Metáforas de la resurrección

“…se preguntaban qué significaría
‘resucitar de entre los muertos’.” (Marcos 9, 10)

Paradójicamente, la idea de la resurrección termina por ser más plausible hoy que hace siglos, porque hemos aprendido a pensar en términos de información.

La muerte siempre fue la circunstancia más inevitable y misteriosa de la vida. Aun hoy, a pesar de todo lo que sepamos acerca de su cómo y su porqué, el “más allá” sigue siendo un enigma.
Si todo se acaba con la muerte, la vida no pasa de ser una enfermedad mortal de transmisión sexual, como irónicamente tituló Krzysztof Zanussi una de sus películas. En ese caso, la muerte es un sueño eterno, como rezaba el letrero que Joseph Fouché hizo poner en los cementerios durante el Terror, quizás para ilustrar a los difuntos y sus deudos. Pero la esperanza de que la vida continúe, siquiera en la memoria de otros, no abandona ni al que teme a la muerte ni al que la aguarda en paz.
Los griegos y romanos, que imaginaban un más allá lleno de tristes espectros, ensalzaron la vida y la juventud. Los egipcios hicieron del más allá el tribunal más alto, y los chinos nunca dejaron de soñar con la inmortalidad física.
No todas las religiones hablan de otra vida; entre aquellas que lo hacen, unas prometen la supervivencia del alma en otro mundo, otras la reencarnación y algunas la resurrección del cuerpo en un mundo renovado.
La reencarnación ofrece no una sino innúmeras vidas, pero al precio de que olvidemos nuestra identidad. Más que una esperanza parecería una condena, y así lo entendió el budismo.
La inmortalidad del alma, tal como la concibió Platón inspirándose en la fe órfica y egipcia, nos libera del cuerpo perecedero, pero también nos exige renunciar a nuestra historia.
Los filósofos no ofrecieron soluciones más atractivas. Aristóteles reservaba la inmortalidad para el intelecto agente, esa racionalidad impersonal que todos tenemos; en ese caso la lógica sería eterna, pero nosotros no. Nietzsche propuso el eterno retorno del tiempo fugaz. Pero ¿quién podría desear que revivieran cosas como la guerra, el sufrimiento o la injusticia?
Muy pocos fueron los que se atrevieron a hablar, no ya de una existencia fantasmal, sino de una resurrección que rescatara lo mejor de nuestra vida, signada por el tiempo.
La resurrección estaba en el zoroastrismo y sigue estando en el Islam. En el judaísmo apareció recién con la literatura apocalíptica del siglo II a. JC, pero así como era aceptada por los fariseos, los saduceos la negaban.
El cristianismo, en cambio, puso la resurrección en el centro de la fe. San Pablo, de quien se burlaron cuando la proclamó en el Areópago, se empeñó en defenderla como la prueba de fuego de la fe. Ninguna otra religión se había atrevido a apostarlo todo a un solo hecho: “si no hay resurrección de los muertos, entonces Cristo no resucitó y nuestra fe es vana.” (I Corintios 15, 13-14).
En los Evangelios, la resurrección de Cristo pertenece a un orden distinto de las resucitaciones de Lázaro, la hija de Jairo o el hijo de la viuda de Naín. En estos casos sólo se trata del retorno temporal a la vida de un cuerpo “clínicamente” muerto. El cuerpo de Cristo resucitado, en cambio, es físicamente discontinuo con el Jesús que habían conocido los apóstoles. Aparece, desaparece y atraviesa las paredes. Pero no es un espectro, porque conserva sus llagas y pide que le den de comer. A Magdalena le dice que no lo toque, pero a Tomás lo invita a poner la mano en sus heridas. Puede incluso que sea difícil reconocerlo, como les pasa a los discípulos de Emaús o los que vuelven de pescar en el lago Tiberíades. Nada es físicamente preciso en estas apariciones: son apenas indicios del misterio.
El cuerpo perecedero (la “carne”) se llama sarx en griego y caro en latín, y tal como decía Orígenes, “es un río” que cambia constantemente. La “persona”, en cambio, recibe el nombre de soma o corpus. Por eso Oscar Cullmann pudo decir que la resurrección no consiste en liberar al alma del cuerpo sino de emancipar de la carne tanto al cuerpo como al alma.
El antiguo Símbolo de los Apóstoles hablaba de la carne, pero el Credo de Nicea optó por un lenguaje más neutro y anunció la resurrección de los muertos (anástasis nekroon).
El núcleo de la teología paulina de la resurrección está en la primera epístola a los Corintios, donde se habla de un paradójico cuerpo espiritual (soma pneumatikón), cuyo germen estaría en la carne. La patrística desplegó toda una gama de metáforas de la resurrección –la floración primaveral, el feto, la crisálida, el huevo, la vasija restaurada, el bronce de la estatua vuelto a fundir, el fuego que sigue ardiendo con otros leños– pero la imagen paulina de la semilla siempre fue la preferida.

