Se requiere sinceridad y coraje en la búsqueda de alternativas para los católicos divorciados y vueltos a casar.
Como introducción al tema central, me valgo de un episodio de varios meses atrás. Es el caso de una feligresa católica que se manifestaba acongojada porque, al haberse casado con un divorciado, se le negaba la posibilidad de comulgar. El papa Francisco, en una comunicación telefónica, le proporcionó palabras de aliento. Al mismo tiempo le participó que había convocado una comisión de ocho cardenales para que analizaran los diversos asuntos susceptibles de cambio o modificación, entre los cuales figuraba el que era motivo de su aflicción (esta comisión abocada a tan responsable tarea ya formuló las pertinentes conclusiones, presentadas en el sínodo que se realizó en octubre del corriente año. Las decisiones finales se publicarán al término del próximo sínodo en 2015).
El referido coloquio entre el Santo Padre y una cristiana era de índole pastoral y privada pero, en alas de los medios, alcanzó algún grado de sensacionalismo que dio pábulo a deducciones apresuradas y no siempre bien calibradas. Por otra parte, es observable –y ello resulta un poco extraño– que en los frecuentes comentarios acerca de la negativa de otorgar la comunión a los “separados y vueltos a casar”, no suele explicitarse el motivo exacto de tal medida. Ahora lo intentamos en los siguientes términos: “Cuando los feligreses católicos, inmersos en una crisis conyugal, no atinan a otra solución práctica si no es la de recurrir al fuero civil ante el cual se divorcian y contraen nuevas nupcias (o simplemente se separan y comienzan a vivir en pareja con distinta persona), están incurriendo en una situación que viola de modo grave leyes matrimoniales impuestas en nuestra Iglesia en plena Edad Media”. Ahora bien, si se viola una ley grave se comete un pecado grave, que significa un impedimento para comulgar. Por aquí se percibe la íntima relación que existe para los católicos entre la recepción de la eucaristía y la condición personal en materia de matrimonio que, en este caso, es de incompatibilidad, y por ende hay que asumir con paciencia y esperanza la pesada y consabida conclusión: “Los separados y vueltos a casar no pueden comulgar”… La verdadera raíz de esta prohibición reside en una ley, uno de cuyos ejes es el principio de la indisolubilidad del vínculo conyugal (“unidos de por vida”), cuando está en juego un “matrimonio rato y consumado”.
Precisamente se dan diversos modos y grados en la interpretación de la indisolubilidad: aquí se ubica el quid del asunto y también aquí comienza a abrirse una halagüeña perspectiva. La indisolubilidad del vínculo se reconocía y apreciaba pero –como debe ser entre los seres humanos– jamás se desestimó la eventualidad de graves dificultades y posibles quiebres. Hubo comprensión y misericordia desde los tiempos iniciales del cristianismo, y siempre estuvieron abiertas las puertas a razonables excepciones y dispensas, con la subsiguiente posibilidad de un lícito y nuevo hogar. Ese era el clima que reinaba por los menos hasta fines del siglo XII, cuando un Papa, agobiado tal vez por el cúmulo de tantos trámites, dictaminó que esas condescendencias o concesiones quedaban eliminadas en adelante. Evitó así complicarse la vida pero se la complicó a medio mundo. ¡Cuántas violencias, lágrimas y tragedias han marcado a fuego hasta el día de hoy el estado matrimonial de los católicos bajo este régimen tan difícilmente asimilable!
Nos hallamos sujetos a una ley quizá compatible con seres de otro planeta pero de ninguna manera con el mundo real en el que nos toca vivir. Estamos condicionados por las características de una sociedad increíblemente distinta a la de hace pocas décadas, con diversa cosmovisión y con diferentes enfoques psicológicos. ¡Somos otros! Se impone la urgencia de un cambio fundamental en el tema matrimonial, sin rodeos ni medias tintas, y haciendo hincapié en el centro mismo del asunto. Y aunque parezca paradójico, en esto se evidencia la necesidad de volver a la primera etapa eclesial donde la indisolubilidad conyugal supo mantenerse en un razonable y humano equilibrio.
Urge recuperar este aspecto imprescindible, aunque sea a costa de muchas dificultades y el despliegue de gran sinceridad y coraje. Tengamos presente que las leyes no deben destinarse sólo a minorías selectas sino a la inmensa y sufrida caravana de seres humanos comunes y corrientes. Recordemos sobre todo que el rol de un Papa no puede agotarse con la acción de “atar” (cuando conviene hacerlo) porque, a la inversa, también cuenta con el poder de “desatar los nudos” que asfixian la existencia de los fieles. Realizado el cambio del estatuto conyugal, ipso facto se allana el camino de los católicos divorciados y vueltos a casar. Para ellos, el banquete eucarístico dejará de ser, Dios mediante, un problema, y se convertirá en subsidio para una renovada convivencia matrimonial.
El autor es especialista en estudios religiosos.