Más allá del impacto mediático de los gestos y palabras del papa Francisco, hay una profundidad teológica y mística –fundada en la Trinidad– que introduce modificaciones históricas en la vida y en la organización de la Iglesia.

Cuando, en su primera aparición pública, Francisco hablaba de “la Iglesia de Roma, que preside en la caridad a todas las Iglesias” se diferenciaba de las palabras previas del cardenal Jean-Louis Tauran: “Sancta Romana Ecclesia”. Francisco hablaba en “unidad plural” evocando una “Iglesia-comunión” a imagen de la Trinidad, que es comunión de Personas divinas.

Y enseguida, antes dar su bendición, Francisco pidió al pueblo que orara a Dios para que lo bendijera y se inclinó para recibir esa bendición: de nuevo vemos el modelo de “Iglesia comunión” en el cual “pueblo” no se escribe con minúsculas porque es “Pueblo de Dios” (Lumen Gentium 9-17) un “Pueblo sacerdotal, profético y real” (Catecismo de la Iglesia católica 783). Pero la bendición no viene del Pueblo, sino de Dios por la oración suplicante de su Pueblo. Es una mirada teológica y mística.

Unidad en la diversidad
La comunión es unidad en la diversidad; un delicado equilibrio entre dos extremos: la división que rompe la unidad y la uniformidad que avasalla la diversidad.
En la Iglesia católica latina –huyendo del extremo de la división– nos hemos ido desplazando hacia el extremo de la uniformidad. Incluso hay quienes creen que la uniformidad es un bien.

Pero la Trinidad misma no es uniformidad sino comunión. En la Trinidad no hay tres Padres. Uno es Padre, otro es Hijo y otro es Espíritu Santo. Los tres “son realmente distintos entre sí” (Catecismo 254). Y también son comunión infinita: “A causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo” (Catecismo 255).

El mensaje de Evangelii Gaudium
Este acento en la comunión que Francisco mostraba desde el primer momento se profundiza en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium. Desde el punto de vista teológico–pastoral, lo novedoso es la “fuerza trinitaria” del discurso, para fundamentar una vivencia de “Iglesia–comunión” (hacia adentro) y un diálogo fraterno y fecundo con un mundo plural (hacia afuera).

En particular, hay dos párrafos trinitarios ubicados en lugares estratégicos del texto: 117 (en la introducción del capítulo 3: “el anuncio del Evangelio”) y 178 (al principio del capítulo 4: “la dimensión social de la evangelización”). En ella se lee: “Bien entendida, la diversidad cultural no amenaza la unidad de la Iglesia. Es el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, quien transforma nuestros corazones y nos hace capaces de entrar en la comunión perfecta de la Santísima Trinidad, donde todo encuentra su unidad. Él construye la comunión y la armonía del Pueblo de Dios. El mismo Espíritu Santo es la armonía, así como es el vínculo de amor entre el Padre y el Hijo. Él es quien suscita una múltiple y diversa riqueza de dones y al mismo tiempo construye una unidad que nunca es uniformidad sino multiforme armonía que atrae.” (117a; y cf. todo el contexto desde 112).

“Confesar a un Padre que ama infinitamente a cada ser humano implica descubrir que con ello le confiere una dignidad infinita. Confesar que el Hijo de Dios asumió nuestra carne humana significa que cada persona humana ha sido elevada al corazón mismo de Dios. Confesar que el Espíritu Santo actúa en todos implica reconocer que Él procura penetrar toda situación humana y todos los vínculos sociales. El misterio mismo de la Trinidad nos recuerda que fuimos hechos a imagen de esa comunión divina, por lo cual no podemos realizarnos ni salvarnos solos…” (178).