Los átomos y las personas
En los primeros siglos de la Iglesia, los fieles tenían tantas dudas sobre la resurrección que san Agustín no daba abasto con las respuestas: ¿Aquellos que habían sido devorados por las fieras serían regurgitados? ¿Cómo renacerían los mártires de Lyon, cuyos cuerpos habían sido quemados por los paganos? ¿Cuántos cuerpos tendrían los siameses? ¿Los amputados, renacerían enteros? ¿Con qué edad volveríamos a la vida? ¿Todos tendrían el mismo sexo? ¿Los cuerpos renacerían mejorados, como creía Atenágoras, o tal como eran al morir, como pensaba Tertuliano?
Los escasos conocimientos científicos de la época no ayudaban a superar la visión materialista propia del agricultor y el artesano. Si se tomaba la metáfora al pie de la letra, había que buscar en qué parte del cuerpo estaría la simiente. Se creyó que los huesos, más duraderos que la carne, serían la “semilla” del cuerpo glorioso. Eso explica el macabro despliegue de osarios y relicarios: a mediados del siglo XIII se llegó a hervir los cuerpos de los nobles y eclesiásticos para preservar sus huesos.
Robert Boyle, uno de los fundadores de la química moderna, seguía pensando que el “núcleo esencial” de la persona estaba en los huesos. Leibniz, el padre del análisis matemático, lo imaginaba inextenso pero localizado en el cerebro .
Este materialismo, que obligaba a buscar un nexo físico entre el cadáver y el nuevo cuerpo, no echaba demasiada luz sobre el misterio. Para superarlo, al decir de Hans Kung, había que dejar de buscar “la continuidad de un cuerpo como magnitud física o de plantearse cuestiones científico-naturales como la permanencia de las moléculas.”
Quien le dio un giro decisivo a la cuestión fue Tomás de Aquino, que encontraba demasiado concretas las metáforas de la semilla y de la estatua. Para superarlas, apeló a la ciencia más avanzada de su tiempo: el aristotelismo, que acababa de ser redescubierto. Tomás puso la identidad en la forma sustancial (que era algo más que el alma platónica) y volvió superflua la continuidad física.
Con la llegada de la ciencia newtoniana, que parecía apuntalar el materialismo de Demócrito y Epicuro, se popularizó la visión de una materia formada por partículas indivisibles y eternas (los átomos) que podían recombinarse al infinito. En ese marco, la resurrección parecía algo absurdo. Justino había dicho que Dios tenía el poder de rescatar hasta el último fragmento del cuerpo, pero ocurría que los mismos átomos habían pertenecido a varios cuerpos. De tal modo, Descartes sólo atinaba a explicar la resurrección como una suerte de reencarnación del alma en un cuerpo hecho de átomos reciclados.

