La expresión “justicia social”, introducida en el magisterio de la Iglesia católica por Pío XI en 1931 –si bien el término ya existía–, tuvo un éxito tal que hoy en día integra el patrimonio no sólo de la enseñanza social católica, sino incluso de la mayoría de las corrientes políticas en los países democráticos. Acontecimientos como la crisis financiera internacional de 2008 y la prédica social del papa Francisco han dado aún más visibilidad a este sugestivo fenómeno. Sin embargo, con frecuencia semejante entusiasmo no va acompañado de un interés proporcional en esclarecer su significado.
Sin duda, su poder evocador tiene en la raíz una intuición profunda, que constituye un verdadero “signo de los tiempos”: la pobreza, que condena a una vida indigna a tantos hermanos nuestros en el mundo y en nuestro país, ya no puede ser vista como una fatalidad inexorable que impone resignación, sino como un desafío de carácter ético, pues la superación de este flagelo es hoy más que nunca posible y, por lo tanto, constituye un deber insoslayable.
Pero más allá de esta convicción compartida se entra en el terreno de lo discutible. Hoy prevalece claramente entre los obispos, sacerdotes y laicos la tendencia a identificar el ideal de la justicia social con una visión política de centro-izquierda, de inspiración social-democrática, partidaria del Estado del Bienestar, de una amplia intervención del Estado en la vida económica, y de una multiplicación incesante de los “derechos sociales”. El Estado sería, para la doctrina social católica, el principal encargado de realizar la justicia social, es decir, de alcanzar con su actividad el objetivo de la “justa distribución de la riqueza”.
Hay muchas razones históricas para explicar este sesgo del pensamiento social católico, entre ellas, el hecho de que desde el principio la justicia social haya sido prácticamente identificada con la justicia distributiva, y ésta, con un deber exclusivo del Estado. Pero es importante señalar que la mencionada es sólo una de las interpretaciones posibles de este concepto. De hecho, en su encíclica Centesimus annus, Juan Pablo II apuntó decididamente en otra dirección.
En primer lugar, con referencia al papel del Estado en la economía, este Pontífice afirmaba: “La actividad económica, en particular la economía de mercado, no puede desenvolverse en medio de un vacío institucional, jurídico y político. Por el contrario, supone una seguridad que garantiza la libertad individual y la propiedad, además de un sistema monetario estable y servicios públicos eficientes. La primera incumbencia del Estado es, pues, la de garantizar esa seguridad, de manera que quien trabaja y produce pueda gozar de los frutos de su trabajo y, por tanto, se sienta estimulado a realizarlo eficiente y honestamente”.
Pero en lo que respecta al ejercicio de los derechos humanos en el ámbito económico, “la primera responsabilidad no es del Estado, sino de cada persona y de los diversos grupos y asociaciones en que se articula la sociedad”. Así, por ejemplo, “el Estado no podría asegurar directamente el derecho a un puesto de trabajo de todos los ciudadanos, sin estructurar rígidamente toda la vida económica y sofocar la libre iniciativa de los individuos”. Pero ello no significa que pueda adoptar una actitud prescindente: “el Estado tiene el deber de secundar la actividad de las empresas, creando condiciones que aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea insuficiente o sosteniéndola en momentos de crisis”.
Juan Pablo II era consciente del contraste entre esta visión y la realidad: el crecimiento incesante de la intervención del Estado en la vida económica, característico del llamado Estado del Bienestar. Pero si éste se proponía como fin atender ciertas necesidades y carencias que atentan contra la dignidad humana, con frecuencia degeneró en un “Estado asistencial”, el cual “al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad (…) provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos”.
En la valoración ética del “capitalismo”, este Pontífice señalaba una importante distinción: “Si por ‘capitalismo’ se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de ‘economía de empresa’, ‘economía de mercado’, o simplemente de ‘economía libre’”. En cambio, “si por ‘capitalismo’ se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral (…) entonces la respuesta es absolutamente negativa”.
Finalmente, con referencia al materialismo y al consumismo que afectan a las sociedades capitalistas, Juan Pablo II observaba: “la causa hay que buscarla no sólo y no tanto en el sistema económico mismo, cuanto en el hecho de que todo el sistema sociocultural, al ignorar la dimensión ética y religiosa, se ha debilitado, limitándose únicamente a la producción de bienes y servicios”.
Recordar que estas afirmaciones pertenecen a Juan Pablo II, cuyo compromiso con la justicia social está más allá de toda duda, puede ayudarnos a comprender que abogar por una “economía libre” (basada en la iniciativa privada, una adecuada garantía de los derechos individuales y una cultura de fuerte inspiración ética, con un Estado que garantiza el cumplimiento de las leyes, combate privilegios y monopolios, y renuncia a controlar el mercado en aras de pretendidos objetivos redistributivos), es merecedor de tanto respeto y consideración como hacerlo por la concepción económica de signo contrario que hoy prevalece.
