadoreño lo reconoció como santo y mártir desde el mismo día de su asesinato. Un poema escrito por el obispo hispano-brasileño Pedro Casaldáliga lo declaró “San Romero de América”.

El crimen de un indefenso
El 24 de marzo de 1980 el arzobispo de San Salvador cayó ensangrentado sobre el altar mientras celebraba misa, en medio de los gritos de un grupo de religiosas y fieles reunidos en la pequeña capilla del Hospital de la Divina Providencia. Tres décadas después se pudo establecer que su asesino había sido un suboficial de la disuelta Guardia Nacional, llamado Marino Samayor Acosta. Pero siempre se apuntó como instigador intelectual al mayor Roberto D’Abuisson, fundador del partido ARENA (Alianza Republicana Nacionalista) y promotor de los tenebrosos escuadrones de la muerte.
La Iglesia anglicana lo incluyó en su santoral hace casi dos décadas y es uno de los diez mártires del siglo XX representados en las estatuas de la abadía de Westminster junto con Martin Luther King y el sacerdote polaco Maximiliano Kolbe. Pero el protocolo en esta confesión difiere del católico, según explicó el obispo anglicano de la Argentina, Gregori Venable: “Es más expeditivo, y además al santo no lo consideramos intercesor ante Dios”.
El Vaticano demoró 35 años en reconocer a Romero. Pero en el interín existió una intriga palaciega para denigrar a Romero. Su beatificación es interpretada por un sector de la Iglesia como un reconocimiento de la Teología de la liberación, sin embargo, lo más llamativo del caso es que Romero nunca se acercó a esta corriente de pensamiento: el prelado era de origen más bien tradicionalista y se inclinaba por las ideas del cardenal argentino Eduardo Pironio, de quien tenía todos sus libros. Si se lo identificó con aquella corriente teológica fue por su férrea defensa de los pobres en un país que había ingresado en una espiral de violencia entre los sectores allegados a la oligarquía y los partidarios de la revolución castrista.

El choque con la oligarquía salvadoreña
Romero fue asesinado al iniciarse la guerra civil salvadoreña (1980), que se prolongó hasta 1992 y que costó 50 mil muertos, miles de desaparecidos y masacres colectivas. Otros militares y personajes salvadoreños participaron también en la conspiración contra el “obispo comunista y subversivo”. El odio desencadenado que provocó su muerte fue cultivado y compartido por sectores de la oligarquía, acostumbrados a ir a misa y a dar limosna y donaciones a las instituciones eclesiásticas. Además, el asesinato de Romero nunca fue investigado por instancias judiciales salvadoreñas y sigue en la impunidad, al igual que otros crímenes cometidos antes y durante la guerra civil.
En el momento de la elección de Romero como arzobispo de San Salvador en 1977, asesinaron a seis sacerdotes y otros muchos fueron atacados, amenazados y expulsados. Cientos de catequistas sufrieron torturas y fueron ultimados, sobre todo en las zonas rurales. En algunas parroquias era peligroso asistir a misa. Desde el púlpito, Romero daba nombres y apellidos de los que oprimían y masacraban al pueblo, lo cual constituía un drástico cambio de actitud con respecto al trato que la Iglesia había mantenido con la clase dirigente católica. La oligarquía acusaba a estos católicos de subversión y comunismo. En el pasado, los ricos habían financiado la construcción de templos y sostenido al clero, pero entonces, ese mismo clero ya no se identificaba con la dictadura militar que gobernaba al país desde hacía medio siglo. “La Iglesia se preocupaba por los pobres, que en El Salvador eran una masa de gente sin trabajo o subocupada”, explicó el historiador Roberto Morozzo della Rocca, biógrafo de Romero.
“El Salvador es un país pequeño, que sufre y trabaja. Aquí vivimos grandes diferencias en el aspecto social: la marginación económica, política, cultural, etc. En una palabra, injusticia. La Iglesia no puede quedarse callada frente a tanta miseria porque traicionaría el Evangelio, sería cómplice de quienes aquí pisotean los derechos humanos. Ha sido ésta la causa de la persecución de la Iglesia: su fidelidad al Evangelio”. Son palabras de Romero.
El papa Juan Pablo II no lo ayudó en una primera instancia. Cuando Romero viajó a la Santa Sede llevó una cantidad de fotos de sacerdotes aplastados por tanquetas, de jóvenes ametrallados por la guardia nacional del régimen y un listado de nombres de desaparecidos. El Papa, sin embargo, le ordenó establecer mejores relaciones con el Gobierno para lograr un cambio de actitud que beneficiara a la Iglesia. Dicen que Romero se fue llorando por las calles de Roma… Pero años después el Papa polaco rezó ante su tumba y en noviembre de 2003, al recibir a los obispos de El Salvador, reconoció que Romero fue asesinato por odio a la fe.
El arzobispo tuvo enemigos dentro de la propia Iglesia antes y después de su muerte. En esos años, asumió un papel preponderante el cardenal colombiano Alfonso López Trujillo (fallecido en 2008), que era un destacado asesor en el ex-Santo Oficio. Por su influencia llegaron a la Congregación para las Causas de los Santos algunas disposiciones en contra de su beatificación. Para López Trujillo ese gesto de la Iglesia equivalía a beatificar la Teología de la liberación o los movimientos populares de inspiración marxista y las guerrillas revolucionarias de los años setenta.