Del Siglo de las Luces al reino de la información
El culto de las reliquias, que la Ilustración condenaba como supersticioso, demostró estar más vivo que nunca el día que los huesos de Voltaire fueron trasladados al Panteón. En el siglo XX, cuando hubo regímenes explícitamente ateos, los restos de sus líderes fueron objeto de una veneración análoga a la de los santos, que su doctrina repudiaba.
Cuando murió Lenin, que había hecho filmar el sepulcro del monje Andrei Rublev para que el pueblo viera cómo se corrompían los cuerpos santos, sus restos fueron venerados en un imponente mausoleo. Stalin fue enterrado junto a él, hasta que en el XXII Congreso del Partido una delegada contó que Lenin le había dicho en sueños que no soportaba la compañía del georgiano. Del mismo modo, la misión cubana que en 1997 rescató de Bolivia los restos del “Che” Guevara no hizo nada distinto de aquella que mil años antes llevaron a cabo los agentes venecianos para sacar de Alejandría el cuerpo de san Marcos.
Hoy, el aumento de las expectativas de vida, la derrota de las plagas más legendarias, las “resucitaciones” rutinarias en los quirófanos, las victorias de la prostética sobre la discapacidad: todo alienta la ilusión de la inmortalidad tecnológica. Google acaba de anunciar con gran optimismo que financiará un proyecto destinado a que todos vivan 500 años, si es que antes no sucumben al aburrimiento.
Nuestra cultura, que tiende a silenciar la muerte y a convertir a los cementerios en parques temáticos, dice confiar en la ciencia, o mejor, en todo lo que se dice en nombre de la ciencia. Pero el anhelo de inmortalidad nunca abandonó el imaginario, y su persistencia parecería autorizar ciertas especulaciones cuasi científicas, a veces más aventuradas que las de los metafísicos.
El trans-humanismo, un movimiento bastante popular en el mundo de la informática, promete que en una o dos décadas se podrá “cargar” en un computador la totalidad de la información (conocimientos, recuerdos y sentimientos) que encierra nuestro cerebro. Eso nos permitirá abandonar el cuerpo físico para vivir para siempre, gozando de placenteras ilusiones y conocimientos ilimitados, sin otra necesidad que el suministro de energía. Sin duda, una fantasía inspirada por el entorno tecnológico en el cual viven los cultores de esta ideología.
Una de las especulaciones más ambiciosas se la debemos a un científico de renombre, Frank J.Tipler. Su Física de la inmortalidad es un libro tan abstruso como extenso, subtitulado La cosmología moderna, Dios y la resurrección de los muertos (1994). Tipler se declara no creyente, pero reconoce haberse inspirado en Teilhard de Chardin.
En la visión de Tipler, la vida y la inteligencia no son el resultado de la evolución, sino las fuerzas que orientan a ésta desde el origen del cosmos. Desde que apareció, la vida ha ido conquistando al mundo, creando estructuras de creciente complejidad. Lo mismo ha hecho la inteligencia, nutriéndose de información. De este modo, el cosmos aparece como un vasto programa que culminará cuando la inteligencia asuma el control: entonces habrá un Dios capaz de resucitarnos. Tipler le dedica algún espacio a imaginar la vida de los resucitados, que se nos antoja parecida a la de los personajes de un videojuego.
La reacción que provocaron las tesis de Tipler fue tan negativa entre los físicos como entre los teólogos, con la única excepción del luterano Wolfhart Panneberg. Pero hay que reconocer que estas especulaciones, más afines a la ficción que a la ciencia, no brotan de la nada. Reflejan las transformaciones que ha sufrido la cosmovisión científica, por más que todavía no se hayan popularizado.
La física clásica, de la cual todavía dependemos hasta para viajar a Marte, ha visto diluirse ese materialismo que solía asociarse con ella, desde que aparecieron la flecha del tiempo, el mundo cuántico, la información y la complejidad. Los átomos ya no son esas bolitas sólidas que tendíamos a imaginar, sino configuraciones de la energía. La noción de materia ha sido reemplazada por conceptos dinámicos como masa/energía e información, de modo que el mundo físico se ha ido “desmaterializando”.
Las ciencias de la vida también ayudan a entender mejor aquella simiente que intrigaba a los antiguos, sin que por ello resulte menos asombrosa. Cuando el Apóstol dice que “a cada semilla…Dios le da un cuerpo peculiar” lo primero en que hoy pensamos es en el genoma.
Paradójicamente, la idea de la resurrección termina por ser más plausible hoy que hace siglos, porque hemos aprendido a pensar en términos de información. Cuando se nos dice que el cuerpo espiritual será tan distinto del actual como la planta lo es de la semilla, podemos entenderlo porque sabemos que ese libro que se escribió en el pergamino, se imprimió en papel y hoy está en un archivo digital, es mucho más que su soporte físico. Ya lo sabía hasta un deísta como Benjamin Franklin, que había sido editor y escribió para sí mismo un epitafio donde anunciaba que “su personalidad, revisada y corregida por su Autor, pronto sería reeditada en una nueva y más elegante versión”.
Si hoy se permite fantasear con cargar y descargar no sólo el genoma, sino la entera personalidad, ¿qué le impide al creyente pensar en un nuevo soporte físico de la persona, si sabemos que habrá “un nuevo cielo y una nueva tierra”?
La resurrección es un dato de la revelación, inaccesible a la intuición y a la representación, nos recuerda Hans Kung. Pero nada impide usar los recursos del lenguaje de nuestro tiempo y decir que Dios puede hacer más que un backup o un reset de nuestras vidas; Él puede darnos otro soporte, en un universo programado según otras leyes y con otras condiciones iniciales.
La metáfora se hace inevitable cuando nos atrevemos a hablar de lo eterno con el lenguaje de este tiempo. Lo único que no podemos hacer es olvidar que ellas no son el reflejo de las cosas. Son apenas las verdades humanas que nos acercan a la Verdad.