La adhesión a una “economía libre” es perfectamente compatible con la convicción de que la sociedad toda y el Estado deben acudir en auxilio de quienes no logran cubrir sus necesidades básicas. Más aún, puede estar inspirada en la idea de que un sistema fundado en la libre iniciativa es el que mejor respeta la dignidad de las personas y el más eficaz en la lucha contra la pobreza. Una tal interpretación de la justicia social podrá ser cuestionada, pero nunca descartada de antemano, identificando a priori libre iniciativa con egoísmo y acción del Estado con solidaridad.
Los católicos argentinos, en esta difícil encrucijada en la que estamos ingresando ante el cambio de gobierno, podemos encontrar en la Doctrina Social de la Iglesia orientaciones que nos ayuden a enriquecer el debate público en estos temas tan básicos, aportando una perspectiva que no se deje arrastrar por las modas, por la pereza intelectual, por la coerción del pensamiento único, por los discursos superficiales sobre la solidaridad, o por la negativa a evaluar los resultados de políticas voluntaristas que han dilapidado incalculables recursos sin haber logrado sacar a los pobres de su situación.
La “justicia social” no debería ser un simple slogan oportunista en manos de cualquier gobierno de turno, sino la cifra de la sociedad próspera y solidaria que anhelamos.
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Join discussionEn CA 42 hay dos párrafos muy claros:
“Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa.” CA 42
A partir de la desregulación de los mercados financieros internacionales, no existe ni siquiera un mínimo “contexto jurídico que la ponga [al sistema económico financiero] al servicio de la libertad humana integral”, por lo cual ESTE CAPITALISMO NO ES “la vía del verdadero progreso económico y civil” como dice Juan Pablo II.
Luego dice: “Es más, existe el riesgo de que se difunda una ideología radical de tipo capitalista, que rechaza incluso el tomarlos en consideración [la gran miseria material y moral], porque a priori considera condenado al fracaso todo intento de afrontarlos y, de forma fideísta, confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas de mercado.” CA 42
Francisco señala esto mismo: “En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando.” EG 54
O sea que no es verdad que Juan Pablo II sostiene el libre mercado como solución a los problemas de la miseria y el descarte.
El Estado es el responsable de controlar la economía, poniendo las reglas que la orienten al bien común.
Finalmente, la “justicia social” no es “…un simple slogan oportunista en manos de cualquier gobierno de turno” Los gobiernos no están “de turno”, son elegidos y expresan la voluntad de la sociedad. Lo que refleja la frase es el menosprecio de la voluntad popular propio de la línea editorial de Criterio.
Lo que sigue es parte de un artículo de Der Spiegel, la revista alemana, una de las más influyentes en la Europa continental, publicado a fines de Octubre de 2014, tres meses antes de que Syriza llegara al gobierno en Grecia.
“El Sistema Zombie – Cómo descarriló el capitalismo
Seis años después del desastre de Lehman, el mundo industrializado está sufriendo del “síndrome de Japón”. El crecimiento es mínimo y el abismo entre ricos y pobres continúa ensanchándose ¿Puede la economía mundial reinventarse a sí misma?
Una nueva palabra de moda está circulando en los centros de convenciones y auditorios del mundo. Se puede escuchar en el Foro Económico Mundial en Davos, Suiza, y en la reunión anual del Fondo Monetario Internacional. Banqueros la espolvorean en las presentaciones; los políticos la usan para dejar una buena impresión en los paneles de discusión.
La palabra de moda es “inclusión” y se refiere a un rasgo que las naciones industrializadas occidentales parecen estar a punto de perder: la capacidad de permitir que el mayor número posible de capas de la sociedad pueda beneficiarse del progreso económico y participar en la vida política.
El término ahora incluso se utiliza en las reuniones de carácter más exclusivo, como fue el caso de Londres en mayo. Unos 250 individuos ricos y muy ricos, desde el presidente de Google, Eric Schmidt, al CEO de Unilever, Paul Polman, reunidos en un castillo venerable en el río Támesis se lamentaban del hecho que en el capitalismo de hoy en día, hay muy poco que queda para las clases de menores ingresos. El ex presidente estadounidense Bill Clinton encontró fallas en la “distribución desigual de oportunidades”, mientras que la directora gerente del FMI, Christine Lagarde, fue crítica de los numerosos escándalos financieros. La anfitriona de la reunión, la heredera e inversora Lynn Forester de Rothschild, dijo que estaba preocupado por la cohesión social, señalando que los ciudadanos habían “perdido la confianza en sus gobiernos”.
