El autor, director de la revista jesuita La Civiltá Cattolica, participó del Sínodo sobre la familia y escribió una larga crónica sobre su proceso. Aquí publicamos varios segmentos del texto original para dar cuenta del acontecimiento convocado por Francisco y que contó la presencia de religiosos y laicos de diferentes países.
El amor entre un hombre y una mujer es imagen del amor de Dios. La vocación a la familia está inscripta en la naturaleza humana, y toma la forma de un viaje comprometido y a veces conflictual, como por otra parte lo es toda la vida. Son incalculables la fuerza y la carga de humanidad que contiene: la ayuda recíproca, las relaciones que crecen a la par de las personas, los hijos, el acompañamiento educativo, el compartir las alegrías y las dificultades. La tarea de los pastores debe ser prioritariamente la de valorar el atractivo de la vida familiar. Se trata de una experiencia frágil y compleja –y por ello rica– que pone en juego no tanto ideas cuanto personas.
Este juego, hoy más que nunca, se ha tornado complicado. El hombre y la mujer se están interpretando a sí mismos de manera diferente al pasado, con otras categorías. ¿Cómo ubicarse de manera correcta, es decir evangélica, frente a tales desafíos? El Papa abrió un proceso que contempla dos sínodos, uno extraordinario y otro ordinario. El primero estuvo dedicado al tema de “los desafíos pastorales sobre la familia” y concluyó el 19 de octubre pasado con la solemne misa por la beatificación de Pablo VI, con la participación de más de 70 mil personas.
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A juicio del Santo Padre, el proceso sinodal iniciado deberá plasmar cada vez más la vida de la Iglesia. Lo había ya anunciado claramente en la entrevista concedida a la revista La Civiltá Cattolica en septiembre de 2013: “Debemos caminar juntos: la gente, los obispos y el Papa. Hay que vivir la sinodalidad a varios niveles. Quizá es tiempo de cambiar la metodología del sínodo, porque la actual me parece estática”. El Papa pretende imprimirle a la Iglesia la dinámica de la sinodalidad. Cabe recordar que el Sínodo de los obispos fue instituido por Pablo VI en 1965 para mantener viva la experiencia del Concilio Vaticano II. En efecto, no fue casual que su beatificación coincidiera con la clausura de la primera asamblea.
La condición exigida por Francisco para que el proceso sinodal tenga realmente valor y eficacia consiste en la plena libertad de palabra y de expresión de sus actores.
El Papa situó en su ministerio petrino la serenidad de conciencia para decir lo que se piensa: “El Sínodo se desarrolla cum Petro et sub Petro, y la presencia del Papa es garantía para todos”. En ese sentido, Pedro no debe ser comprendido de manera restrictiva como un “dique” a la palabra y al pensamiento dentro de la Iglesia, sino por el contrario como la “roca” sólida que hace posible la expresión, ya que él es el supremo garante y custodio de la fe.
Libertad de palabra y humildad de escucha es lo que se exige para que la Iglesia se sitúe en un serio proceso de discernimiento pastoral, sin temer a las divergencias y los conflictos. Hubo una importante advertencia: “Las Asambleas sinodales no sirven para discutir ideas brillantes y originales, o para ver quién es más inteligente… Sirven para cultivar y guardar mejor la viña del Señor, para cooperar en su sueño, su proyecto de amor por su pueblo”, dijo Francisco durante la misa de apertura del Sínodo.
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Precisamente para que el debate fuera tal, el Santo Padre invitó como miembros del Sínodo a algunos prelados que habían expresado opiniones opuestas y divergentes sobre los temas a tratar. Los medios de comunicación quizá no estaban acostumbrados a tal apertura y pluralidad de posiciones por parte de la Iglesia y simplificaron el debate polarizándolo en algunas figuras. Pero no hubo nunca en el aula enfrentamientos sino expresiones de posturas muy diferentes, enriquecidas por la internacionalidad de la asamblea y la heterogeneidad de las experiencias pastorales. En el Sínodo emergió una Iglesia en búsqueda y realmente “católica”, que a partir de un tema específico se interrogó sobre sí misma y su misión. Emergieron también modelos diferentes de Iglesia y configuraciones culturales, por momentos opuestas, según países y continentes de proveniencia. En este sentido puede afirmarse que en el aula se respiraba un clima “conciliar”.