Los saduceos y la resurrección

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, de los que dicen que no hay resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: «Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero no hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano.» Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos; el segundo se casó con la viuda y murió también sin hijos; lo mismo el tercero; y ninguno de los siete dejó hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección y vuelvan a la vida, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete han estado casados con ella.»
Jesús les respondió: «Estáis equivocados, porque no entendéis la Escritura ni el poder de Dios. Cuando resuciten, ni los hombres ni las mujeres se casarán; serán como ángeles del cielo. Y a propósito de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en el episodio de la zarza, lo que le dijo Dios: «Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob»? No es Dios de muertos, sino de vivos. Estáis muy equivocados.» Marcos 12,18-27.
[1] Caroline Walker Bynum. The Resurrection of the Body in Western Christianity 200-1336- New York, Columbia University Press, 1995.

[2] Lloyd Strickland, “The doctrine of ‘the resurrection of the same body’ in early modern thought.”  Religious Studies, Cambridge University Press # 46 (2010)

[3] Hans Kung, ¿Vida eterna? Trad. De J.M.Bravo Navalpotro, Madrid, Cristiandad, 1982; pág.190

[4] Davies, Paul- Niels Henrik Gregorsen, eds. Information and the Nature of Reality. From Physics to Metaphisics. Cambridge University Press, New York, 2010

2 Readers Commented

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  1. LUCAS VARELA on 25 julio, 2015

    Estimado Pablo Capanna,
    Muchas gracias. Es un interesantísimo trabajo¡
    Permítaseme complementarlo con el siguiente comentario:

    El tema es de vigencia perpetua, ineludible y misteriosa. Porque vivimos, moriremos; somos, dejando de serlo.
    PARADOJA 1:
    No obstante, la filosofía del “progreso perpetuo” del mundo moderno que vivimos pretende escamotearnos la presencia de la muerte. Todo funciona como si la muerte no existiera, todo la suprime; pero existe. Y es paradójico que sean la vejez y la muerte verdaderos motores del “progreso perpetuo”. La sustitución de unos hombres por otros nuevos, hace joven a una sociedad; y sólo por joven, es elemento progresivo. Cada hombre es único, insustituible y distinto; cuanto más distinto es, más activo elemento de progreso será.
    PARADOJA 2:
    Para un cristiano, la vida es culto a la vida y también culto a la muerte. Negando la muerte, se acaba por negar la vida cristiana. La verdad es la muerte, que es la suprema ilusión; es corona y coronamiento de toda una vida cristiana, que es obra personal. La paradoja del cristiano es que pretende vivir en comunión con los hombres, pero cada uno se muere solo. La muerte es la suprema soledad.

  2. Maureen Lutjohann on 28 septiembre, 2015

    Como puedo hacer para reenviar éste interesantísimo artículo a mi mail? o a otro mail?
    Necesito reenviarlo a un amigo que vive en otro país.
    Muchas gracias!
    Maureen

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