El reconocimiento del martirio

Jesús Delgado, secretario personal de Romero, contó que durante la reunión del Consejo Episcopal Latinoamericano celebrada en Aparecida, Brasil, en 2007, preguntó a todos los cardenales presentes si pensaban que Romero subiría a los altares. Delgado reveló que el entonces arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Jorge Bergoglio, le dijo: “Si yo hubiese llegado a ser papa, lo primero que habría hecho sería enviar a López Trujillo a San Salvador a beatificar a Romero”.
En declaraciones recientes, Vincenzo Paglia, arzobispo italiano de Terni, guía espiritual de la Comunidad de Sant’Egidio y postulador de la causa de beatificación, expresó que el papa Francisco “ha sido un rayo” a la hora de acelerar la beatificación de Romero. “Un primer empujón al proceso lo dio Benedicto XVI, quien tras recibirme poco antes de su renuncia, dio vía libre para que el proceso pasase a la Congregación para la Causa de los Santos… Pero Francisco nos animó a acelerar”, explicó. El 3 de febrero el Papa aprobó el decreto en el que se reconocía el “martirio” de Romero in odium fidei, es decir, que fue asesinado por “odio a la fe”, y que no necesitaría un milagro para ser beatificado. “Teníamos que esperar al primer papa latinoamericano para que beatificase a Romero”, concluyó Paglia.

El Salvador post Romero

Salvadorans expressed hope that a federal judge's ruling against a retired Salvadoran military officer in the assassination of Archbishop Oscar Romero will promote reconciliation and justice in their homeland. Archbishop Romero is pictured in an undated file photo.(CNS photo by Octavio Duran) (Sept. 8, 2004) See ROMERO-TRIAL Sept. 7, 2004, and ROMERO-RECONCILE Sept. 8, 2004.

A 35 años del asesinato de Romero, El Salvador vive todavía en medio de una profunda crisis social, con tasas de homicidio entre las cinco más altas del mundo, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD). La guerra civil terminó, pero las maras o pandillas juveniles siembran el miedo en las calles.
Hoy gobierna la izquierda, con algunas reformas, pero no se hicieron los cambios importantes que se necesitan. La pobreza continúa y la violencia sigue con otras caras. Como en tiempos de Romero, prácticamente no existe clase media, sino sólo una clase alta y otra baja, y la sociedad está muy polarizada. El 25 por ciento de la población vive en los Estados Unidos, desde donde envía remesas de dinero y bienes a sus familiares, que representan el 18 por ciento del PIB del país centroamericano.
Pero, por otro lado, se observa un fenómeno religioso que llama la atención. El movimiento evangélico pentecostal tuvo un crecimiento significativo en Brasil y en América Central en las últimas dos décadas y especialmente en Centroamérica, donde se habla de hasta un 50 por ciento.
Cabe señalar que la Iglesia de San Salvador sufrió una tremenda sangría. Romero perdió cincuenta sacerdotes; algunos muertos, muchos exiliados y otros que salieron por razones de seguridad, casi una cuarta parte del clero de la diócesis. También las religiosas fueron objeto de persecución y cuatro estadounidenses fueron violadas y asesinadas. Las instituciones educativas católicas y de inspiración cristiana fueron constantemente atacadas, amenazadas e intimidadas con bombas.
“Es revelador –dice Carlos Coronado, director del sitio SuperMartyrio– que las diócesis dirigidas por los críticos acérrimos de Romero, los obispos Pedro Arnoldo Aparicio, Benjamín Barrera y José Eduardo Álvarez, declinaron en membresía, mientras que la de Romero se expandió”.
El martirio y los sufrimientos, para Romero, fueron las razones del crecimiento: “Hemos vivido quizá el año más trágico de nuestra historia, pero al mismo tiempo para la Iglesia el más fecundo de nuestra historia eclesiástica –dijo a fines de 1977–, con el regreso de muchos hijos pródigos”.
En marzo de 1980, poco antes de ser asesinado, Romero informó que los cinco seminarios del país estaban llenos y tenían que rechazar ingresos o poner algunos candidatos en lista de espera.

El caso Angelelli
Años atrás, el entonces cardenal Jorge Bergoglio le encomendó a un grupo de investigación que se ocupara de analizar el martirologio ocurrido en nuestro país durante el régimen militar, que afectó no sólo a católicos sino también a personas de otras confesiones.
En una conversación mantenida con quien preside este grupo, que prefirió reservar su nombre, dijo que existe un gran parecido entre el caso Romero y el del obispo de La Rioja, Enrique Angelelli. Señaló al respecto el clima de violencia que imperaba en ambos países y la reacción manifestada por los grandes empresarios riojanos que buscaron desarticular con malas artes los emprendimientos cooperativos que alentaba Angelelli.
El obispo riojano contó con el respaldo del papa Pablo VI, pero un amplio sector del episcopado argentino le hizo un vacío que impactó en su ánimo.
Su asesinato fue más cuidadoso y se quiso simular un accidente que tardó muchos años en ser esclarecido por la justicia.

El auto es periodista especializado en temas religiosos

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