El Sínodo fue también un acontecimiento de alto valor espiritual, con momentos de consolación y otros de desolación. El mismo Pontífice confirmó un procedimiento donde no podía esperarse una convergencia total. “Unidos en las diferencias: no hay otra vía católica para unirnos. Este es el espíritu católico, el espíritu cristiano: unirse en las diferencias. Este es el camino de Jesús”, había dicho el 29 de junio de 2013. Los disensos no son rupturas.
El clima fue franco y sereno, partícipe y atento. El propio Francisco fue un modelo de escucha, siempre presente y prestando oído a todas las intervenciones. Llegaba antes de hora para saludar a los participantes a su ingreso, y durante el break tomaba café con ellos. Nunca se mostró preocupado o ansioso, a pesar de que algún periodista haya intentado la improbable reconstrucción de un Papa en tensión. Todo suscitaba un ambiente de gran fraternidad.
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El proceso sinodal tuvo etapas precisas y ordenadas si bien dentro de una metodología renovada. Hubo quince congregaciones generales (sesiones de trabajo) de media jornada. Los tiempos de actividad estuvieron combinados con otros de oración. El debate se vio enriquecido también por los testimonios vivos de parejas que hablaron desde su experiencia matrimonial.
Fue relator general el cardenal húngaro Peter Erdo, que redactó la primera relación con la asistencia del secretario general, monseñor Bruno Forte. Esa relación fue preparada gracias a las intervenciones recogidas por la secretaría del Sínodo. Sirvió de base sólida y segura para volver a proponer el debate. La relación tenía como finalidad presentar los desafíos pastorales desplegados en las diferentes intervenciones de los padres sinodales; y ofició de guía en los “círculos menores”, que releyeron el texto y propusieron enmiendas y observaciones. Fue un texto de estilo muy dinámico, acaso no siempre lineal porque recogía la convergencia de muchas intervenciones, pero ciertamente capaz de presentar los desafíos que habían emergido en la discusión. Su lectura en el aula concluyó con un aplauso seguido por los elogios del cardenal brasileño Damasceno Assis, uno de los presidentes delegados, quien la definió “muy amplia”, ya que trataba “todos los puntos discutidos durante las reuniones”.
Al leerla, muchos tuvieron la impresión de que el Sínodo había mirado de frente la realidad, nombrándola incluso en sus aspectos más problemáticos. Se consideró la existencia concreta de las personas en lugar de hablar de la familia en abstracto, como un deber ser. Entre los puntos tratados hay que señalar la valoración de las parejas unidas exclusivamente por un vínculo civil, la situación de los divorciados vueltos a casar y su eventual acceso a los sacramentos de la reconciliación y la eucaristía, los matrimonios mixtos, los casos de nulidad, la situación de las personas homosexuales, los desafíos de la educación.
La relación tuvo en cuenta los elementos positivos que hay también en las formas imperfectas de familia y en las situaciones problemáticas. Se habló de la importancia de confirmar el evangelio de la familia, así como reconocer lo positivo en las situaciones irregulares; como por ejemplo, los jóvenes y no tan jóvenes que conviven sin casarse pero que pueden descubrir poco a poco la belleza y el sentido del matrimonio si encuentran una guía. Esto es posible con el discernimiento pastoral, a partir de la historia real y de la bondad que se descubre. La relación mostró una Iglesia que intenta usar las propias energías para sembrar el trigo posible más que para arrancar la cizaña. Si bien se trataba de un texto provisorio que debía profundizarse y corregirse, provocó en algunos la alegría de un lenguaje más “fresco” y adecuado a los tiempos, y en otros creó temor y ansiedad ante la posibilidad de que fuera puesta en discusión la doctrina y que no se señalaran adecuadamente los riesgos y los peligros.
Entre líneas fue posible percibir actitudes diferentes en la comprensión del vínculo de la Iglesia con la historia y con el mundo, tema de profunda inspiración conciliar. Se pasaba de quienes afirmaban que es necesario tener “el coraje para llamar a las puertas prohibidas”, y encontrar más allá de ellas “la amorosa presencia de Dios que nos ayuda a vivir los desafíos del hoy de una manera nueva e inimaginable”, al rechazo completo del principio de “gradualidad” inspirado en el Vaticano II, en cuanto puede comportar la legitimación a priori de situaciones irregulares.
