Aún no sabemos casi nada y querríamos adivinar
esa última palabra que no nos será revelada nunca.
El frenesí de llegar a una conclusión
es la más funesta y estéril de las manías.
Gustave Flaubert,
citado por Borges en “Vindicación de Bouvard y Pécuchet”
Podemos partir de dos constataciones que, a primera vista, pueden resultar paradójicas. La primera: al recorrer, aunque más no sea azarosamente, la vastísima bibliografía dedicada a la obra borgeana, es frecuente encontrar que la mayoría de los críticos coinciden en caracterizar al autor como agnóstico. De hecho, el propio Borges se ha referido a sí mismo en estos términos en algunas entrevistas de los años setenta (con Jean de Milleret o con M. E. Vázquez, por ejemplo). La segunda: basta recorrer, aunque más no sea azarosamente, la obra de Borges –ciertamente mucho menos extensa que la bibliografía que ha suscitado- para descubrir que las cuestiones teológicas y las referencias bíblicas se repiten con una frecuencia que permite considerarlas un componente central de su proyecto literario.
Si el agnosticismo implica cierta distancia con respecto a cualquier credo religioso, ¿cómo se conjuga con el manifiesto interés de Borges por cuestiones como el infierno, la encarnación o la Trinidad y la proliferación de citas y alusiones bíblicas en sus textos? No es imposible, desde luego, descreer de algo y estar profundamente interesado en ello (“El descreimiento, si es intensivo, también es fe”, escribió Borges en 1926). Pero en todo caso esta combinación de afirmaciones escépticas acerca de la teología y recurrencia obsesiva de sus temas, problemas y autores merece examinarse brevemente para intentar delimitar de qué hablamos cuando hablamos del agnosticismo borgeano.
Comencemos por despejar una cuestión. Cuando en este texto decimos “Borges”, debe entenderse como una referencia al escritor en tanto figura pública, a la figura de autor que este ha ido construyendo a través de su obra y de ciertas intervenciones públicas, y no como un intento de descubrir las creencias íntimas del sujeto empírico Jorge Luis Borges (que, en cierta medida, son irrelevantes para la comprensión de su obra). Es decir: el agnosticismo no nos interesa como una postura existencial asumida por un individuo sino como un posicionamiento de escritor, un lugar desde el que Borges escribe. Se trata entonces, de definir esa posición y entender en qué forma resultó literariamente productiva.
Ahora bien, para avanzar conviene precisar los alcances del término “agnosticismo”, que no debe confundirse con “ateísmo”. Se suelen distinguir dos vertientes dentro de esta posición filosófica: una primera, que niega que lo trascendente pueda ser objeto de conocimiento, de una más radical, que niega incluso toda relevancia a la pregunta por lo trascendente. El agnosticismo de Borges se inscribiría en la primera tendencia que no rechaza totalmente la metafísica, pues aunque formalmente la relega al reino de lo afectivo, asume que existe en el hombre “una necesidad metafísica ineludible que no podrá ser jamás satisfecha” (Ferrater Mora 1964:55). Podemos recordar aquí, por ejemplo, lo afirmado en uno de los más famosos ensayos de Borges, “El idioma analítico de John Wilkins” (La Nación, febrero de 1942):
[…] notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo. […] Cabe ir más lejos; cabe sospechar que no hay universo en el sentido orgánico, unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su propósito; falta conjeturar las palabras, las definiciones, las etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario de Dios.
La imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo no puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que estos son provisorios (OCII:86)
Como puede advertirse, existe una oscilación entre negar la existencia de un esquema divino y afirmar que existe pero es incognoscible. Lo mismo puede percibirse en otros ensayos y ficciones de ese período, como “La máquina de pensar de Raimundo Lulio” (El Hogar, octubre de 1937), “Avatares de la tortuga” (Sur, 1939) o “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (Sur n° 68, mayo 1940).
