Genocidio armenio 1915-2015

Francisco ha denunciado como primer genocidio del siglo XX el cometido por los turcos contra el pueblo armenio.

Poco tiempo atrás ya el papa Francisco, ante la matanza de cristianos en Aleppo, Siria, recordó la gran diferencia que jugó esa ciudad hace 100 años cuando los armenios que escapaban de sus tierras, en ese momento bajo el imperio otomano, fueron acogidos allí. En ese momento, arribar a Siria y Líbano era llegar a una tierra segura que los recibía y facilitaba su residencia.

Al respecto, tengo en mis recuerdos reconocimientos y agradecimientos a esos países que provenían tanto de mis propios familiares como de otros armenios. En ocasión de una reunión donde un grupo de armenios homenajeaba al doctor René Favaloro, el anfitrión, el empresario y filántropo Dikran Murekian, un hombre honesto de ideas emprendedoras, en sus palabras alusivas dijo así: «Yo tengo cuatro naciones, Armenia por mis orígenes, Siria y Líbano por la forma en que nos dieron refugio y Argentina donde fue posible desarrollar un futuro». Muchos de quienes hoy conmemoran en la Argentina los 100 años del genocidio armenio podrían asumir esas palabras como propias.

Los primeros contingentes de armenios llegaron a Argentina durante las tres primeras décadas del siglo. Provenían de regiones bajo el gobierno turco, pero también de países cercanos, especialmente Siria, Líbano y Egipto.

Desde 1911 se organizaron distintas asociaciones que son rincón de recuerdos de la propia región, unas son educativas, otras son comunitarias y también están las deportivas. En la década del 70 se contabilizaron 50 asociaciones ubicadas en la ciudad de Buenos Aires y el conurbano.
Las distintas agrupaciones conmemoran el 24 de abril, día de los mártires armenios, a consecuencia de la persecución del gobierno del imperio otomano.
En mi hogar, mi madre contaba muy poco de la situación vivida en Armenia, pero sí acerca de su paso por Líbano y Siria. Podría interpretarse que en esa época ella era muy pequeña para recordar y sólo mencionaba pocos detalles. A quien escapa del dolor, del sufrimiento, a veces le resulta difícil hablar de ello, o solamente queda en el marco de los más próximos. Sin embargo, cuando en familia fuimos aver la película Juicio en Nuremberg, lo que pensábamos acerca de su silencio (falta de recuerdos), cambió. Algo se movió en su interior y al otro día de nuestra ida al cine confesó que esa noche no había podido dormir y que prefería evitar ese tipo de films. La experiencia del pueblo judío le llegaba muy de cerca.

Pero no todos mantuvieron esos sentimiento en reserva, hubo grupos que tuvieron la constancia de recordar el tema públicamente con misas, artículos periodísticos y especialmente con marchas conmemorativas donde distintas agrupaciones por su comunidad de origen (las pequeñas ciudades de donde provenían como Marash, Aintab, Hadjin y otras), pertenencia religiosa (apostólica, armenia y protestante) o lineamiento político, se integraban y marchaban juntas.

Quienes sufren persecución a veces sienten que pocos los pueden comprender, por ello les resulta valioso el contacto con quienes han tenido problemas similares, así como la estima que viene por fuera del ámbito propio, porque los ayuda a la afirmación de su propia identidad social. El reconocimiento externo cumple así una función efectiva.
A nivel personal mis referencias externasfueron varias pero especialmente distinguiría tres de muy diferente tipo. La primera fue en el museo de la Cruz Roja en Ginebra, en donde se exponían minuciosamente registradas las ayudas de esta organización en distintos conflictos, y allí algunas fotografías me permitían darle credibilidad empírica a los relatos familiares de las matanzas a los armenios. La segunda vino de la mano de la literatura con el escritor turco Orhan Pamuk, cuya novela La casa del silencio compré en un aeropuerto (con un dejo de desconfianza por la nacionalidad del autor) pero resignadamente porque no había otro libro que por su tamaño me viniera bien para el viaje. ¡Oh sorpresa! La belleza del libro me permitió atisbar que en el mismo corazón de donde habían ocurrido los hechos del dolor de los armenios, alguien de renombre internacional se presentaba con sentido de crítica valiente y capacidad de diálogo en relación a los armenios y me obligaba a revisar mi propio prejuicio. La tercera experiencia fue en el Museo Metropolitano de Arte (MET) de Nueva York. En el recorrido que nunca cansa, allí estaban para mi sorpresa, no uno, sino dos “khatchar” (cruz esculpida laboriosa y estéticamente en piedra) que constituyen los monumentos más significativos de la cristiandad en Armenia. Los khatchar propios del período medieval se utilizaban para indicar la ubicación de hechos significativos tales como la construcción de una iglesia, o la protección ante desastres naturales, así como para recordar a los muertos. Los diseños son muchos y de los dos vistos en el MET uno representaba a los cuatro evangelistas y el otro la crucifixión, donde una cruz mayor simbolizaba a Cristo y a cada lado sendas cruces de menor tamaño a los dos ladrones que murieron con Jesús.

Lo interesante, por lo menos según mi humilde opinión, es que estas tres experiencias personales hacen referencia al dolor, la reflexión y la redención. El dolor da lugar a la reflexión y ella sólo puede apoyarse en la redención.

Por eso, ante el exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de etnia, de religión, de política o de nacionalidad, la posibilidad de la superación no viene sólo de la mano de los derechos humanos, requiere una dimensión espiritual que en el caso de los armenios es lo que les ha permitido sobrevivir milenariamente y fortalecerse ante distintos avatares. Esa dimensión espiritual hoy es también diálogo ecuménico, para que no sea sólo justicia sino paz,y no sólo para los armenios sino para la humanidad.

La autora es doctora en Sociología, académica y docente universitaria; vicerrectora de la UCA.

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