Es interesante leer también las síntesis sobre los temas considerados más controvertidos. Por ejemplo, sobre las personas homosexuales se dice que, sin equiparar las parejas gay y las heterosexuales, debe darse una actitud de acogida y acompañamiento que genere un compromiso de proximidad con la Iglesia, sin admitir discriminaciones injustas y violentas.
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Se abre ahora un año de preparación para el próximo Sínodo (ordinario), que supondrá también una etapa en el proceso de discernimiento. Es necesario que la Iglesia en todos sus niveles se interrogue no solamente sobre una u otra cuestión particular sino sobre el modelo eclesiológico que encarna, para comprender la tarea de la Iglesia en el mundo y su relación con la historia.
¿Qué imagen de Iglesia está proponiendo este pontificado? Para describirla, podríamos recordar que san Ignacio en los Ejercicios Espirituales nos lleva a considerar cómo Dios mira al mundo. Ignacio percibe que Dios lo mira como el terreno de una batalla con muertos y heridos. Inmediatamente después, la mirada de Ignacio se focaliza y ve la habitación de María en Nazaret y las Personas divinas que dicen: “realicemos la redención de género humano”.
Cuando el Papa habla de la Iglesia como un hospital de campaña después de una batalla hace referencia a esta imagen y aclara el rol de la Iglesia a la luz de la mirada de Dios sobre el mundo. Es lo opuesto a la imagen de una fortaleza asediada. No se trata de una simple y hermosa metáfora poética: de ella puede resultar la comprensión de la misión de la Iglesia y del significado de los sacramentos de salvación.
¿Cuál es el campo de batalla hoy? He aquí algunos desafíos que se refieren a la familia: la disminución de los nacimientos y el envejecimiento de la población que han trastocado las relaciones entre jóvenes y ancianos; la contracepción que permite la escisión entre sexualidad y concepción; la procreación asistida que rompe la identidad entre la generación y el ser generador; las familias reconstruidas que llevan consigo roles parentales de complejas geografías relacionales; parejas de hecho que plantean la cuestión de la institucionalización social de las relaciones; las personas homosexuales que se preguntan por qué no pueden llevar una vida de vínculos afectivos estables como creyentes practicantes.
En realidad, acaso el verdadero problema, la herida mortal de la humanidad hoy, es que a las personas les cuesta cada vez más salir de sí mismas y establecer pactos de fidelidad con otras, incluso cuando se aman. La Iglesia percibe una humanidad individualista. Su primera preocupación debe ser la de no cerrar las puertas sino abrirlas, ofrecer la luz que posee, salir al encuentro del hombre aunque éste crea que no necesita un mensaje de salvación.
¿Y cómo la Iglesia, hospital de campaña, puede hacerse presente en el mundo? En este sentido las dos relaciones y el mensaje final del Sínodo concuerdan en hablar de una “Iglesia antorcha” antes que de una “Iglesia faro”. En efecto, la Iglesia es luz ya que su rostro refleja la luz de Cristo, que es Lumen gentium. Esta luz puede ser entendida al menos de dos maneras que no se excluyen pero que son diferentes. En cuanto “faro”, su característica es la de dar luz desde una posición estática, apoyada en un sólido fundamento. Pero puede ser entendida también como “antorcha”. El faro es visible pero está inmóvil. La antorcha, en cambio, ilumina caminando donde están los hombres; ilumina esa porción de humanidad donde se encuentra, sus esperanzas pero también sus tristezas y angustias. La antorcha está llamada a acompañar en el camino, desde dentro de la experiencia del pueblo, iluminando paso a paso sin encandilarlos con una luz enceguecedora.
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Las preguntas suscitadas perduran y exigen una profundización que recién comienza. ¿Cómo proceder? El papa Francisco ha insistido numerosas veces en que si estamos en marcha, el camino se abre gradualmente y es necesario ser guiados por la consolación, es decir, por la percepción interior de la presencia de Dios, y no movidos por el miedo y los temores.
El sendero justo para pensar en términos de misericordia y de consolación es el discernimiento pastoral, vivido con prudencia y con audacia. Se trata del resultado de lo que el Santo Padre ha definido como “pensamiento incompleto” y abierto, capaz de mirar siempre al horizonte y teniendo como estrella guía a Cristo. Esto se aplica también a lo que el mismo Francisco define como “desafíos nuevos que hasta para nosotros a veces son difíciles de comprender”.
(Traducción de María Mayer y J.M. Poirier)