Más allá de inscribirse en esta primera tendencia, es preciso subrayar, como anticipamos, que el agnosticismo de Borges tiene un matiz singular: la distancia con respecto a la metafísica no implica una negación del interés que esta le suscita. Ya en el prólogo de Discusión (1932), el escritor se había referido a su “afición incrédula y persistente por las dificultades teológicas” (OCI:177). El propio escritor propone una clave de lectura para resolver la aparente tensión entre el escaso o nulo valor de verdad que concede a la obra de teólogos y metafísicos y la presencia casi obsesiva de alusiones en sus textos. Su formulación más acabada, incansablemente citada por los críticos y repetida con variantes por el escritor en numerosas entrevistas posteriores, se encuentran en el epílogo de Otras inquisiciones (1952): afirma allí su tendencia “a estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y de maravilloso” (OCII:153). Borges condensa en esta fórmula une serie de enunciados que pueden rastrearse en su obra desde la década anterior: la metafísica como rama de la literatura fantástica (“Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, 1940), teólogos y filósofos como los mayores maestros del género fantástico (“Leslie D. Weatherhead. After Death”, Sur n° 105, julio 1943), etc. Podemos hipotetizar que al proponer tal clave de lectura, Borges procuraba –entre otras cosas- impedir que sus constantes referencias al cristianismo fueran entendidas como un acercamiento a posiciones creyentes. En la misma línea, recordemos que en los paratextos de sus libros de relatos, el escritor se encarga de vincular aquellos que tienen resonancias teológicas con el género fantástico, de modo de circunscribir su interés al terreno de lo literario: “Tres versiones de Judas” (incluido en Ficciones, 1944) es “una fantasía cristológica” (OCI:483); “La otra muerte” –título que reemplaza significativamente al más cristiano “La redención”, al ser recogido en El Aleph (1949)- se presenta como una “fantasía sobre el tiempo” (OCI:629).
El sueño de la razón engendra monstruos
Dijimos que el agnosticismo consiste en negar que lo trascendente pueda ser objeto de conocimiento. En esta línea, podría afirmarse que el blanco del desdén y la ironía borgeanos no es tanto la posibilidad de la trascendencia –sobre la que se afirman, en distintos lugares, cosas contradictorias, sin llegar a una negación categórica- sino los discursos sobre lo trascendente y, en particular, la teología escolástica, que representa –en el sistema borgeano– algo así como el súmmum del racionalismo teológico y la incapacidad de contemplar el misterio.
Esto puede comprobarse al examinar las consideraciones de Borges sobre la Trinidad. Hay dos ensayos de la década del treinta, “Una vindicación de la cábala” e “Historia de la eternidad”, que incluyen –repetida con escasas variantes– una singular mirada sobre este dogma (cfr. OCI:209-211, OCI:359-360). Como ha señalado Susanna Fresko, la posición del escritor frente a este misterio central del cristianismo es ambigua: su ironía es explícita y recurrente pero también reconoce su importancia (“emocional y polémica”, OCI:359) y su necesidad dentro de la doctrina cristiana. Entendemos que esta ambigüedad puede ligarse a una consideración doble: en tanto misterio, la Trinidad no carece de atractivo –aunque sea el atractivo de lo uncanny– y puede incluso ser objeto poetizable: Borges cita a Dante y a Donne para culminar afirmando con san Paulino, “Fulge en pleno misterio la Trinidad” (“Una vindicación de la cábala”, OCI:210, “Historia de la eternidad”, OCI:359). Propone incluso él mismo una descripción no exenta de lirismo: “una infinidad ahogada, especiosa, como de contrarios espejos” (OCI:210, 359). En cambio, considerada desde una perspectiva racional –como hacen ciertos teólogos– la Trinidad se convierte, sí, en excusa para una acumulación de ironías y adjetivaciones del orden de lo terrorífico, al punto que llega a ser un término de comparación para lo monstruoso: “horrenda sociedad trina y una”, “teratología intelectual”, “horror intelectual”, “deformación que sólo el horror de una pesadilla pudo parir”, “el monstruo”, etc. (cfr. OCI:209-210-, OCI:359-360).
