“Los fieles tienen el deber de ayudar a la Iglesia en sus necesidades, de modo que disponga de lo necesario para el culto divino, las obras apostólicas y de caridad y el conveniente sustento de los ministros”. Tal el texto del canon 222 § 1 del Código de Derecho Canónico. Sin embargo, ocurre con frecuencia que los dictados de la ley no se corresponden con la realidad de los hechos. Es el caso de la distancia que existe entre lo que dispone el canon citado y la situación de facto.
CRITERIO se ha ocupado de la cuestión en varias oportunidades. Baste citar, entre otras, el Nº 2366 de diciembre de 2010, con el artículo de Roberto Di Stefano sobre el artículo 2º de la Constitución Nacional (“El Gobierno Federal sostiene el culto Católico Apostólico Romano”).
Es notorio que la Iglesia en la Argentina no sólo carece adecuadamente de los medios que aseguren “lo necesario para el culto divino, las obras apostólicas y de caridad y el conveniente sustento de los ministros”, sino que además los fieles laicos argentinos no estamos haciendo todo lo que se esperaría de nosotros para que la Iglesia pueda cumplir cabalmente su misión. No es de excluir que, convencidos de que el Estado se ocupa de todo, un número importante de fieles se desentienda de la cuestión. En este sentido, justo es señalar que mucho de lo que en el editorial de este número se dice respecto de nuestra sociedad y nuestra cultura, puede aplicarse también a la Iglesia en la Argentina. El hecho es que la provisión de sus recursos económicos deja mucho que desear.
Según las enseñanzas emanadas del Concilio Ecuménico Vaticano II, tanto el Estado como la Iglesia concurren en su común interés y tarea de promover el bien común de las personas que son objeto de su responsabilidad primordial. Al hacerlo, deben ajustarse a los principios de autonomía y cooperación. A ambos principios, el recordado Ángel Centeno, que fue durante muchos años ejemplar secretario de Culto, agregaba una frase que aludía a una deseable, aunque no siempre encontrada, “recíproca estima”. Asimismo, según la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, la Iglesia “no pone, sin embargo, su esperanza en privilegios dados por el poder civil; más aún, renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de vida exijan otra disposición» (76).
En nuestro caso, como resultado de una disposición constitucional, la práctica histórica en la Argentina ha ido más allá de la doctrina conciliar. Pero el sostén político de esta práctica es crecientemente cuestionado y parece cada vez más vulnerable. Todavía hoy una de las fuentes de ingresos eclesiales se origina en el sistema de “sostenimiento del culto”. Por este camino, la Iglesia, en la persona de sus obispos, percibe asignaciones y otras contribuciones, con cargo al presupuesto del Estado, por una cifra que no excede pocas decenas de millones de pesos por año. En forma paralela al sistema formal existente, también se ha dado el caso de que algunas administraciones nacionales dieran a determinadas instituciones eclesiásticas fondos provenientes del Estado, según criterios discrecionales de oportunidad.
Por cierto que no debe objetarse ni excluirse que la “cooperación” entre el Estado y las comunidades religiosas pueda incluir aportes en dinero vinculados a proyectos en los que concurra el interés y la responsabilidad de ambos en cuestiones relativas al desarrollo de la persona. Pero en el caso particular de la Iglesia Católica al menos, nada debería ni podrá reemplazar la responsabilidad primaria y el papel de los laicos en el proceso que lleve a su independencia económica. En este sentido es oportuno recordar la pena con que vimos extinguirse el proyecto Compartir, que en los años noventa, bajo la iluminada conducción de monseñor Carmelo Giaquinta procuró sentar las bases de una autosustentación de la Iglesia. Sin embargo, asoman en el horizonte luces que alientan la posibilidad de un cambio necesario.
La presente nota editorial de CRITERIO, subraya que dentro de pocos meses, “celebraremos el bicentenario de nuestra independencia, probablemente recibamos la visita del Papa argentino y asistiremos a los primeros pasos de un nuevo gobierno recién elegido”. Se trata de una confluencia de circunstancias excepcionales que nos permitirían crear las condiciones para instalar en la conciencia del laicado católico en primer lugar, pero también en la opinión pública, en la jerarquía y la dirigencia política la necesidad de crear las condiciones para que la Iglesia cuente con una fuente de sustentación sólidamente fundada en el aporte de sus fieles.
No cabe duda que el objetivo propuesto es ambicioso. Pero no es menos realista, si tomamos en cuenta la experiencia comparada en el orden internacional. La Iglesia en países como los Estados Unidos, Alemania, España o Italia, ha sabido no sólo subvenir a las respectivas necesidades, sino que además les ha permitido con frecuencia ayudar generosamente a otras Iglesias con menos recursos. De las experiencias citadas, la de Italia parece ser la que con mayor factibilidad podría ser tomada como referencia para su eventual aplicación en nuestro país. En sus líneas generales, se trata de un mecanismo eficaz por el que, mediante un acuerdo de la Iglesia con el Estado italiano, se recauda por medio del sistema tributario una mínima parte del impuesto a las ganancias que es destinada a las distintas confesiones que lo han acordado con el Estado, según la profesión de fe declarada voluntariamente por cada contribuyente. Otras disposiciones del acuerdo se refieren a cuestiones como exenciones tributarias o donaciones.
Bien podría objetarse que sería inconveniente vincular un proyecto como el propuesto a un impuesto seriamente cuestionado en nuestro país, como es el de ganancias. Sin embargo, la necesaria reforma impositiva debería enfocarse en torno de la vigencia de impuestos regresivos como el IVA y principalmente en el disimulado e injusto impuesto de la inflación, que inútilmente se procura disfrazar con estadísticas dibujadas. De esta forma, la solución propuesta merece ser estudiada en profundidad y debatida en sede académica y política, con vistas a su posible aplicación, adecuándola a las necesidades y posibilidades de nuestra realidad política, religiosa y cultural.
La necesidad de producir un cambio en la materia es cada vez más acuciante. La conciencia de que ello debe ser encarado, es creciente. No sería bueno que desaprovecháramos la oportunidad que nos ofrece el año 2016 para comenzar al menos el camino hacia una vigencia efectiva de los valores que el canon 222 invita a concretar.

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