No es necesario, por supuesto, asistir a la conferencia de Londres sobre el “capitalismo inclusivo” para darse cuenta de que los países industrializados tienen un problema. Cuando el Muro de Berlín cayó hace 25 años, el orden económico y social liberal de Occidente parecía al borde de una marcha imparable de triunfos. El comunismo había fracasado, los políticos de todo el mundo estaban cantando las alabanzas de los mercados desregulados y el politólogo estadounidense Francis Fukuyama invocaba el “fin de la historia”.
Hoy en día, nadie más habla acerca de los efectos beneficiosos de movimiento de capitales sin trabas.
El tema de hoy es el “estancamiento secular”, como lo llama el ex secretario del Tesoro de Estados Unidos, Larry Summers. La economía estadounidense no está creciendo ni la mitad tan rápido como lo hizo en la década de 1990. Japón se ha convertido en el hombre enfermo de Asia. Y Europa se está hundiendo en una recesión que ha comenzado a frenar la máquina exportadora alemana y amenazar la prosperidad.
Los políticos y líderes empresariales de todo el mundo piden ahora nuevas iniciativas de crecimiento, pero los arsenales de los gobiernos están vacíos. Los miles de millones gastados en paquetes de estímulo económico a raíz de la crisis financiera han creado montañas de deuda en la mayoría de los países industrializados y ahora carecen de fondos para nuevos programas de gasto.
Los bancos centrales también están quedando sin munición. Ellos han llevado las tasas de interés cercanas a cero y se han gastado cientos de miles de millones para comprar bonos del gobierno. Sin embargo, la enorme cantidad de dinero que están bombeando en el sector financiero no está haciendo su camino en la economía.
Ya sea en Japón, Europa o los Estados Unidos, las empresas están invirtiendo apenas en nueva maquinaria o fábricas. En cambio, los precios se han disparado en los mercados bursátiles globales, inmobiliarios y de renta fija, un auge peligroso impulsado por el dinero barato, no por un crecimiento sostenible. Expertos en el Banco de Pagos Internacionales ya han identificado “señales preocupantes” de un crash inminente en muchas áreas. Además de crear nuevos riesgos, la crisis de Occidente también está exacerbando los conflictos en los propios países industrializados. Mientras que los salarios de los trabajadores se han estancado y las cuentas de ahorro tradicionales están dando casi nada, las clases más ricas – aquellos que obtienen la mayor parte de sus ingresos al permitir que su dinero trabaje para ellos – se benefician generosamente.
Según el último Informe sobre la Riqueza Mundial del Boston Consulting Group, la riqueza privada en todo el mundo creció en un 15 por ciento el año pasado, casi el doble de rápido que en los 12 meses anteriores. Los datos exponen una avería peligrosa en la sala de máquinas del capitalismo.
El economista de Harvard Larry Katz sostiene que la sociedad de los Estados Unidos ha llegado a parecerse a un edificio de departamentos deforme e inestable: El ático en la parte superior es cada vez más y más grande, los niveles más bajos están superpoblados, los niveles medios están llenos de pisos vacíos y el ascensor ha dejado de funcionar.
No es de extrañar, entonces, que las personas ya no crean mucho en el sistema. Según las encuestas realizadas por el Instituto Allensbach, sólo uno de cada cinco alemanes cree que las condiciones económicas de Alemania son “justas”. Casi el 90 por ciento cree que la brecha entre ricos y pobres está “cada vez más y más grande”.
En este sentido, la crisis del capitalismo se ha convertido en una crisis de la democracia. Muchos sienten que sus países ya no se rigen por los parlamentos y legislaturas, sino por los grupos de presión de los bancos, que aplican la lógica de los terroristas suicidas para asegurar sus privilegios: o son rescatados o arrastran todo el sector a su muerte.
No es de extrañar que esta situación refuerce los argumentos de los economistas críticos como Thomas Piketty. Pero incluso los liberales pro mercado han comenzado a utilizar términos como la “sociedad del uno por ciento” y “plutocracia”. El principal comentarista del Financial Times , Martin Wolf, pide la liberación de los mercados de capitales de su “pacto con el diablo”. Todos ellos transmiten una profunda sensación de inquietud, y algunos incluso muestran un toque de rebeldía”.
Acá está el artículo completo en la versión en inglés de la revista:
http://www.spiegel.de/international/business/capitalism-in-crisis-amid-slow-growth-and-growing-inequality-a-998598.html
Pingback: Mujeres: en la primera línea contra el hambre | VIVAT Argentina 14 Ago, 2015
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