Reencontramos esta contraposición de perspectivas sobre la divinidad en diversos textos borgeanos, al punto de que sería posible postular una distinción entre el Dios de los poetas y los místicos, que conserva un aura de misterio inefable –perceptible incluso desde una perspectiva agnóstica– y el “inconcebible Dios de los teólogos” (Valéry como símbolo”, OCII:64), al que Borges se refiere en varios textos, caracterizándolo como una construcción intelectual, dotada de atributos y perfecciones que poco tienen que ver con el misterio y son fácilmente ridiculizables. Esta oposición recuerda la formulada famosamente por Blaise Pascal entre el “Dios de los filósofos”, objeto de la razón, y el Dios bíblico -“Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”-, objeto de fe. También en Borges, Biblia y teología son dos formas opuestas de acercarse a lo trascendente. Mientras que la primera propone un lenguaje que participa de lo poético y que en modo alguno pretende definir ni explicar pormenorizadamente la naturaleza de la divinidad –tradición en la que se insertarán luego ciertos místicos y literatos–, la teología racionalista hace de Dios “un respetuoso caos de superlativos no imaginables” (“De alguien a nadie”, OCII: 115), traduciendo en abstracciones lo que en la Biblia son imágenes concretas y forzando muchas veces los sentidos de la Escritura para adecuarla a conclusiones sacadas de antemano, buscando “fraudulentas confirmaciones, donde parece que el Espíritu Santo dijo muy mal lo que dice bien el comentador” (“Historia de la eternidad”, OCI:360).
De este modo, Borges parece advertir –como señalara Jose Carlos Barcellos (2007)– contra las pretensiones que descubre en cierta teología cristiana de llegar con la “mera razón” al conocimiento de lo trascendente. En “Historia de la eternidad” leemos: “la sospecha de que las categorías de Dios pueden no ser precisamente las del latín, no cabe en la escolástica” (OCI:360). Algunos años después se referirá a la “insensata precisión” de los teólogos (“La creación y P.H. Goose”, OCII:28). Avanzar sistemática y racionalmente sobre el conocimiento de lo trascendente –como hace la escolástica– es insensato y los resultados son del orden de lo horroroso o lo ridículo. Como dirá Borges en “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”: “El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos” (OCI:604). Aquello que es objeto de fe, no debería requerir excesivas demostraciones –y de allí el desdén borgeano por las vías racionales y los argumentum de la escolástica–. En el libro sobre el budismo que escribió junto a Alicia Jurado, se subraya un contraste que resulta significativo: “En la India, la fe en la transmigración es tan profunda que a nadie se le ha ocurrido demostrarla, contrariamente a lo que ocurre en la cristiandad, que abunda en pruebas sin duda irrefutables de la existencia de Dios” (Qué es el budismo, 71).
Consecuencias afortunadas
El agnosticismo, entonces, no puede leerse como un mero sinónimo de incredulidad ni mucho menos indiferencia por las cuestiones teológicas. Por un lado, especialmente si consideramos el contexto del campo cultural argentino de mediados del siglo XX, donde la teología neoescolástica tenía un nutrido grupo de defensores, la posición de Borges tiene una dimensión polémica, que pone en cuestión los fundamentos mismos de una teología racional, pero sin clausurar del todo –al menos como anhelo nostálgico y titubeante– la posibilidad de una trascendencia misteriosa e inefable. Pero también, y quizás esto sea lo principal, el agnosticismo, entendido como posicionamiento de escritor, le permite a Borges retomar temas, problemas y figuras centrales del imaginario cristiano con una libertad que es difícil de encontrar en los autores confesionales –al menos en sus contemporáneos argentinos– y un interés –y conocimiento de la materia– que resulta infrecuente entre los que no se reconocen como creyentes.
Hacia el final de “El escritor argentino y la tradición”, Borges afirma que, como consecuencia de nuestra ubicación periférica con respecto a Occidente: “los argentinos, los sudamericanos en general […]; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas”. El agnosticismo borgeano, como una suerte de “periferia” de la fe, le permite al escritor esa libertad irreverente que también ha tenido –al menos a juicio de este lector– numerosas consecuencias afortunadas.
El autor es doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires