El 20 de marzo de este año, en una audiencia concedida a la Comisión Internacional contra la pena de muerte, el Papa Francisco ha introducido, o quizás verbalizado, una novedad en la enseñanza de la Iglesia: para decirlo brevemente, ha condenado la pena capital incorporándola en la lista de actos intrínsecamente malos, es decir, actos que bajo ninguna circunstancia y por ningún motivo pueden ser justificados, ya que constituyen en sí mismos una violación de la dignidad humana.
Es cierto que el Magisterio católico en el siglo XX mostró una creciente reticencia frente a la pena de muerte. Aun así, Pío XII enseñaba que no se podía negar al Estado dicha facultad, y que era el delincuente quien se privaba a sí mismo a través de su crimen del derecho a la vida. El Catecismo de la Iglesia Católica lo consideraba un caso de “legítima defensa social”, aprobación que se volvió más restrictiva cuando Juan Pablo II, en su encíclica Evangelium vitae, limitó su admisibilidad a situaciones muy excepcionales en que no hubiera otra forma de garantizar la seguridad de la sociedad. Pese al disfavor notorio, que se reflejó en una praxis activa de la Santa Sede tendiente a su abolición, se evitó condenar esta pena en sí misma, porque ello significaba contradecir una enseñanza constante que se remonta al s. IV y que aprobaba su aplicación.
Francisco introduce por primera vez esta condena explícita, pasando en silencio el problema del cambio de una doctrina plurisecular, y situando la continuidad del magisterio en el nivel más profundo de la defensa de la sacralidad de la vida y el mandamiento de no matar.
El breve texto contiene argumentos de gran peso. No se puede calificar la pena de muerte de “legítima defensa social” (como hace el Catecismo), porque no se trata de defenderse de una agresión en acto, y por definición, el delincuente ya está neutralizado. Tampoco cumple con otros fines de la pena como la reparación del daño causado o la enmienda y socialización del delincuente. Es siempre una afrenta a la dignidad inherente a todo ser humano, y que no se pierde con el delito, por grave que éste sea.
No se menciona su ineficacia como instrumento de prevención general, es decir, de disuasión a los potenciales criminales, pero quizás sea mejor así, para evitar que el argumento aparezca como dependiente de discusiones empíricas sobre estadísticas criminales y su interpretación. Mucho más relevante, sobre todo para los creyentes, es el recurso a un argumento específicamente evangélico: el Señor Jesús se identificó con todos los encarcelados, culpables o no, y fue él mismo un condenado a muerte.
Lo anterior se completa con dos consideraciones ineludibles. La primera, con relación al sistema penal: la posibilidad del error judicial, que la pena de muerte haría irreversible; y la “defectiva selectividad” de la persecución penal, que se evidencia, por ejemplo, en la composición de la población carcelaria y de los condenados a muerte (pertenecientes, en su mayoría, a las capas más vulnerables de la población). La pena de muerte (inspirada en el fondo en el mito de la perfecta retribución) es inconsistente con la imperfección inherente a la justicia humana.
Por otro lado, el texto no deja de mencionar el problema específico, muchas veces ignorado en la moral católica, de la ejecución de la pena capital: el trato degradante que supone; la angustia que se prolonga por años, constituyendo en sí misma una “tortura” que no pocas veces lleva a la enfermedad y la locura; el carácter inevitablemente inhumano de su aplicación (“no hay forma humana de matar a otra persona”).
La reflexión se ve algo deslucida, sin embargo, por varios excesos retóricos que tienden a mezclar la pena de muerte con otros temas, introduciendo un elemento de confusión.
1) Es cierto que los mismos criterios pueden aplicarse de un modo análogo al caso de la prisión perpetua, una modalidad sancionatoria cuestionable desde el punto de vista moral. Pero calificar la misma como “pena de muerte encubierta” es un recurso demasiado expeditivo, que puede dificultar la percepción de los problemas específicos que suscita este tipo de sanción.
2) Mezclar la pena de muerte con el asesinato, la guerra, las ejecuciones sumarias, los genocidios o la injusticia económica es inaceptable desde el punto de vista del análisis moral. La pena de muerte puede ser estructuralmente desproporcionada, y por lo tanto, intrínsecamente injusta, pero bajo ciertas condiciones institucionales sigue siendo esencialmente una pena, diferente a otros tipos de injusticia, y como tal debe ser evaluada.
Obviamente, se trata sólo de una carta, cuyas afirmaciones están apenas esbozadas y reclaman un desarrollo más riguroso y sistemático. Pero ella está anunciando un paso histórico: con la afirmación de la ilicitud moral de la pena de muerte se abandona una doctrina firmemente sostenida por la Iglesia en el pasado. Al mismo tiempo, sin embargo, este paso representa un claro ejemplo de resourcement, un retorno a las fuentes, propiciado por el Concilio Vaticano II: se recupera, en efecto, una visión que predominó en la Iglesia primitiva, y que hoy reconocemos más cercana tanto al espíritu del Evangelio como al progreso de la conciencia de la humanidad.
La misericordia no es incompatible con la justicia, ni está confinada al ámbito de los corazones. Es un principio que permite discernir la justicia verdaderamente humana, y que por lo tanto está llamado a plasmar las instituciones. De ahí el llamado de Juan Pablo II a promover una “cultura del perdón” e incluso una “política del perdón”, incluyendo una reforma de las estrategias sancionatorias de la justicia penal. Y en el Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 1997 afirmaba:
“la justicia no se limita a establecer aquello que es recto entre las partes en conflicto, sino que mira sobre todo a reconstituir relaciones auténticas con Dios, consigo mismo y con los otros. No subsiste, por lo tanto, ninguna contradicción entre perdón y justicia. El perdón, en efecto, no elimina ni disminuye la exigencia de la reparación, que es propia de la justicia, pero apunta a reintegrar sea las personas y los grupos en la sociedad, sea los Estados en la comunidad de las Naciones. Ningún castigo puede mortificar la inalienable dignidad de quien ha realizado el mal. La puerta hacia el arrepentimiento y la rehabilitación debe estar siempre abierta”.