Para el autor, el prestigio o la buena reputación de un país es el resultado de “una conducta internacional coherente con valores y sostenida en el tiempo, que procura consensuar antes que imponer en forma unilateral”.
En las relaciones humanas, el prestigio es un componente habitual entre los criterios empleados para elegir a las personas a quienes se les desea confiar distintas responsabilidades de relieve. Quienquiera que deba actuar ante los tribunales, por ejemplo, procura contratar los servicios de estudios jurídicos prestigiosos. Del mismo modo se actúa a la hora de buscar un cirujano a quien confiar una operación delicada, o un deportista para integrar el mejor equipo. Otro tanto ocurre con las marcas comerciales, cuyos propietarios se esfuerzan, por medio de campañas publicitarias, de poner en evidencia el prestigio de sus productos y servicios.
Es claro entonces que la noción de prestigio ha adquirido en el lenguaje corriente una connotación positiva, que denota la autoridad o el ascendiente de quien posee aquella virtud.
Sin embargo, no sería acertado identificar sin más la noción de prestigio con la de la virtud moral. También entre los delincuentes existe una escala de prestigio. Nadie podría dudar del prestigio del que, entre sus seguidores, gozaban Hitler o Stalin.
De hecho, en el uso más remoto del vocablo, de origen latino, la noción de prestigio estuvo en los comienzos asociada a lo artificial, al ardid. Se trataba de lo propio de los prestidigitadores que creaban una ilusión mediante la distracción de la atención del observador.
Tal vez este origen remoto esté en la raíz del pertinaz prejuicio que asocia la imagen de la diplomacia al engaño, el doble discurso y las medias verdades, o, en el mejor de los casos, a la pura formalidad despojada de contenido.
Como suele ocurrir con los prejuicios, si se identificara a la diplomacia con la impostura, también en este caso se estaría lejos de la verdad. Al fin y al cabo, la mejor diplomacia no puede ir mucho más allá de lo que el país al que sirve ofrece en la realidad.Sobre todo hoy en día, cuando el acceso a la información es tan generalizado, las patas de una mentira son cada vez más cortas.
Sea buena, regular o mala, toda diplomacia sabe que el poder efectivo y el prestigio, o poder simbólico, son las dos grandes variables que definen la posición y la actuación de las naciones en el ordenamiento internacional. En definitiva, la fuente principal del prestigio es la coherencia de la propia conducta, pero sin el reconocimiento de los demás, el prestigio no existiría.
Igual que la variable del poder, adquirir, conservar y acrecentar el prestigio cuesta esfuerzo y perseverancia. Y lo contrario también es cierto: perder el prestigio es relativamente fácil.
A diferencia del poder, que se puede medir cuantitativamente si se trata de poder económico o militar, el prestigio tiene una naturaleza distinta: la misma naturaleza que la confianza o la predictibilidad. En este caso, más que cuantitativa, la medición del prestigio es cualitativa. Hay gobernantes, gobiernos y países que gozan de más prestigio que otros. Es posible trazar, a grandes rasgos, escalas de status o standing en materia de prestigio internacional.
Una conducta internacional coherente con valores y sostenida en el tiempo, que procura consensuar antes que imponer en forma unilateral, genera confianza y de ella deriva el prestigio. Dice el especialista en economía política internacional Robert Gilpin: “El prestigio internacional es el equivalente funcional de la autoridad en la política doméstica”.
Opuesto es el caso de una conducta errática, contradictoria o desapegada de las pautas institucionales reconocidas, o confrontativa sin necesidad por parte de quien detenta el poder.
Nuestros historiadores pueden encontrar periodos y momentos en los que el prestigio de la Argentina fue indiscutido. Baste recordar los años inmediatamente sucesivos a la recuperación de la democracia.
El prestigio no forma parte de los cálculos por los que se mide el Producto Interno Bruto de un país, pero sin duda forma parte del patrimonio que debe preservarse y acrecentarse. En la coyuntura actual, nuestros políticos y los ciudadanos podemos reflexionar a propósito de las políticas orientadas a promover los intereses argentinos y la manera de llevarlas a cabo, a fin de que contribuyan a incrementar el buen nombre de la Argentina entre las naciones del mundo.