Y quizás la frase más breve y contundente es la que dice: “El kerygma es trinitario” (164). Y otros dos textos fuertes en este sentido son 40 y 131.
Todo esto se refuerza con dos elementos más: la actitud de fraternidad que debe pautar las relaciones entre los hombres y la imagen del poliedro: “El modo de relacionarnos con los demás es una fraternidad mística, contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad de los demás como la busca su Padre bueno” (92).[1]

“El modelo no es la esfera, que no es superior a las partes, donde cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y otros. El modelo es el poliedro, que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad” (236).

Con esto, Francisco nos aporta –según su propia consigna (cf. 157)– una idea, un sentimiento y una imagen: la idea es una Iglesia–comunión inspirada en la Trinidad, el sentimiento es la fraternidad, la imagen es el poliedro.[2]

La imagen del Dios Uno y Trino define modelos de Iglesia.

El sabio teólogo benedictino Ghislain Lafont escribió un estimulante libro titulado Imaginar la Iglesia católica.[3] Allí sostiene que el “modelo gregoriano” de la Iglesia se inspira en una “teología del Dios Uno” que olvidó que el Dios cristiano es la Trinidad.[4] Y ese desequilibrio en la mirada sobre Dios derivó en otros varios desequilibrios, que siguen esa misma lógica de “lo Uno” entendido como monolítico y uniforme.

En concreto, esa “imagen gregoriana” se articula sobre tres elementos: el primado de la verdad, el primado del Papa, y el sacerdote célibe y santo; y estos tres elementos se realimentan, formando un sistema. En esta imagen gregoriana, el respeto absoluto por la verdad –entendida como “una e inmutable” como “Dios mismo”– se vincula con la necesidad de adherir a esa verdad única para poder salvarse. También a partir del Dios Uno se genera una “jerarquía descendente” que establece al “Papa como ʹplenitud fontalʹ de la vida de la Iglesia a causa de su situación mediadora única, intermediario entre Dios y los hombres”, y establece al “sacerdote como celebrante de los sacramentos, ante todo de la santa misa”. En síntesis: Dios es Uno; y hay una única verdad que se expresa de una única manera correcta; hay un sólo protagonista de la vida de la Iglesia universal: el papa; y hay un sólo protagonista de la comunidad local: el sacerdote.

El Concilio Vaticano II quiere equilibrar este desequilibrio conduciéndonos hacia una nueva figura eclesiológica. Así, vemos que las cuatro grandes constituciones del Concilio comienzan con una referencia a la Trinidad.[5] Y junto con esta recuperación del aspecto trinitario del misterio de Dios se modifica la visión de la Iglesia: Dios es comunión de Personas realmente distintas entre sí, y la Iglesia también es comunión de personas con distintos dones. Y esa comunión abarca al sucesor de Pedro con el episcopado, quienes son –en su conjunto– los sucesores de los Apóstoles (Lumen Gentium 18-29). Y rodea al sacerdote de una multitud de cristianos que tienen distintas vocaciones, carismas y ministerios donados por el Espíritu: tanto los laicos que tienen una vocación y misión propias (30-38) como las múltiples formas de la vida consagrada (43-47).

Así la Iglesia aparece como una “comunión estructurada”, en la cual los pastores tienen el carisma del discernimiento y la misión de la “moderación” de los carismas que el Espíritu dona a la Iglesia.[6]

Se advierte que Francisco, continuando con el impulso iniciado por el Concilio Vaticano II, está operando un “corrimiento”: desde una teología y una praxis eclesial pautadas desde un “Dios (sólo) Uno” a una teología y una praxis inspiradas en el “Dios Uno y Trino” que es comunión, y no uniformidad monolítica.
La comunión es difícil; o, más aún: es humanamente imposible. Pero Jesús enseñó que “lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios” (Lucas 18,27). Que el Espíritu Santo, que es “la comunión en Persona”, nos ilumine y nos ayude a construir esa comunión a la que nos invita Francisco, y que no es otra cosa que un anticipo de la definitiva y perfecta, que –a falta de mejores palabras– solemos llamar “el Cielo”.
El autor es Profesor y Licenciado en Teología.

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